Opinión

Revisando la hipócrita moral postmoderna: el caso Alberto Fernández

El filósofo Lisandro Prieto ilustra las contradicciones del discurso feminista a raíz del caso del ex presidente argentino Alberto Fernández y la violencia contra su esposa.

Por Lisandro Prieto.- “Me da vergüenza que en la Argentina una mujer padezca violencia de género”. Alberto Fernández, 8 de marzo de 2022.

A la luz de los acontecimientos recientemente filtrados por la justicia y masificados por los medios de comunicación, podemos afirmar que la moral posmo-progresista fanatizada y supuestamente antipatriarcal, ha muerto.

Recordemos que el pensamiento posmoderno deconstructivo ha buscado desmantelar los sistemas de poder tradicionales y promover un enfoque aparentemente inclusivo y equitativo en las sociedades contemporáneas.

Sin embargo, la reciente denuncia de violencia de género contra el ex Presidente argentino Alberto Fernández, conocido por ser un paladín de las políticas de género y la apertura del Ministerio de la Mujer, plantea preguntas profundas sobre la coherencia y la sinceridad de estas nuevas y precarias normas morales que han delineado lo que debería ser “políticamente correcto” durante la última década.

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Las ménades y el cuerpo repartido
¿Por qué el feminismo?

Para no confundirnos en lo terminológico, es necesario detallar que aquello que llamamos “moral posmo” no es otra cosa que el relativismo moral que subyace a la mayoría de las políticas sociales adoptadas por occidente.

Particularmente, uno de los rasgos más propios de esta moral es la pretensión de la de-construcción (pretendido desmantelamiento) de las estructuras sociales, lo cual nos ha traído a una situación caótica de fragmentación total de valores que impactan directamente contra la cohesión social.

Este relativismo moral, en el que se basan gran parte de las agendas contemporáneas, tiende a desestabilizar las normas sociales esenciales y a fragmentarnos como sociedad en pequeños grupos conflictivos, sin ofrecer un sistema de valores alternativo coherente que intente resguardarnos a todos por igual.

Antes de ingresar al suceso que han convertido en comidilla amarilla la totalidad de los medios, tenemos que ver los resultados concretos de la inversión estatal de la lucha contra el tótem ficticio del patriarcado en nuestro país. Desde la creación del Ministerio de las Mujeres, Género y Diversidad en el año 2019, se destinaron significativas sumas de dinero en políticas contra la violencia de género (antes denominada “doméstica”), habilitando un presupuesto que desde su creación experimentó un crecimiento notable.

Según los datos proporcionados por el Ministerio de Economía, el presupuesto asignado a la cartera precitada fue de aproximadamente 7,4 billones de pesos argentinos en el año 2021, y de 10,5 billones de pesos argentinos en el año 2022, reflejando un incremento del 41% interanual. En su mayoría, estos fondos se dirigieron a una variedad de iniciativas, incluyendo campañas de concientización, programas de asistencia a víctimas y fortalecimiento de las redes de apoyo.

Pues bien, a pesar de la monumental inversión que hemos pagado todos los argentinos, las estadísticas sobre violencia de género presentan un panorama preocupante. En primer lugar, aumentaron considerablemente las denuncias, según consta en el Registro Nacional de Femicidios del Observatorio de Género de la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Particularmente, en el año 2021 se registraron 252 femicidios, atrocidad que representa un aumento del 15% en comparación con el año anterior. En segundo lugar, aumentaron los casos de violencia de género en el hogar, según indica el Informe del Programa Nacional de Violencia Familiar y de Género del Ministerio de las Mujeres, que muestra que un 25% de las mujeres en Argentina han experimentado alguna forma de violencia de género en su propio hogar en los últimos años.

Evidentemente, tras analizar estos resultados concretos, podemos afirmar que el aumento de inversión en fondos billonarios, en un país en el cual 4 de 10 chicos no cenaron anoche, no se traduce en resultados ni por cerca positivos en tanto implementación de políticas que en la tinta dicen buscar proteger, mientras que en la praxis concreta abandonaron a su suerte a miles de mujeres, entre ellas, a la mismísima primera dama. Analicemos, pues, la efectividad de estas medidas tan progres como ineficientes.

En primer lugar, el impacto de la agenda precitada resultó extremadamente limitado. Las estadísticas nos muestran que, a pesar de los esfuerzos y los recursos asignados, los índices de violencia no han disminuido significativamente, lo cual nos sugiere que las políticas sectarias implementadas desde la Capital Federal y replicada de manera muy rudimentaria en las provincias (mal llamado “el interior”, puesto que no somos el patio de nadie), no abordaron de manera efectiva y eficiente las causas profundas de la violencia.

