Por Fernando de la Cuadra.- En cualquier curso introductorio de Ciencia Política se enseña que el concepto de Política proviene del griego Politeía que se refiere a las actividades que realizan los ciudadanos para decidir los destinos de su ciudad o Polis. En el espacio de la ciudad-Estado griega se realizaba la ecclesía o asamblea en la cual por medio del uso de la retórica los participantes en ella exponían sus ideas para convencer al conjunto de los ciudadanos de que sus propuestas eran las mejores opciones para decidir sobre el destino de la comunidad o la colectividad.
Lo anterior, por cierto, se ha definido como el aspecto normativo de la Política, pues lo que se advierte ya desde época de los griegos -y posteriormente descrito magistralmente por Nicolás Maquiavelo en El Príncipe– es que la verità effettuale de la política consiste en un sinnúmero de trampas, traiciones, simulacros e intrigas que permiten a los actores políticos conquistar, asumir y sustentarse como protectores de los habitantes de la ciudad-Estado. Siendo así, para Maquiavelo la verdadera virtú que deben desplegar los condottieri que inspiraron la obra del Florentino, residiría en la capacidad de lectura de la realidad de los gobernantes para mantenerse en el poder.
Con todo, siempre ha existido en el debate académico la noción de que la Política es un espacio para debatir ideas diferentes a partir de las cuales se pueden construir acuerdos en que cada parte renuncié a la integridad de sus propuestas en pos de un acuerdo común que permita establecer las condiciones para el pleno ejercicio de un gobierno, la llamada gobernabilidad.
Intentando reivindicar la dimensión altiva de la Política, el pensador sardo Antonio Gramsci hacia la distinción entre la Política con mayúscula y la pequeña política, siendo que la primera se encontraría asociada a la reflexión, el estudio, la ponderación y la seriedad necesaria para la construcción de un proyecto colectivo, base de la dimensión estratégica orientada a la fundación y mantención del Estado. Y la pequeña política se ve asociada a la vida cotidiana de complots y confabulaciones que se realizan en los pasillos del Congreso o de los palacios de gobierno, de los arreglos y pactos efectuados en las bambalinas del poder con la finalidad de obtener beneficios materiales y políticos, sean individuales o de camarillas.
Tristemente, en la mayoría de los debates que se han venido produciendo con motivo de las próximas elecciones municipales a realizarse el primer domingo de octubre en Brasil, lo que se puede apreciar por parte de los electores que asisten las transmisiones, es la presencia abrumadora de la pequeña política, en la cual los candidatos dedican más tiempo a la exposición de mentiras y acusaciones mutuas que a la presentación de sus respectivos programas para las alcaldías.
El episodio más extremo y vergonzoso de esta secuencia decadente de la política, fue el sillazo (cadeirada) dado por un representante de la derecha (José Luiz Datena/PSDB) al ex coach y delincuente condenado por la Justicia, que se perfila como una carta de la extrema derecha para las elecciones presidenciales de 2026 (Pablo Marçal/PRTB).
Este gesto extremo en un debate de propuestas de gobierno para administrar la mayor ciudad de América Latina (São Paulo), es un claro reflejo del bajo nivel en que se encuentra la política brasileña, expresando a simple vista que en el último periodo se viene produciendo una simbiosis perversa entre sujetos que se auto declaran como no políticos o enemigos de la clase política y un electorado cada vez más alienado de sus verdaderos problemas colectivos. Dichos ciudadanos son bombardeados e influenciados sistemáticamente por la profusión de fake news que se vehiculan a través de las redes sociales. Hace más de tres años advertimos sobre este lamentable fenómeno en nuestro artículo La mentira como forma de acción política.
Es sabido que en la base de este proceso se encuentra el descrédito en la dimensión política como espacio de debate y deliberación necesaria para organizar la vida colectiva, la cual es descartada sin más como una gran aberración al servicio de unos pocos privilegiados que sólo buscan el beneficio personal a expensas de la población indefensa.
Ciertamente se pueden encontrar en el país muy buenas y valiosas experiencias de gestión municipal, como los presupuestos participativos, los agentes comunitarios de salud, las escuelas integrales, proyectos de saneamiento básico o programas exitosos de inclusión social. Sin embargo, los medios que se alimentan de las tragedias y construyen la sociedad del espectáculo, difunden en profusión los casos de corrupción, obras abandonadas, malversación de fondos y proyectos fantasmas que fortalecen la percepción de la ciudadanía de que la política y los políticos expresan lo peor de la humanidad.
