Cómo Europa escribió el guion de la historia del mundo… y borró a quien lo había inventado
Por Manuel González V.- Nos enseñaron que venimos de Grecia, que pensamos como europeos, que progresamos gracias a su luz. Nos contaron que América empezó a existir en 1492, que la filosofía nació en Atenas y que la historia sólo vale si pasa por Londres, París o Berlín. Pero no era verdad. Nunca lo fue.
La historia oficial no fue un espejo: fue una amputación.
Europa no fue el centro del mundo. Fue una periferia mal adaptada que, durante siglos, miró con envidia a las civilizaciones que realmente sostenían el comercio, la ciencia, la cultura y la vida: China, India, Egipto, Mesopotamia, las culturas amerindias, los bantúes.
Europa no inventó el mundo. Lo saqueó. Y luego escribió los libros.
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El Mediterráneo no era el centro. Era un charco pequeño, insignificante, frente al océano del comercio real: el Pacífico. Los mapas escolares nos enseñaron a dibujar a Europa en el medio, agrandada, arrogante, como si de allí hubiera brotado todo. Pero antes de que los europeos aprendieran a leer y a fundir acero, los chinos ya imprimían libros, construían puentes, navegaban océanos.
El Renacimiento que tanto celebramos no fue un milagro creativo. Fue una copia. Una transferencia furtiva de saberes árabes, chinos y africanos que Europa absorbió sin dar crédito. Leonardo da Vinci no inventó sus máquinas: replicó libros chinos que llegaron a Florencia. La imprenta, el papel moneda, la pólvora, los sistemas agrícolas modernos… todo existía mucho antes de que Europa soñara con dominar algo más que sus propios pantanos.
No somos hijos de Europa. Somos nietos de civilizaciones que Europa apenas alcanzó a copiar.
La modernidad no empezó con la Ilustración, ni con la Revolución Industrial. Empezó con el saqueo. Con la invasión de América. Con la destrucción de mundos enteros bajo el pretexto de traer “civilización”. La verdadera modernidad se fundó sobre el exterminio, el trabajo forzado y el robo de tierras, de saberes, de cuerpos.
Nos enseñaron a hablar de “descubrimiento”, como si América hubiera estado escondida, esperando ser encontrada. Nos dijeron que la historia es una línea recta que va del Este al Oeste, de la barbarie a la razón, del mito al progreso. Nos domesticaron para repetir esas tonterías como si fueran certezas.
La Edad Antigua, la Edad Media, la Edad Moderna… ¿Quién decidió esas etapas? ¿Desde qué arrogancia se nombró así la historia? Esas categorías no explican el mundo: lo reducen. Son la gramática de un romanticismo europeo que convirtió su marginalidad en mito.
La verdad es más incómoda: mientras Europa balbuceaba, China producía más acero que Inglaterra y Estados Unidos juntos. Mientras los castillos feudales se caían a pedazos, Bagdad tenía bibliotecas que harían sonrojar a cualquier universidad moderna. Mientras Europa olía a letrina, Córdoba brillaba con luces públicas y hospitales abiertos.
¿Y América?… América no era un vacío esperando a ser llenado. Era un continente vivo, diverso, plagado de culturas, de ciencias, de astronomías, de filosofías que no caben en los manuales escolares. Los mayas tenían observatorios cuando en Europa todavía creían que la Tierra era plana.
Pero contar eso no convenía. Así que Europa inventó otra historia. Una donde ellos eran los protagonistas eternos, los padres fundadores, los civilizadores universales. Una mentira que repetimos hasta olvidarla.
Europa venció militarmente, pero fracasó moralmente. Ganó guerras, pero perdió la memoria.
Hoy seguimos repitiendo sus relatos como loros bien entrenados. Seguimos creyendo que ser modernos es parecerse a París. Que ser exitosos es consumir como Londres. Que ser civilizados es pensar como Berlín.
El eurocentrismo no es solo una mentira académica: es una amputación espiritual. Nos arrancaron la memoria y, con ella, la posibilidad de pensarnos de otro modo. Nos domesticaron para creer que la historia empieza donde ellos llegan y termina donde ellos deciden.
¿Quién estudió la historia mundial con otro esquema? Nadie. Ni en Berlín, ni en Delhi, ni en Quito. Seguimos esclavizados a un calendario ajeno, a unas edades inventadas, a un centro falso.
Pero tal vez sea hora de romper el espejo.
Tal vez sea hora de recordar que antes de Europa hubo otras luces. Otras civilizaciones que no necesitaron conquistar para construir. Que no midieron su grandeza por la sangre derramada ni por los libros quemados.
La historia no necesita vencedores. Necesita administradores lúcidos.
Tal vez el futuro no sea escribir nuevos imperios. Tal vez sea recuperar las memorias robadas, las voces calladas, las raíces enterradas. Porque quien no recuerda de dónde viene, no sólo pierde su historia: pierde su alma.
Y nosotros ya perdimos demasiado.
Este texto es un eco modesto de la lucidez de Enrique Dussel, quien nos enseñó que, para ser libres, primero debemos recordar quiénes fuimos.
Manuel Fernando González Villamil es Magíster en Ciencias Políticas y Pensamiento Contemporáneo (Universidad Mayor de Chile) y candidato a Doctor en Ciencias Políticas y Administración Pública (Universidad de Murcia, España).