En este sentido, cada vez son más los analistas que critican este modelo de inversión en campañas de concientización y programas de asistencia, aunque valiosos en su intención discursiva, no han logrado transformar significativamente las estructuras sociales que perpetúan la violencia de género. Además, la falta total de coordinación entre distintos niveles de gobierno y la implementación desigual de políticas a nivel local, han contribuido a la patética efectividad de las iniciativas.

Como la mayoría de los postulados decadentes de la Agenda 2030, la supuesta lucha contra las estructuras patriarcales (inexistente en el campo de la realidad fáctica) ofrece soluciones prácticas que suelen fallar al momento de abordar el problema de la violencia de género y la desigualdad. En lugar de promover un cambio de estructura real, la agenda se ha centrado en una serie de reformas que son totalmente superficiales y que no abordan las raíces profundas del flagelo de la violencia, justamente porque estas políticas tienen a ser más performativas que transformadoras.

Concretamente, en su enfoque sobre género, están marcadas por una incontable cantidad de contradicciones pragmáticas, ya que mientras promueven la igualdad en el discurso mediático, en la realidad suelen ser insuficientes, quedando como modas discursivas y meramente simbólicas.

Esta política devenida de agenda importada y enlatada desde la factoría de George Soros, nos arrojó estadísticas oficiales nunca pudieron reflejar la realidad completa del problema concreto, debido a un subregistro precario de casos. Conjuntamente, muchísimas víctimas de violencia de género no denuncian debido al miedo, la desconfianza en las instituciones, la falta de recursos y la carencia de protección.

En este contexto, la recopilación de los datos varió de manera cuasi absurda dependiendo de la jurisdicción ya que la falta de estandarización en la forma en que se reportan y se categorizan los casos de violencia de género puede llevar a inconsistencias y dificultades para realizar comparaciones y tomar decisiones a nivel nacional.

Como puede notar, amigo lector, y como hemos señalado en tantos casos diversos, como el de la educación y la salud, ésta no es una excepción: no todo se resuelve con miles de millones de pesos en una bolsa llena de agujeros. El aumento en el presupuesto y la implementación de políticas vacías han logrado no conseguir casi ningún resultado significativo en la reducción de las agresiones violentas, y esto se debe a la falta de enfoque en causas estructurales profundas, como lo son las desigualdades económicas y sociales que perpetúan la violencia y que, desde un departamento en Puerto Madero, no se pueden ver.

Asimismo, la implementación de políticas arbitrarias a menudo enfrenta problemas de descoordinación entre distintos niveles de gobierno y recursos distribuidos de manera discrecional e intencional que “favorecían” algunas zonas del país y abandonan completamente otras.

Aunque todas las campañas de concientización son importantes, es preciso señalar que cuando se convierten en campañas de adoctrinamiento pierden de manera significativa su impacto real en la reducción de la violencia.

Sí, las campañas pueden influir en ciertas actitudes y aumentar someramente cierta conciencia, es verdad, pero no siempre se traducen en cambios tangibles en comportamientos o en la reducción de incidentes de violencia concretos. Las políticas sesgadas y fanatizadas no fueron suficientes justamente porque no abordaron (adrede) las causas reales del problema de la violencia (no sólo “de género) en una sociedad detonada sistemáticamente en su educación, en su empleo y en su cultura del desprecio permanente a las normas cívicas básicas.

Como hemos sostenido en varias oportunidades, la moral posmoderna se caracteriza por una crítica a los sistemas tradicionales del poder mediante su tendencia a la deconstrucción de conceptos establecidos como el patriarcado y el machismo. Mediante un conglomerado de agendas impuestas por organismos internacionales concretos, se promueve una ética basada un la justicia social, la igualdad de género y la inclusión. En teoría, este enfoque busca una mayor autenticidad y responsabilidad en la práctica de los valores que dice defender. Pues bien, hasta hace dos o tres días, todos aquellos que estaban como Rod y Tod Flanders, saltando al ritmo de la canción biempensante y políticamente correcta de la doctrina posmo-deconstruida, no se imaginaron que Alberto Fernández, quien durante su mandato (la peor presidencia desde el retorno a la democracia) impulsó, entre tantas empresas lucrativas para sus amigos y correligionarios, un Ministerio de la Mujer que venía a promover la ideología de la deconstrucción como enfoque crítico de la estructura patriarcal y opresora.

