Por Hugo Cox.- Cuando nos encontramos en pleno proceso de un cambio de época, en que la expresión libre y la hipercomunicación por la red se convierten en control y vigilancia total, podemos entender que esto produce como consecuencia una autentica crisis de la libertad. Bauman nos plantea que asistimos a la conformación de una sociedad líquida, cuyas fronteras son difusas. Así, esta realidad compleja, post moderna o líquida, requiere de un tipo de pensamiento que supere la simplicidad, lo lineal, el determinismo, la separación del conocimiento científico y filosófico que ha caracterizado el racionalismo dominante a partir de los paradigmas cartesianos que han buscado explicar la realidad ordenándola, dominándola, separándola del sujeto pensante.
La globalización es una configuración histórico-social que convive con las formas de vida y trabajo en que la fragmentación y crisis de identidades locales, son realidades sociales, económicas, políticas y culturales que emergen y autodinamizan el mundo o la formación de la sociedad global.
En el caso chileno es interesante observar los grados de conexión en el país. Por ejemplo, según un estudio desarrollado por Google en 2017, encontramos que existen 11,9 millones de teléfonos móviles; el 85,7% de los hogares cuenta con Internet; el 81% de los habitantes tiene un teléfono inteligente; y el 84,2% cuenta con acceso a un móvil.
Por otro lado, es importante observar que se equiparán los accesos entre móviles y computadores tradicionales: el 34% de la gente compra online, el 82% busca información, el 74% tiene una preferencia digital, el 81% del tráfico viene de Google.
Si vemos estas cifras, surgen diversas preguntas: ¿Qué rol jugará la Iglesia Católica en un escenario así?, ¿podrá recuperar su antiguo estatus? El Chile o el mundo del siglo XXI, ¿necesitan esta institución?
Son muchas las interrogantes que hoy no tienen respuesta, pero sí podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que el discurso basado en una moral sexual no tiene cabida en el actual contexto histórico. Por eso es importante visualizar a qué sectores se quiere llegar con el mensaje, en un continente que se declara católico y con grandes márgenes de separación entre la pobreza y la riqueza.
De lo anterior se desprenden dos elementos claros:
- El foro cambió: hoy no es la plaza pública, es el espacio virtual.
- La pregunta que surge: ¿Tiene la Iglesia espacio en esta sociedad líquida e hiperconectada?
La respuesta podemos encontrarla en el Concilio Vaticano II y su bajada, en Medellín y Puebla, para América Latina. Una respuesta que debería hacer sentido, asumiendo que hoy todo es cuestionado y la comunicación horizontal es lo que predomina. En esas instancias además emerge un sentido de pertenencia y de identidad que debe estar conectada con lo local y lo global punto que le da un factor sólido a esta sociedad líquida.
Lo anterior implica, por ejemplo, que se debe operar con el pensamiento complejo que trabaje con y contra lo incierto a la vez y no como fenómenos completamente separados. Ello impide explicar la realidad tal como es, y por tanto, conduce a una falsa conclusión, a una visión que mutila a la propia realidad, que no es vista en forma integradora y compleja y que conduce a acciones deformantes, a una simplificación que impide ver los fenómenos en su globalidad y con todos los elementos que la componen.
Las religiones en general buscan el orden como categoría. Lo complejo contempla el orden, pero también el desorden, las crisis, desde donde nacen oportunidades nuevas que permiten cambiar la realidad constantemente. En esta era global, incierta y también donde “todo lo sólido se evapora en el aire” (Bauman), es indispensable revelar la naturaleza compleja de los fenómenos. La ética de la complejidad asume que los seres humanos somos solo una parte de un sistema más general con el cual debemos actuar en armonía y, por ende, busca realizar los valores de la libertad, la democracia y la igualdad en este otro escenario, lo que requiere de una lógica integrativa cosmopolita, universal, que integre los saberes, la relación entre el objeto y la cambiante subjetividad de las personas.
Si la iglesia no da ese paso tiene pocas posibilidades de aumentar sus bases de sustentación y con esto también aumentar los procesos de secularización. Con esto pierde poder político, intelectual y cultural. Las bases intelectuales las tiene, pero su discurso debe transformarlo para hacer sentido político a las personas.