Por Fernando de la Cuadra[1].- Casi nadie puede desconocer actualmente el fuerte impacto que tiene la pandemia sobre aquellos sectores más vulnerables de la población. Confinamiento de la población, disminución del consumo, cierre de miles de pequeñas empresas, locales de esparcimiento, restaurant, peluquerías y salones de belleza, gimnasios, comercio local y un largo etcétera. Ello ha tenido consecuencias directas sobre las actividades de servicios, emprendimiento familiar y el empleo.
Según el último informe de Oxfam, la tragedia pandémica desató la peor crisis de empleos en más de 90 años, con centenares de millones de personas desempleadas. Y como casi siempre, la presente crisis ha afectado con mayor intensidad a las mujeres y a las profesiones precarias de baja remuneración. Este fenómeno de fragilización y precarización del trabajo viene a profundizar las tendencias ya existentes en el ámbito laboral, con la agudización del desempleo estructural (causada por los procesos de robotización, automatización, digitalización, etc.), la flexibilización y la disminución de los salarios, la pérdida de beneficios sindicales y la expoliación de los sistemas previsionales.
Los efectos de ello han sido expuestos por la misma Oxfam en sendos informes sobre el aumento de la desigualdad en la distribución de la renta mundial y la consecuente concentración del poder que de ello se deriva. En uno de dichos estudios, ya nos advertía en 2017, que ocho personas o familias multimillonarias poseían la misma riqueza que la mitad más pobre de la humanidad.[2]
Frente a este escenario trágico, la renta básica universal (o renta mínima garantizada o ingreso ciudadano), surge como una respuesta viable para resolver los problemas que no solamente giran en torno al ajuste de las economías y los procesos productivos en función del desempleo estructural. También -y lo que es mucho más trascendental-, en este periodo nefasto de pandemia dicha renta transferida por el Estado va a ayudar a que miles de familias puedan acceder a un ingreso mínimo que les permita adquirir una canasta básica de alimentos y otros bienes esenciales que garanticen su supervivencia.
Puede parecer exagerado hablar de sobrevivencia, pero en rigor muchas familias se han quedado sin ningún tipo de renta para enfrentar la lucha cotidiana por un plato de comida. Ello se ve claramente reflejado en el hecho de que en las más diversas partes del planeta han surgido ollas comunes, comedores populares, huertos urbanos y otras iniciativas de este tipo, que se orientan a suplir las carencias alimentarias de miles de personas que han perdido su trabajo o su fuente regular de ingresos.
Algunos gobiernos en la actual coyuntura han creado diversos instrumentos para salir en ayuda de sus ciudadanos -por ejemplo, canastas básicas, auxilio de emergencia, bonos productivos, préstamos con bajos intereses, subsidios- pero la entrega de una renta básica se podría transformar en una política de protección social de mayor alcance con la finalidad de enfrentar de una manera mucho más efectiva y permanente las situaciones de desigualdad de nuestras sociedades.
Dichas condiciones de desigualdad se han profundizado en estas últimas cuatro décadas como lo han constatado diversos estudios, como los emprendidos por dos Premio Nobel de Economía, el economista bengalí Amartya Sen (Sobre la desigualdad económica y Nuevo examen de la desigualdad) y el estadounidense Joseph Stiglitz (El precio de la desigualdad). Ello también se puede aprecia en el acucioso trabajo del economista francés Thomas Piketti, autor de los influyentes libros El capital en el siglo XXI y La economía de las desigualdades. En estas investigaciones se concluye –grosso modo– que las desigualdades existentes en el actual régimen de acumulación se encuentran estimuladas por el declinio o el desmonte directo de las redes de protección social y del conjunto de mecanismos de seguridad social desplegados desde la segunda post-guerra por el Estado de Bienestar Social (Welfare State). Ahora las poblaciones deben experimentar en carne propia la primacía otorgada al mercado en la asignación de los recursos y en la solución de la problemática social.
Por lo mismo, surge todavía con mayor fuerza y pertinencia la propuesta de establecer una renta básica para todas aquellas personas (y sus familias) que se han visto marginadas de la estructura productiva y de alternativas viables de desarrollo y que penan diariamente para poder mantener sus condiciones mínimas de existencia. Estos programas de renta ciudadana se pueden tornar una vía directa de distribución de los ingresos de un país, protegiendo a quienes por diversas circunstancias (invalidez, enfermedad, vejez o desempleo) no pueden tener acceso a un ingreso regular que les permita llevar adelante sus proyectos de vida.
