Por Gloria Jiménez Moya.- Durante este último año, la desigualdad estructural entre hombres y mujeres se hizo de nuevo patente en el contexto socio-político de la pandemia. Ellas sufrían más las consecuencias que ellos, al igual que siempre ha sucedido en otros contextos históricos igualmente complejos. Sin embargo, esta vez -fruto en gran parte de la cuarta ola feminista- hubo una clara conciencia de este desequilibro. Decenas de estudios y de testimonios alrededor del mundo se hicieron eco de esta situación desigual. Esto muestra que, por un lado, los avances feministas se ven amenazados constantemente y, por otro, que hoy sabemos reconocer estas amenazas más rápido y mejor que antes. El feminismo nos ha entrenado para ello, para percibir y evaluar la realidad a través de un filtro que casi sin esfuerzo visibiliza y expone aquello que es injusto.
Por ello, no hay duda de que la historia reciente de las mujeres está plagada de grandes logros. Grandes éxitos que han sido posibles porque algunas -o muchas-miraron a través de ese cristal feminista que detecta las situaciones que tienen que cambiar porque vulneran a la mujer. Hoy ellas tienen más libertad para decidir, más ejemplos de mujeres contra-estereotípicas que se salieron del molde, más comprensión por parte de la sociedad (algunos sectores al menos), más apoyo en sus demandas. Aún queda un largo camino hacia la igualdad, pero lo cierto es que el feminismo hoy se ha impuesto incluso a los cánones femeninos más tradicionales, como la maternidad obligada, el cuidado obligado, la entrega doméstica obligada. Las mujeres han pasado de la abnegación de hace unas décadas, a la búsqueda consciente de sus anhelos y proyectos, y hoy es más fácil elegir si se quiere ser madre, si se quiere cuidar, si se quiere trabajar en lo doméstico.
Sin embargo, todavía sigue existiendo un gran muro invisible pero muy poderoso, que limita el desarrollo pleno de las mujeres. Esta barrera no es la única, pero quizás sí la más sutil, la más aceptada, y por lo tanto, la más peligrosa. Naomi Wolf ya lo expuso a principios de los 90: el mito de la belleza es la respuesta al feminismo de un sistema que necesita frenar las ambiciones de las mujeres. Cuando ya no hubo abnegación sino anhelos, cuando ya no fue posible el control de las mujeres a través de la maternidad, del cuidado ni de lo doméstico, la belleza obligada se convirtió en uno de los últimos refugios del patriarcado. Las mujeres deben ser bellas, los hombres deben poseer mujeres bellas. Este mandato sigue triunfando e imponiéndose en la actualidad, ya que las mujeres deben responder a un ideal de belleza. Ideal que no es casual, sino que fue fabricado a partir del interés de una minoría con poder.
Las mujeres deben ser bellas, quieren ser bellas. Desde que nacen, adornamos y pintamos sus cuerpos con el único objetivo de que sean bonitos. Las mujeres temen envejecer, temen no tener una buena figura, temen a las canas, temen a la celulitis, temen a las imperfecciones de la piel… Temen, paradójicamente, a los procesos naturales de sus cuerpos. Temen lo inevitable, lo que debería ser aceptado como un signo de riqueza, ya que al envejecer y cambiar, el ser humano se vuelve también más sabio, con más experiencias a cuestas. Para ser bellas, para intentar evitar lo inevitable, invierten numerosos recursos. Invierten dinero, invierten esfuerzo, invierten afectos, invierten pensamientos, invierten tiempo. El ideal de belleza aún controla a las mujeres. Y las limita. Las tiene ocupadas en ser bonitas.
Es cierto que el ideal de belleza también empieza a imponerse a los hombres. Sin embargo, hoy la belleza forma parte del estereotipo femenino. Es una exigencia para ellas, no para ellos. Además, mientras que la búsqueda de la belleza se asocia a diversión en el caso de los hombres, en las mujeres se asocia al sacrificio. Hay que sufrir para ser bella. Esta conceptualización hace que la imposición de la belleza sea mucho más perniciosa para ellas.
Mientras que las mujeres sigan presas y presionadas por este ideal de belleza, este muro invisible frenará al feminismo. No se trata de renunciar a sentirse bien con una misma, sino de dejar de sufrir por no cumplir un ideal inalcanzable e impuesto. No se trata de imponer a los hombres el mismo canon inconquistable, sino de no valorar a las personas en función de esta belleza fabricada por unos pocos.
Lo personal es político nos enseñó el feminismo, y quizás ahora el aprendizaje está en comprender que lo político también es personal, en aplicarse a una misma lo que ya sabemos, que el ideal de belleza nos limita y nos aleja de lo verdaderamente importante. Que la belleza obligada es una trampa para el feminismo.
Gloria Jiménez Moya es Doctora en Psicología por la Universidad de Granada, España e investigadora asociada de la línea Interacciones Grupales e Individuales del Centro de Estudios de Conflicto y Cohesión Social, COES.