Por Juan Medina Torres.- La Plaza de Armas, nuestra plaza mayor, ha sido el espacio público más relevante desde que Pedro de Valdivia fundara Santiago el 12 de febrero de 1541. Conserva intacta la superficie que el buen alarife Gamboa le otorgara hace ya casi cinco siglos.
Alrededor de la plaza se ubicaron la casa de Pedro de Valdivia, Francisco de Aguirre, García de Cáceres, Pedro de Miranda, Alonso de Escobar, la Iglesia mayor, el cabildo, la cárcel y el símbolo de la justicia humana, la horca, que el 10 de Agosto de 1541 sirvió para ajusticiar a los culpables de la conspiración en contra de Pedro de Valdivia.
Los hechos que motivaron el primer ajusticiamiento en la plaza pública
Una vez fundada la ciudad de Santiago, algunos conquistadores iniciaron los trabajos que la ciudad demandaba y otros partieron hacia la desembocadura del río Aconcagua, a construir una embarcación para poder comunicarse con el Perú. Al ser atacados por los indígenas, solicitaron ayuda a Santiago y Pedro de Valdivia partió hacia aquella zona, donde hoy se ubica Concón. Aprovechando la ausencia del Gobernador, un grupo de españoles empezó a conspirar en su contra motivados por el deseo de retornar al Perú. Entre ellos se contaban Alonso de Chinchilla, Martín Ortuño, Antonio de Pastrana –procurador del Cabildo–, Bartolomé Márquez, Martín de Solier y Pedro Sancho de Hoz.
El castigo a los conspiradores no se hizo esperar y Valdivia ordenó levantar seis horcas donde fueron ajusticiados Solier, Pastrana, Chinchilla y otros tres cómplices. Sólo se salvó Pedro Sancho de Hoz, quien en 1547 murió decapitado y su cabeza paseada por la Plaza de Armas, pregonándose su delito de traición al servicio del Rey.
Dos siglos y la horca seguía en la plaza
Dos siglos después, el 22 de septiembre de 1758, se produce un motín en la cárcel de Santiago y el Gobernador Manuel de Amat, que luego fue virrey del Perú, logró controlar a los presos. Al día siguiente once cadáveres suspendidos en las horcas de la Plaza de Armas, anunciaban a los habitantes de Santiago que había llegado la hora de la represión a la delincuencia.
Agustín de Jáuregui, quien asumió el cargo de Gobernador el 6 de marzo de 1773, resolvió continuar la obra de Amat en el tema de la justicia y su primer paso fue mandar fijar una horca permanente en medio de la plaza mayor de la ciudad, o sea, la Plaza de Armas, y como el cuchillo era el arma favorita de malhechores, dispuso que al que se le sorprendiese cargándolo, se le aplicasen cien azotes al pie de la horca.
Otra autoridad que hizo de la horca de la Plaza de Armas su signo de justicia, fue el corregidor Luis Manuel de Zañartu e Iriarte, el mismo que durante su administración se hizo famoso por sus procedimientos contra la delincuencia y el uso de los presidiarios, como mano de obra para construir el puente de Calicanto.
Se cuenta que un día, una persona de raza negra huyó desde las faenas del puente y corrió a refugiarse en la iglesia del Carmen de la Alameda, ubicada frente al cerro Santa Lucia. El prófugo le había arrebatado una pistola a uno de sus celadores. El corregidor fue en su búsqueda, entró en el templo y no se amedrentó al ver que el fugitivo le apuntada. Ciego de ira, Zañartu le grita “¡Apunta bien, negro!”. El hombre careció de valor para disparar y se entregó en el acto. El sujeto terminó ahorcado en la Plaza de Armas.
El ahorcamiento de un “brujo”
Otro personaje que surge en tiempos de la construcción del Puente de Calicanto, fue Pascual Liberona, alias “el Brujo”. Proveniente del Callejón de las Hornillas (actual avenida Fermín Vivaceta), famoso refugio de rufianes en la colonia.
La leyenda cuenta que “el Brujo” vivía con ciertas comodidades en las hornillas. También se dice que tenía otra casa refugio junto al cerro Santa Lucia.
Sus inicios delictuales habrían comenzado en el año 1780, más o menos. De día, don Pascual era conocido como hombre de negocios, dedicado a la compra de animales en el sector norte de Santiago, de modales refinados, galante, se distinguía entre sus pobres vecinos. Pero por las noches, Pascual Liberona, “el Brujo”, se convertía en cuatrero, asaltante de comerciantes, caravanas y ganaderos que se movilizaban por el sector cordillerano de Aconcagua. Era un maestro en los disfraces, habilidad que le permitía burlar las persecuciones y su banda tenía una red de informantes y encubridores.
Hacia 1793, comenzó a atacar a grandes comerciantes de la capital lo que indudablemente aumentó su fama delictual y en una ocasión, se apoderó de un cargamento de doblones de oro proveniente de Mendoza para pagos comerciales.
Finalmente, en 1796 su carrera delictual finalizó y fue ejecutado en la horca de la Plaza de Armas. Así culminaba la historia de un bandido galante y caballero. Sin embargo, su muerte no terminó con la delincuencia. Sus aventuras, probablemente influyeron en otros delincuentes famosos como Miguel Neira, convertido a la causa de la independencia y aliado de Manuel Rodríguez.