Por José María Vallejo.- Años atrás pensaba que el summum posible para alcanzar en la vida intelectual era aparecer en “La Belleza de Pensar” y ser entrevistado por Christian Warnken. Era admirable su dominio de conceptos filosóficos y su capacidad de dialogar con algunos renombrados académicos y autores, especialmente franceses.
Con el tiempo descubrí, sin embargo, que el manejo de las abstracciones no tiene relación con la inteligencia. Poder entender el Ser de Heidegger, o la razón pura de Kant, o la ética de Spinoza -con el respeto que me merecen los filósofos- no entrega per se una capacidad de entender o mejorar al ser humano y aportar con soluciones a los problemas que aquejan a las sociedades.
Y el manifiesto del Amarillismo de Warnken lo demuestra. Representa a un sector intelectual de la élite. Intelectual en el sentido de que cada uno de ellos tuvo los fondos y el acceso a las instituciones educacionales más importantes y, por ello, pueden ostentar grande títulos universitarios. Pero hasta ahí. Ese es el límite de su intelectualidad. Sin embargo, su desconexión con el mundo hace que todo ese conocimiento obtenido en el papel se quede solo en eso, en la acumulación de datos sin generar aporte alguno a la sociedad.
La victimización de esta elite da cuenta de esa realidad. “Sabemos que nos exponemos a que nos ataquen”, dice, anticipando las críticas en una suerte de inmolación cristológica, mientras acusa que las cosas en la Convención “no están bien hechas” y “no están bien pensadas”; mientras afirma que las identidades y derechos por siglos acallados, como los de las mujeres y los pueblos originarios, no pueden “imponer” sus agendas en el ámbito “global”. Afirma que “la mayoría es amarilla”.
Así, desde un pedestal dorado, una élite que no ha logrado convocar ninguna mayoría, cuya postura (en todos los firmantes) ha sido parte de todas las derrotas de la historia reciente (en elecciones primarias, en parlamentarias), sostiene de manera pertinaz que son alguna clase de mayoría silenciosa que es capaz de ver mejor y con más profundidad que todos los demás. Y eso, ¿en virtud de qué?
Entre los firmantes hay ex ministros y senadores, con participación en los errores que han incrementado la desigualdad en Chile; hay quienes han protagonizado algunos de los engaños más vergonzosos en la política; hay quienes han sido responsables del aumento de una matriz energética contaminante; hay quienes han administrado el neoliberalismo a tal punto orgullosos, que exportaron la desigualdad a otros países provocando sendas crisis. Saque la cuenta, revise la lista. Tuvieron décadas de oportunidades de hacer todo lo que señalan que debió hacerse en su manifiesto amarillo, pero no lo hicieron.
Es interesante que se quejen de no ser escuchados, cuando todos -sin excepción- tienen acceso privilegiado y en grandes páginas a los medios de circulación nacional. Es interesante también -e irónico, rayano en el sarcasmo- que el intelectual Warnken integre en el amarillismo a Pepe Mujica. De nuevo, se trata de un ejercicio puramente abstracto. Falta que enarbole también a Clotario Blest. Los ejercicios intelectuales abstractos son vacíos, muy parecidos a lo kitsch: es como el capitalista que se pone una polera del Che Guevara. Hablar de Mujica como “uno de nosotros, los amarillos”, es igual de kitch, es vacío, es publicitario, porque en realidad no abrazan ninguna de las consignas de cambio, no enarbolan ninguna de las banderas de justicia social de Mujica. Pero suena bien, ¿cierto?
Pero, entiéndase bien. Ser amarillo no es lo mismo que ser “moderado” o “girondino”, que pueden estar a favor de los cambios, pero en otra velocidad, por decirlo con un eufemismo. El amarillismo manifestado por Warken es anti-cambio y se inserta en una estrategia en que los mismos medios masivos donde son invitados asiduos han estado victimizando a la minoría de derecha en la Convención Constituyente. El manifiesto amarillo no es un hecho aislado, sino parte de una campaña de miedo permanente orientada a lograr el rechazo en el plebiscito de salida.
En todo caso, el amarillismo, que como cuerpo existía desde hace tiempo, se quiso constituir ahora bajo un estandarte intelectual. Warnken era el adecuado para ser su Marx, para escribir su manifiesto victimizante y aristocrático. Pero lo que el libelo representa es una muestra de una elite perdida por su falta de contacto con la realidad y por su incapacidad para leer más allá de las abstracciones obtenidas tras sus ostentosos títulos académicos.
Lo peor… lo peor para esta elite perdida, es que sueña con ser parte de la otra elite, la de verdad, la que no solo ha tenido los recursos para acceder a las mejores universidades, sino además son los dueños del poder económico. Esta verdadera elite no firma manifiestos, toma decisiones y acumula capital en proporciones. Y les gusta escuchar a la elite perdida en las tertulias de domingo, o leerlas en El Mercurio. Pero nunca la elite perdida será verdaderamente parte de la elite real.