Por Roberto Fernández.- Las noticias más recientes sobre la evolución de la pandemia en el mundo no son muy alentadoras. Ésta sigue expandiéndose con fuerza y solo cambian los focos de multiplicación de los contagios. Los rebrotes aparecen por todas partes. La OMS prevé que el virus no desaparecerá y organismos internacionales estiman que los efectos económicos podrían ser peores en 2021. Las tasas de caída del crecimiento económico de este año en EEUU, Alemania, Francia y muchos otros países serán inéditas. No es difícil imaginar un aumento de la cesantía y de la pobreza a nivel global, con consecuencias sociales y políticas impredecibles.
En este contexto, los llamados de las autoridades a volver a una “nueva normalidad” aparecen como voluntaristas y sospechosos, porque parecen dirigidos a privilegiar intereses privados más que a proteger la salud y la vida de las personas. Es, sin duda, el discurso ideológico de los privilegiados para conservar sus privilegios.
Lo más probable es que la “nueva normalidad” será, más bien, una “anormalidad cotidiana” y por mucho tiempo. Por ello, es preciso hacer ahora una pregunta trascendental: ¿queremos, realmente, volver al mundo anterior a la llegada del coronavirus? Antes de intentar una respuesta, es bueno reconocer los avances esenciales que hemos logrado como humanidad.
Hasta hace relativamente poco tiempo, la realidad cotidiana de las personas, durante muchos siglos, fue la guerra, la hambruna y la peste. Hoy, los conflictos bélicos y sus efectos son limitados y están bajo cierto control; muere más gente por enfermedades vinculadas a la obesidad que por falta de alimentos y las pestes han sido, en su mayoría, controladas. Pero, evidentemente, no estamos viviendo en el paraíso. Hay miles de millones de personas que todavía subsisten en condiciones moralmente inaceptables. Al mismo tiempo, el desarrollo científico y tecnológico es enorme y en el campo de la medicina, las comunicaciones, la informática, la robótica, la inteligencia artificial, la bio-genética, los avances son extraordinarios. Objetivamente, nunca antes la humanidad tuvo la oportunidad de gozar de una calidad de vida material como la actual. Sin embargo, la distribución de sus beneficios está muy lejos de ser equitativa y la concentración de la riqueza y del bienestar han llegado a límites intolerables.
Hay un aspecto de la pandemia que podríamos considerar como positivo: nos ha revelado varias consecuencias que estaban ocultas en los subterráneos de nuestro cacareado modelo de desarrollo socio-económico: desigualdad, pobreza, abusos, injusticia, violencia, manipulación de la información, entre otras. Sin embargo, hay otro aspecto esencial para la convivencia humana que debemos poner sobre la mesa en esta coyuntura: el sentido mismo de nuestra existencia, interpelada hoy al preguntarnos si nos hace más plenos y felices tener como objetivo ganar todo el dinero posible y a cualquier costo, consumir obsesiva e irreflexivamente todo lo que se nos ofrezca y encerrarnos en nuestra individualidad, desconfiando y compitiendo, rechazando la colaboración y lo colectivo.
Probablemente, la mayoría de las personas, en todo el mundo, no quieran volver a vivir bajo el modelo de sociedad anterior a la pandemia. Existen indicios alentadores en este sentido. Todos nosotros, literalmente obligados a permanecer encerrados, hemos experimentado la necesidad de recibir y expresar afecto hacia nuestros seres queridos y, simplemente, nos hemos reconocido como seres humanos en los otros. Desde esa experiencia, es posible soñar un mundo futuro, a construir entre todos, basado en la solidaridad y no en la competencia. Tal vez, es el momento en que, como humanidad, reflexionemos seriamente sobre ese mundo que queremos construir. De la pandemia ha surgido esta oportunidad y yo, al menos, no quiero volver a la normalidad anterior a ella. Y espero que usted tampoco…