Por Roberto Fernández.- La inmensa mayoría de las personas rechaza y condena la violencia, tanto la ejercida por unos individuos contra otros, como la que se manifiesta en forma extrema socialmente. La razón principal parece evidente: nadie quiere ser objeto ni de una ni de la otra. Ahora bien, más allá del miedo a enfrentar situaciones inesperadas y la expresión de buenas intenciones, la violencia ha sido nuestra fiel compañera desde los inicios de la civilización humana.
El debate sobre su legitimidad es muy antiguo. El derecho a la rebelión ante la tiranía y los abusos lo consagran explícitamente Platón, Tomas de Aquino y la Revolución Francesa. La Declaración de los Derechos Humanos de Naciones Unidas lo hace de manera más implícita.
Esto debería llevarnos, sobre todo en estos momentos conflictivos y complejos, más que a expresiones de “buenismo”, a reflexionar sobre las causas de la violencia y no a exigir condenarla de manera abstracta, descontextualizada, absoluta y con claro sesgo político.
En el plano individual, la violencia puede ser la reacción más adecuada y justificada ante una situación en la que se pone en juego la vida de una persona o un miembro de su familia. Seguramente cualquiera dispararía, si pudiera hacerlo, contra alguien que amenazara la vida de un hijo o una hija.
En el plano social, los poderes establecidos han considerado siempre las críticas y cuestionamientos a sus decisiones, que se expresan en movilizaciones en las calles, como actos ilegítimos, ilegales y/o violentos. Nunca un grupo en el poder lo ha cedido generosa y voluntariamente. Evidentemente, no me refiero a la alternancia en el poder político, vía elecciones, en los países democráticos, sino a los que concentran el poder económico y ejercen dominio ideológico y cultural, imponiendo un modelo de funcionamiento al conjunto de la sociedad.
En el caso de Chile, no es muy difícil demostrar que el estallido de violencia social de octubre del año pasado y la situación actual no es producto de una alineación particular de los astros en el firmamento, ni de la casualidad o la acción de espíritus malignos que buscan hacernos daño. En lo esencial, todo se explica por la increíble e inaceptable concentración de la riqueza, las enormes desigualdades, las injusticias y los abusos. Atribuirlo a otras causas es simplemente ceguera, en el mejor de los casos, o manipulación política en otros.
Como decíamos anteriormente, en todas partes la protesta social y el cuestionamiento a los gobiernos y poderes establecidos, son considerados por estos como actos delincuenciales.
Siempre se la presenta como alteración del orden público, sobre todo cuando deriva en enfrentamientos con las fuerzas policiales. Chile no es la excepción. Sin negar la condenable utilización y aprovechamiento de las movilizaciones por parte del hampa, y las acciones absurdas de grupos muy minoritarios, como quemar buses del transporte público, las manifestaciones han sido masivas y pacíficas en la generalidad de los casos, con episodios ocasionales de violencia, muy circunscritos espacialmente, muchas veces provocados por la acción de Carabineros y considerados legítimos por la mayoría de las personas.
Lo paradojal en este país es que los que critican políticamente la “violencia” y pretenden sacar al pizarrón a sus adversarios políticos para que la condenen, son los mismos que no tuvieron ningún problema para dar un golpe de estado, quemar el Palacio Presidencial, instaurar una dictadura y detener, asesinar y torturar a miles de compatriotas.
Para este gobierno y la derecha que lo apoya, en el fondo, la única manifestación y protesta legítima y aceptable es la que no se hace.