Por A. Medina J.- La Iglesia Católica Romana está experimentando un cambio profundo, y el epicentro de ese cambio es Chile. Es un cambio esencial, orientado a una nueva forma de gobierno en la estructura eclesiástica, en la que se han derrumbado muchos dogmas y se levanta con fuerza el poder de los laicos que ya no quieren mirar desde fuera.
Pese a que escándalos por abusos sexuales ya habían estallado desde la década de los 80, y con fuerza a fines de los 90 (Boston, Marcial Maciel, la iglesia irlandesa, por nombrar algunos casos) fue la actitud de las víctimas y los fieles chilenos la que ha llegado a poner en jaque el poder de las curias nacionales y la del Vaticano.
La chispa la encendieron en 2015 los fieles de la sureña ciudad de Osorno cuando comenzaron las protestas contra el nombramiento del obispo Juan Barros como prelado de la ciudad, rodeado por las acusaciones de haber sido testigo y encubridor de los abusos del sacerdote Fernando Karadima. En octubre de ese año, el Papa Francisco fue sorprendido declarando que los fieles sufrían “por tontos” y “zurdos” al protestar contra Barros. Fue como echar bencina a una llama.
Las protestas no mermaron en Osorno, e incluso en estos tres años que Barros estuvo nominalmente al frente de la diócesis, hubo parroquias en las que fue literalmente declarado persona non grata, impidiendo su ingreso.
Paralelamente se desarrollaba la acción de los laicos víctimas de Karadima, quienes a través de la Fundación para la Confianza mantuvieron una ofensiva comunicacional constante contra el arzobispado de Santiago y la Conferencia Episcopal por no haber escuchado sus denuncias contra el sacerdote y su red de apoyo.
Todo se mantenía en un incómodo status quo (pero status quo al fin), hasta enero de este año, cuando el Papa Francisco realizó una gira por Chile. No solo porque los fieles de Osorno seguían la visita del pontífice con pancartas pidiendo la destitución de Barros, sino también por la pertinaz presencia del prelado en la comitiva de obispos que acompañaba a Francisco, flanqueado por el obispo de San Bernardo, Juan Ignacio González.
Antes de su última misa en Chile, los periodistas lograron alcanzar al Papa y cuestionarlo por la compañía de Barros: “Son calumnias”, respondió airado el obispo de Roma, afirmando que no había pruebas contra él. La aseveración no solo desconoció 3 años de protestas, sino también las evidencias contundentes presentadas por las víctimas de Karadima a todas las instancias eclesiásticas en Chile e incluso en cartas enviadas al mismo Papa, amén de la justicia civil que había investigado el caso y acreditado los abusos, pese a la prescripción.
Rompiendo los sellos
Cuando el Papa Francisco se dio cuenta del error, comenzó la apertura de una serie de puertas que ya no se pueden cerrar. El primer sello lo rompió el pontífice en el avión en que dejó Chile, al admitir que se equivocó, culpando de ello al hecho de haber recibido información errónea de parte de la iglesia en Chile. Ese hecho significó bajar la figura Papal a nivel humano, eliminando cualquier indicio de “infalibilidad”. La conclusión, el sucesor de Pedro se equivoca.
El segundo sello lo rompió en mayo, cuando invitó y recibió en su residencia en Roma a tres víctimas laicas de Karadima (Juan Carlos Cruz, James Hamilton y José Andrés Murillo). Los denunciantes salieron del encuentro fortalecidos y empoderados, y anunciaron no solo el perdón del Papa en persona, sino que fueron portavoces de cambios profundos en la Iglesia, prometidos por Bergoglio en persona, dando cuenta de que no se quedarían tranquilos. Y no lo hicieron cuando el Papa reprendió al conjunto de obispos chilenos a los que convocó unas semanas más tarde, y no lo hicieron cuando los prelados pusieron sus cargos a disposición del Papa en una suerte de “renuncia” colectiva.
Su actitud fue clara, y declararon al unísono que la única solución sería que el Papa renovara al 100% de la curia chilena, dejando al pontífice en una posición incómoda.
Una iglesia ¿democrática?
En los últimos días, la rebelión de Osorno se prendió de nuevo, con la destitución de Barros (aceptación de su renuncia) y el envío de su misión especial encabezada por el arzobispo de Malta, Charles Scicluna. Ante una visita de “reconciliación”, los fieles se mostraron nuevamente desconfiados: protestaron contra la misión, contra el hecho de quedarse en la oficina parroquial del arzobispado e hicieron una exigencia radical: que los nombramientos de los obispos sean visados por los fieles.
Ante una visita de “reconciliación”, los fieles se mostraron nuevamente desconfiados: protestaron contra la misión, contra el hecho de quedarse en la oficina parroquial del arzobispado e hicieron una exigencia radical: que los nombramientos de los obispos sean visados por los fieles.
La solicitud –que se equipara a la advertencia de las víctimas en torno a que “no se quedarían tranquilos” sino con la salida total de los prelados en Chile- implica una exigencia de participación en las decisiones de la Iglesia inédita en la historia moderna y significa un cambio que no tiene retorno.
La Iglesia Católica se aproxima a una reforma que deberá incluir la exigencia de más poder y participación para los laicos. Ni el Papa (y menos los obispos) podrán escudarse en antiguas reglas y costumbres secretas. Los laicos quieren votar, saber quiénes están al frente de sus diócesis y tener la potestad de analizarlos e, incluso, de rechazarlos, si no los consideran idóneos.
Una desconfianza tal en los pastores preconiza cambios que pueden ser mayores. ¿Puede un fiel confesar sus pecados a alguien a quien no considera digno de escucharlos? ¿Puede recibir la hostia (y sentirse santificado) si no confía en la sotana que tiene al frente?
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