Por Hugo Cox.- En un artículo anterior planteaba cómo la sociedad asumió el rol de víctima, pero la manera en que se va gestando esta situación y el grado de penetración del fenómeno son de una complejidad enorme, lo que lleva a pensar en una variable que necesariamente hay que considerar y esta es el rol que han cumplido los medios digitales.
En los tiempos anteriores a esta “sociedad de la información”, el contenido que circulaba en los diarios creaba una frontera entre el rumor y la noticia, ya que si lo publicado era mentira, ésta rápidamente era desmentida y, por lo tanto, este hecho generaba una base común de debate. En la red, en cambio, existen medias verdades, mentiras, hechos sin contrastar, transformando esto en una lucha por conquistar audiencias, donde además es muy fácil hacer circular lo escrito.
La tecnología encierra a las personas en burbujas informativas que reafirman lo que piensan, ya que la información ya no es vertical, sino que se ha transformado en horizontal, lo que la ha democratizado. En contraposición, la calidad de la información se ha deteriorado, y en estas condiciones lo que vale es cuántas veces se ha amplificado por cualquiera de las plataformas, quedando como algo secundario la veracidad de lo que circula. Lo importante es que el sujeto que la recibe le da validez porque la información se origina en su grupo de interés. Así, el resto de la información circulante es desechada, creando un sectarismo pernicioso para la sociedad en su conjunto.
Lo anterior sirve para entender en parte por qué se expande el sentido de ser víctima, avalado por la historia larga y corta de su propia vida y por la información que se recoge y como esta reafirma sus pensamientos.
Nos encontramos frente a un pensamiento débil (Vattimo). El pensamiento débil es a la vez una reducción de la filosofía y no se ve a la filosofía como guía de una acción política.
El escenario anterior, en un contexto de post verdad, es construido por tres actores: el ámbito político e institucional, los medios de comunicación y los propios ciudadanos. La ciudadanía asiste a un flujo constante de mensajes que llegan por un número creciente de canales. Ante el carácter partisano que predomina en los posicionamientos de la opinión pública, parece imprescindible para el receptor tomar partido, lo que activa mecanismos como el sesgo de confirmación, que funciona como una retroalimentación carente de sentido crítico.
La desinformación incide en numerosos ámbitos de nuestra existencia, pero es en la salud de la democracia donde sus efectos pueden ser más devastadores.
Es importante y urgente abordar las posibles alternativas que la sociedad en su conjunto posee para hacer frente al escenario de post verdad.
Estas soluciones deben llegar desde las instituciones, las plataformas y los medios, pero también han de surgir de cada uno de los ciudadanos como último eslabón implicado en la desinformación. Las redes sociales otorgan a cada individuo el poder de convertirse en emisor y difusor de contenido informativo, pero esta práctica no siempre es constructiva.
La solución en este punto pasa por la toma de conciencia que posibilite actitudes más responsables y, sobre todo, por la alfabetización digital de la sociedad, la que necesita fomentarse desde los centros educativos y ampliarse a los distintos grupos de edad. Urge mejorar las competencias de los jóvenes para identificar contenidos sesgados, subjetivos o parciales, aspecto en el que nuestro país está al debe.
La educación desde los jardines debe estar orientada a la creación de un pensamiento crítico.