
Por Hugo Cox.- El resultado de la elección recién pasada obliga a realizar algunas reflexiones. Pareciera ser que, tras la caída de la dictadura y la muerte de Augusto Pinochet, los fantasmas quedaron dando vueltas.
Hay quienes piensan que la democracia era inevitable en Chile; asombrosamente lo creen muchos actores políticos que no vivieron la dictadura. La democracia no es un don, sino una conquista, y nunca es inevitable. La muerte de Pinochet no representó el fin del pinochetismo; tampoco el inicio automático de la democracia. El pinochetismo era robusto tras su muerte, aunque no lo bastante para imponerse al anti-pinochetismo. De ese empate de impotencias surgió en Chile la democracia.
Pero no surgió de inmediato. Lo que trajo la derrota en el plebiscito de 1988 fue el arranque de una serie de movimientos políticos y sociales que se conocerían como la Transición, y que terminó acarreando el cambio de una dictadura por una democracia. Ese período histórico se ha vuelto políticamente controvertido, no porque nuestros políticos tengan un interés real en la historia, sino porque incluso el político más ignorante sabe que, para controlar el presente y el futuro, primero debe controlar el pasado.
Esta elemental sabiduría orwelliana explica que, desde que a mediados de la década pasada se desintegró —o pareció desintegrarse— el sistema de partidos creado durante la Transición, los nuevos partidos necesitaron imponer una versión del pasado útil para sus intereses, manipulándolo o falsificándolo con el fin de deslegitimar a sus oponentes. El resultado fue el afloramiento en el debate público de un relato dual y contradictorio de la Transición.
Actualmente existen dos visiones:
La verdad es que, como muestran todos los índices de calidad democrática del mundo, la Transición alumbró una democracia real: imperfecta como todas, peor que algunas y mejor que muchas. También alumbró —esto no es una opinión, sino un hecho— los mejores años del Chile moderno. No obstante, fue un período complejo, saturado de claroscuros éticos, equilibrios políticos, tensiones sociales y violencia tanto de derecha como de izquierda.
La crisis política en Chile se instala con fuerza entre 2007 y 2008, con casos como Penta y Soquimich, que revelaron el financiamiento irregular de la actividad política por parte de grandes empresas, atentando contra la probidad y la transparencia.
En 2011 surge un hito: la movilización estudiantil universitaria bajo el lema No al lucro en la educación, que cuestionó el modelo educacional. Más tarde, el caso CAVAL afectó al segundo gobierno de Michelle Bachelet. Estos episodios culminaron con la revuelta social de 2019, una acción que mezcló sectores populares urbanos y actores políticos que vieron en ella la posibilidad de un cambio estructural.
Ese fenómeno dio paso a la Convención Constitucional, donde la Lista del Pueblo obtuvo protagonismo. Sin embargo, la actuación de muchos convencionales no estuvo a la altura de la responsabilidad, transformándose en lo que muchos calificaron como una gran “farra”.
Desde entonces se instaló una confrontación entre la derecha y los sectores de izquierda en el gobierno. La elección reciente no es más que un paso importante para la derecha en su disputa contra la izquierda “woke”.
Este triunfo de la derecha no asegura el inicio de la solución a la gran crisis que arrastra Chile.
En síntesis: hoy más que nunca es necesario apoderarse del pasado para entender el presente y proyectar un Chile mejor.
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