Tal como señala uno de sus principales impulsores, Philippe van Parijs, la renta básica universal es una transferencia que realiza el Estado a los ciudadanos de manera individual, independientemente de sus medios sin esperar ningún tipo de trabajo a cambio. Para este economista y filósofo belga la idea de la renta básica es muy simple: “Conferir incondicionalmente a cada persona, rica o pobre, activa o inactiva, sea cual sea la forma de convivencia por ella escogida, una renta modesta completamente compatible con cualquier otra renta: salarios, intereses del ahorro, subsidios condicionados. Una justificación adecuada requiere el llamamiento a una concepción de la justicia anclada en la aspiración de dotar a cada cual, no sólo de la posibilidad de consumir, sino también de escoger su forma de vida”.[3] Es universal porque está destinada a todos y todas las habitantes de un país, y es incondicional, pues se les proporciona a las personas sin ninguna condicionante como contraparte, bastando solamente ser un ciudadano o ciudadana. Se sustenta en una visión vehemente de la justicia social y de la libertad de los individuos, en la medida en que la pobreza y el desempleo representan limitaciones o coerciones a dicha libertad.[4]
Fuera de este enfoque más estructural con relación a la pertinencia de otorgar una renta garantizada para la ciudadanía, en la actual coyuntura de crisis sanitaria y humanitaria provocada por la diseminación exponencial del COVID-19, la temática de un ingreso básico ciudadano -que garantice condiciones elementales de vida de la población frente a la expansión del desempleo, el crecimiento de la pobreza y las desigualdades sociales-, emerge como una cuestión de gran relevancia para los gobiernos y la sociedad en general. Es evidente que el proceso de pauperización que afecta a millones de personas en el globo y la posibilidad de acceder a un ingreso que permita superar la línea de la pobreza no solo representa una especie de imperativo moral categórico, sino también tiene un impacto directo sobre el poder de compra de los habitantes, aumentando la demanda agregada y por esa vía provocar efectos positivos sobre la industria y la economía de los países.
Este fenómeno sale al encuentro de quienes argumentan que una política de renta básica ciudadana no tiene posibilidades de ser sustentada por ninguna nación, en función del enorme déficit fiscal que acarrearía para cualquier Estado que no posea una estructura tributaria y reservas de capital suficientes para arcar con los exorbitantes gastos derivados de tal opción de política. Por el contrario, insistimos que el impacto positivo del gasto social sobre las economías ha podido ser demostrado por innumerables estudios que destacan la cadena virtuosa de dicha política, desde los tiempos en los economistas británicos John M. Keynes y William Beveridge publicaron sus documentadas investigaciones sobre esta temática.
Pero no solo eso, la instalación de una política de renta mínima representa una oportunidad para que los líderes mundiales y el conjunto de la sociedad ponga en práctica una noción fuerte de solidaridad y cooperación con aquellos que por la fuerza del destino se encuentran viviendo en condiciones de escasez y precariedad, sea como producto de las transformaciones acaecidas en el ámbito científico tecnológico, económico, social y cultural sea como resultado de coyunturas adversas y críticas. En este caso, la situación de incertidumbre y vulnerabilidad se ha visto profundizada en el marco de la actual pandemia de coronavirus.
El recién asumido presidente de Estados Unidos, Joe Biden, ha enviado para su aprobación al Congreso una propuesta de destinar 1,9 billones de dólares para ir en ayuda de la población más afectada por la pandemia y también de apoyo a las pequeñas y medianas empresas, entre un conjunto de acciones. El paquete de gobierno incluye la entrega de pagos directos de 2 mil dólares para quienes más lo necesiten, incluso para personas casadas con residentes indocumentados. Cupones de comida, ayuda para el pago de hipotecas, beneficios para los desempleados y aumento del salario mínimo, son otras de las medidas a ser adoptadas con el fin de estimular el consumo y mejorar la vida de los estadunidenses.
A partir de lo expuesto, pensamos que quizás, como nunca antes, sea la hora de comenzar a discutir el papel de debiera tener una política de renta básica ciudadana dentro de las agendas de los diversos gobiernos, para que el mundo se levante de esta descomunal catástrofe sanitaria y social con un rostro más fraterno y justo, en que nadie tenga la desdicha de poseer un nivel de vida por debajo de lo que es humanamente digno y soportable.
[1] Doctor en Ciencias Sociales. Editor del Blog Socialismo y Democracia.
[2] Ver al respecto el Informe Oxfam de 2017, titulado sugerentemente Una economía para el 99%.
[3] Consultar sobre el particular, la entrevista realizada por Benedetta Giovanola y publicada en el sitio Sin permiso bajo el título de “Renta Básica y Derechos Humanos”.
[4] Ver al respecto el libro de Amartya Sen, Desarrollo y libertad.
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