Resultó que el mismísimo fundador de la hermandad de los Magios deconstruides era partidario, puertas para adentro de su palacio, del bife de chorizo y la piña colada. Cuando Fabiola Yáñez hace filtrar el material, y posteriormente lo denuncia formalmente, se pone en evidencia una total disonancia entre el discurso y la práctica, entre el decir y el hacer: como buen farsante, Fernández le exigió con endeble dureza y con muchísima presión moral a un pueblo respetar algo que él, nunca quiso respetar.

Lo que acabamos de describir es la hipocresía típica de la moral posmoderna, que si bien no nos resulta novedosa, es particularmente reveladora en su más patética expresión del “haz lo que yo digo, no lo que yo hago”. El concepto de hipocresía, aquí se refiere a la total discrepancia entre las creencias públicas y la conducta privada, justamente porque este tipo de líderes-títere promueven un conjunto de valores a los que ellos jamás adhieren en su vida personal, revelando así una falta total de autenticidad, dignidad y compromiso, algo muy propio de todo discurso progresista que nunca se termina traduciendo en prácticas efectivas y éticas.

Este desajuste moral de los líderes políticos, que se presentan a sí mismos como paladines de la igualdad, pero cuyas acciones terminan revelando comportamientos deplorables, ha puesto en evidencia la debilidad de las políticas de género actuales en todo el mundo.

La situación concreta de Alberto Fernández nos hace plantear preguntas sobre la eficacia y la integridad de las reformas impulsadas bajo su bandera de la moral posmo-progre. ¿Hasta qué punto las instituciones y los individuos que promueven estos valores realmente los practican? ¿Es posible mantener una moral coherente en un entorno donde los discursos de justicia social y equidad son frecuentemente desafiados por la realidad de comportamientos individuales de quienes dicen ser ejemplo? ¿Acaso no nos indignamos profundamente, y con razón, cuando un clérigo, que debería dispensar paz y amor, comete atrocidades? ¿Cuál es la diferencia entre un impostor con la banda presidencial y una persona que ha sido falsamente denunciada por el Ministerio del Pensamiento Correcto?

El caso de Alberto ilustra una brecha significativa entre la teoría y la práctica en la moral dominante de la falsa inclusión, puesto que si bien las intenciones que se promovieron, en algunos casos, de una sociedad más justa y equitativa, a la luz de los hechos vemos cómo se utilizó un aparato estatal gigantesco para no ayudar a casi nadie, para enfrentar a casi todos y para socavar la credibilidad de iniciativas que se disfrazan de bienhechoras y en el fondo sus intereses se encuentran diametralmente opuestos a lo que dicen combatir.

Nuestra presente crítica destaca la necesidad de una evaluación más rigurosa y auténtica de las políticas que combaten la violencia en su totalidad. En lugar de adoptar esta moral posmo-progre, que se basa en principios teóricos muy flojos de papeles y que falla siempre en la práctica, es esencial fomentar una verdadera coherencia entre los valores promovidos y las acciones realizadas. Como dijimos previamente, esta hipocresía en la aplicación de estas políticas ha socavado no sólo su efectividad, sino que ha puesto en tela de juicio la sinceridad de los líderes que las defienden.

Pero no todo está perdido, amigos míos. Fernández ha logrado con su comportamiento incongruente que podamos reconocer lo débiles que son las agendas contemporáneas, las cuales esconden a menudo un gasto desmedido e injustificado, que no siempre se traduce en la resolución efectiva de los problemas reales.

Más allá de este problema de gasto innecesario y de eficiencia desperdiciada, es necesario que construyamos un modelo que tenga como eje el principio de igualdad ante la ley: en la búsqueda de equidad de género se escondió un gran riesgo que fue el de adoptar una visión sectaria que define la violencia únicamente a partir del genital del agresor.

Esta perspectiva decadente nos llevó a una incomprensión total del problema, donde la violencia se nos presentó sólo como algo perceptible cuando es ejercida por un varón, mientras que las víctimas de violencia en general nos evidencian que para la maldad no hay género. Dicho esto, es preciso señalar la necesidad de contar con políticas contra la violencia que se basen en el principio de la igualdad ante la ley, reconociendo y abordando todas, sí, todas las formas de violencia y denigración, sin sesgo de género.

Para ello, la justicia debería aplicarse de manera equitativa, eficaz, seria y con celeridad, puesto que de ella depende garantizar a todas las víctimas el apoyo necesario y que los perpetradores cumplan con su pena, sin importar su género. Se trata de la adopción de una perspectiva integral que no esté más sesgada por esta grieta moral, impuesta por degenerados que en público son santos y en privado criminales. Al fin y al cabo, lo que nosotros, los simples ciudadanos queremos es que se respete la dignidad de igual manera para todos.

Alvaro Medina

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