Por Gonzalo Martner.- Es notable el miedo que muestra el mundo conservador chileno, que va más allá de la derecha, ante la idea de una asamblea constituyente como unos de los mecanismos indispensables para resolver la crisis de legitimidad de las instituciones. Hay quienes todavía no asumen que el país se encuentra en un estado de rebelión social frente a las instituciones y poderes existentes y que se debe actuar en consecuencia.
Es difícil de entender ese miedo si se considera que se trata ni más ni menos que del mecanismo civilizado por esencia cuando entra en crisis un determinado orden institucional para, democráticamente y respetando los derechos de todos, reconstruir un nuevo orden político legítimo. ¿O será que simplemente los conservadores entienden que el régimen político actual debe ser mantenido a toda costa porque preserva lo que para ellos es esencial, es decir, el derecho a veto de la minoría económicamente dominante sobre la voluntad mayoritaria de los ciudadanos? Está detrás el sustrato histórico autoritario del orden político chileno: las constituciones de 1833, 1925 y 1980 nacieron de mecanismos no democráticos que reflejaron en buena medida el poder de las clases propietarias en el país.
Si lo que se quiere es concordar nuevas reglas del juego respetadas por todos, o por la inmensa mayoría, como alternativa a la violencia como método de resolución de los conflictos de interés en la sociedad, el Congreso actual debe actuar, y rápido. Es urgente reformar la constitución para, mediante plebiscito, habilitar el mecanismo de una asamblea constituyente. Es allí donde, por ejemplo, la propuesta de Andrés Allamand de establecer un régimen semi-presidencial, debe ser discutido. Si se discute en el actual Congreso, con el derecho a veto de la derecha, la legitimidad de un eventual nuevo orden democrático partirá herida de muerte. La rebelión social estará siempre a la vuelta de la esquina frente a un orden político que carece de la legitimidad necesaria y que la mayoría entiende consagra o protege las desigualdades injustas y el dominio del privilegio por sobre los derechos de las personas comunes y corrientes carentes de poder económico y político.
Un nuevo pacto de la sociedad consigo misma debiera construirse alrededor de la idea que el nuevo orden constitucional traduzca con precisión lo que ya quedó establecido en 1989 en el artículo 5º en cuanto a la prevalencia de los derechos fundamentales definidos por los tratados suscritos por Chile (en particular la Declaración Universal de Derechos Humanos y los Pactos de Derechos Económicos, Sociales y Culturales y los Ambientales y su protección). Sobre esto, en principio, no debiera haber mayor controversia, salvo que la derecha no quiera reconocer derechos que ya están reconocidos indirectamente en el orden constitucional actual.
La nueva Constitución debiera definir que la soberanía reside en el pueblo, y que se delega en sus órganos de presentación a través de procedimientos democráticos que garantizan el principio de mayoría y de respeto de las minorías y de los derechos fundamentales. Debe fijar las funciones y atribuciones del Presidente, del gobierno, del Parlamento y de los órganos de Justicia y de control jurisdiccional de los actos administrativos y de control constitucional, así como establecer el pacto territorial que vincula al Estado-nación con los territorios comunales y regionales y sus respectivas autonomías y el reconocimiento de los derechos propios de los pueblos originarios.
En suma, una nueva constitución debiera ser sustantiva en materia de derechos fundamentales y en la definición de la organización de los poderes públicos y el modo en que asegura el ejercicio de los derechos. Y debiera ser procedimental, dejando a la ley sin quórum supramayoritarios, la definición de las políticas económicas, sociales, ambientales y culturales, que deben quedar en el dominio del libre juego plural y democrático mediante elecciones periódicas de autoridades y referéndums de consulta ciudadana en determinados ámbitos (un detalle de algunos de estos aspectos se puede consultar aquí).
Los escollos a evitar son, en primer lugar, la pretensión -que la derecha debe definitivamente abandonar si quiere ser parte de la legitimidad democrática- de mantener un poder de veto de las minorías sobre las políticas más allá de los derechos fundamentales. En segundo lugar, se debe evitar la idea de que la Constitución sea la llamada a fijar las orientaciones o los mecanismos específicos de esas políticas. La función de la nueva Constitución deberá ser fijar reglas del juego mayoritariamente concordadas, mientras la función de los gobiernos nacionales, regionales y locales deberá ser gobernar de acuerdo a las orientaciones de política que periódicamente le señalen los ciudadanos en sus respectivos ámbitos de acción.
Gonzalo Martner es Doctor en Economía en Université de Nanterre Paris X.