Por Samira Khazmou.- No es posible disertar sobre Educación sin reconocer que al hacerlo estamos taxativamente soslayando ideas que reclaman debates, que, a su vez, pueden generar nuevas ideas. A partir de aquí, es posible entonces asumir la Educación como un fenómeno histórico y complejo, que se alimenta de su constante discusión, reflexión y reorientación. La educación se nos revela permeada teológicamente, por cuanto depositamos en ella nuestra fe por un mañana más consustanciado con los sueños de una mejor sociedad de progreso.
Creemos que con esta convicción sólidamente atesorada en nuestro sentir y pensar, los educadores estamos dispuestos constantemente a observar, cuestionar y proceder en el espectro educativo, de tal modo, que la Educación se nos presenta como el epicentro de una rigurosa estructura epistemológica, pero también en ella podemos observar intersticios y resquebrajaduras que nos estimulan a abordarla como un proceso social perfectible en constante transformación. Lógicamente la educación al estar existencialmente atornillada a la naturaleza humana, debe ser reconocida y comprendida como una realidad multifactorial.
Su radio de alcance lo podemos percibir desde la antigüedad griega, donde el sentido humano y socializador de la educación propugnó por un ideal de ciudadano “educado”, y con ello elevarse a sí mismo, a los otros y a toda su cultura. Desde allí, hasta una visión más cercana donde la percibimos imbuida en los procesos pedagógicos que hoy aspiran ser provechosos para nuestros conciudadanos como fuente social apropiada para transmitir vivencias, conocimientos y experiencias.
Desde esta mirada, surge la necesidad de abordarla, aprehenderla y discutirla continuamente, despojada de prejuicios decadentes y desgastados. Hoy sería un error intentar su acercamiento sin comprender que estamos dispuestos a subvertir el orden establecido y el riesgo de asumir el peso de nuestras propias convicciones. La Educación se deviene y se decanta entre lo establecido y aquello por establecer, allí radica su esencia. En tal sentido, hoy nos toca abordarla dentro de una estructura institucional definida por un rigor ancestral que se agota y se rebela contra los preceptos de poder que la han controlado y sometido en las distintas épocas de la historia.
Esta genuflexión somete el universo de emociones y sensaciones de la subjetividad a los cánones lógicos y racionales que han permeado la Educación, y que hoy nos obliga a revisar las heridas causadas y ayudar a aliviar las consecuencias de una “instrumentalización” que nos estafó con la atractiva idea de progreso. La Educación ha pasado a ser una fuerza humana y social que nos aísla y deshumaniza, es nuestro compromiso y responsabilidad como docentes atender esta dolorosa realidad.
Es necesario explorar nuevas dimensiones en la Educación que nos permita plantearnos nuevos caminos para reconstruirnos como seres humanos y como docentes plenamente conscientes de nuestro rol socialmente transformador. Urge transitar un horizonte que permita reavivar la vida, transformarla y despertar la alegría de enfrentar la pretensión del status quo, y ello nos obliga a reconsiderar la educación.
Existe un panorama mundial, un mundo sin fronteras donde las nuevas tecnologías han permeado nuestras vidas. Estos cambios tocan a las puertas de las universidades donde el diálogo de saberes debería permanecer abierto a los constantes cambios e intercambio de paradigmas, provocando un espacio para la reflexión, creación y transferencia de saberes.
El compromiso insoslayable e indeclinable transformador con el vehemente ejercicio del pensamiento libre, de la confrontación de ideas, de la urgencia de reinterpretar las funciones académicas de nuestras universidades y, sobre todo, reflexionar sesudamente en torno a su devenir.
Samira Khazmou es académica de la Escuela de Ingeniería de la Universidad Central.