De ello se nutren los que se dicen outsiders para denigrar aún más la actividad que ellos mismos encarnan, presentándose como figuras antisistema cuando en realidad son la más evidente expresión de la degradación de ese mismo sistema. Ellos se valen de las reglas y los códigos de convivencia creadas por la democracia para transgredir y agraviar la misma democracia cuando consideran que esta no les conviene para alcanzar sus objetivos.
Por su parte, las mismas sociedades han estado retrocediendo a una situación en que la violencia y el conflicto divide a la población entre amigos y enemigos, permeando el conjunto de relaciones que establecen las personas desde la escuela, pasando por las iglesias, el trabajo, las distintas organizaciones y culminando en el odio diseminado cotidianamente en las redes.
No es inusitado que un porcentaje significativo de electores espera encontrar en los debates de los candidatos aquella dosis de salvajería y adrenalina necesaria para animar sus vidas. Ellos son convocados por cavernícolas como Marçal que azuza a los televidentes y seguidores con anuncios del tipo “va a correr sangre esta noche”.
Lo anterior nos plantea una grave crisis civilizatoria de respeto a las etiquetas y normas de convivencia social. Esta perspectiva fue introducida teóricamente por el sociólogo alemán Norbert Elias en su libro La sociedad cortesana, en la cual se expone con meridiana claridad la importancia de la etiqueta y el ceremonial como elementos centrales en la formación de un tipo específico de racionalidad que permite el control de las pulsiones más viscerales y la neutralización de las reacciones afectivas más atávicas.
Tales controles de las emociones y los contrapesos a la libre expresión de la irracionalidad permitirían la emergencia del proceso civilizatorio constitutivo de etiquetas sociales de convivencia distintivas en las sociedades modernas. Estas relaciones se manifestarían en los espacios de negociación, dialogo y pluralismo existente en el plano político.
Precisamente, el rompimiento de estos lazos de convivencia y de aceptación de la divergencia característicos de la dicotomía amigo versus enemigo expone el rebrote de un mundo incivilizado movido por los deseos y las pulsiones más elementales de los individuos.
Desde una perspectiva psicoanalítica, Sigmund Freud en su notable ensayo El malestar en la cultura, nos traza el choque que se produce precisamente entre la pulsión humana que aspira a la búsqueda del placer y su restricción derivada de los límites impuestos por la cultura. La pulsión de muerte (Thanatos) lleva a las personas a desear la destrucción del ser humano impelida por su tendencia innata de un retorno a lo inorgánico. Allí radicarían los cimientos del espíritu de devastación, de la violencia, de la pretensión de superioridad y prepotencia de los seres humanos.
Preferencialmente, la extrema derecha ha sabido explotar estos deseos de destrucción de los otros, de los diferentes, sumando en esta cruzada ruinosa a batallones de individuos frustrados y hastiados con el sistema, los insta a unirse en sus filas sin ningún objetivo más perceptible que derrocar al sistema.
Personajes siniestros y astutos como Trump, Erdogan, Meloni, Orban, Bukele, Bolsonaro, Milei, Kast o el propio Marçal se nutren de la impotencia y la vulnerabilidad de millones de personas que no encuentran un lugar digno en la vida contemporánea.
Son los marginalizados y precarizados que mundo del trabajo, pero también los excluidos de una convivencia social sana y fraterna, que incuban un odio desmedido y creciente hacia las minorías y los “privilegiados” del sistema, especialmente la clase política que no es capaz de solucionar sus problemas y ansiedades.
Todos ellos en su insanidad de sociópatas encarnan el universo incivilizado que nos acomete y nos aqueja. En escala global representan un serio riesgo para el futuro de la democracia. La falla de los sistemas políticos que cada vez se encuentran más ensimismados y de espaldas a la ciudanía estimula el surgimiento de estas figuras neofascistas.
Quizás sí resida en la propia política la solución de este reto actual que supere su degradación y deslegitimación. Por lo mismo, esta debería regresar a la vida cotidiana de las personas, vincularse con las necesidades concretas de la gente, asumir el protagonismo urgente para que la población vislumbre la política como una parte fundamental del quehacer colectivo de la humanidad que le permitan crear las posibilidades para mejorar su calidad de vida.
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