La violencia económica y política del Estado

Por Patricio Zamorano, desde Washington (artículo publicado en Council on Hemispheric Affairs, COHA).- Tuvo que reforzarse el caudal de fotos y videos violentos que llegaban a través de las redes sociales y los medios de comunicación para que, especialmente los no chilenos acostumbrados a la mítica imagen de estabilidad y ejemplaridad de país, pudieran creer la parafernalia de fuego y sangre frente a sus pantallas. El Presidente de Chile Sebastián Piñera ha logrado una proeza imposible de imaginar tras casi 30 años de retorno a la democracia: vincular en las calles al pueblo joven chileno, que no se crió en dictadura, con tropas militares imponiendo el toque de queda, el estado de emergencia y la suspensión de algunas garantías constitucionales. Una forma darwiniana de mantener el continuum fantasmal de la dictadura enclaustrado en la siquis colectiva chilensis.

El saldo hasta ahora pasará a la historia: hasta hoy 23 de octubre, se reconocen oficialmente 16 muertos (5 a manos de militares y policías producto del estado de emergencia creado por Piñera), 226 heridos y 1.692 detenidos, según reporta el Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH)[1]. Se suma al costo humano, más de 70 estaciones de metro dañadas, con 20 incendiadas, además de trenes destruidos. Y destrozos de gran cantidad de infraestructura pública y privada.

Por supuesto, el análisis basado en la sorpresa es para el público extranjero. Los chilenos saben sobre lo que se vino encima este fin de semana pasado. La población del país ha venido sufriendo violencia estatal desde hace décadas. Las imágenes de estos últimos días son las mismas de las dolorosas protestas de los ochenta, cuando el país bullía de pobreza y desesperación producida por la represión política y económica de la dictadura pinochetista. Y son las mismas imágenes de la represión contra los estudiantes secundarios hace 10 años, la llamada Revolución Pingüina, con niñas y niños atacados con perros policiales. Y equivalente a la violencia estatal generada con medidas legales coercitivas similares como la ley antiterrorista, aplicada a los mapuches en el sur de Chile.

La policía chilena de Carabineros siempre ha sido represiva. Tan represiva como el resto de organizaciones institucionales y macro-privadas que convierten a Chile en una gran olla a presión, que lucha por mantener el rostro maquillado frente a la comunidad internacional. Piñera en lo simbólico ha profundizado en este rol represivo del Estado. Lejos de crear una narrativa de conciliación frente al estallido social, ha optado por usar el concepto de “guerra” contra un “enemigo interno”[2], dolorosa metáfora usada profusamente por Pinochet para justificar la violación a los derechos humanos de los chilenos, y dar una base moral a los soldados que ejercieron la represión directamente contra sus compatriotas.

Hay que recordar que pese a los avances de la agenda social desde el fin de la dictadura, Pinochet tuvo éxito en la implantación profunda de privatizaciones neoliberales que rodean la vida diaria de 17 millones de chilenos. Privatizó la educación, y creo una estructura pública sub-financiada que coarta el futuro de millones de niños, condenados a una formación técnico-profesional insuficiente para competir con los hijos de la elite nacional. Privatizó el sistema de salud, nuevamente creando un estado constante de desesperación en la mayoría nacional que, o usa el sistema público, lento, burocrático y de mala calidad, o financia atención privada que fluctúa de acuerdo al nivel salarial. Un sistema totalmente regresivo. Privatizó las pensiones, con un sistema de jubilación que nuevamente ofrece beneficios de acuerdo a los ingresos y la capacidad personal de ahorro.

Trauma social generado desde el modelo económico y político

Todas estas privatizaciones han ido creando un trauma social que se respira cada vez que uno visita Chile. Es un sentimiento de permanente hostigamiento institucional, del mercado, de los medios de comunicación. El alma chilena se ha ido convirtiendo en una expresión de permanente frustración.

El nivel de salarios es paupérrimo. Un estudio de la Fundación Sol demuestra que un 70% de los chilenos gana menos de 700 dólares mensuales, y un 50% gana cerca de 500 dólares, poco más del salario mínimo[3]. La vida de la clase media chilena está plagada de niveles de deuda crónicos, con millones de personas luchando por acceder a una calidad de vida similar a la que proyectan los medios de comunicación y a la que percibe de soslayo en los barrios de más ingresos.

Deuda crónica y depresión generalizada

De los 9 millones de trabajadores chilenos[4], alrededor del 50% está endeudado[5]. Un estudio de junio de 2017, señalaba que un 31% de los deudores tenía una carga financiera mayor al 40% de sus ingresos, y un 22% de los deudores exhibía una carga financiera superior al 50%. Y el 43% de los deudores tiene ingresos mensuales menores a $500 mil pesos, equivalentes a poco menos de 700 dólares según el tipo de cambio actual[6]. Simplemente imposible sobrevivir en paz con estas cifras.

Un estudio de 2014 a nivel internacional colocaba a Chile en segundo lugar en América Latina en deuda per cápita por uso de tarjetas de crédito[7]. Bajo estas condiciones, la posibilidad de ahorro y esparcimiento son nulas.

Esto repercute en la salud mental del país. Chile presenta una de las peores tasas de depresión del mundo, de más de 18 por ciento de la población. Y es un problema que afecta mayoritariamente a los pobres en Chile. La experta Mariane Krause, psicóloga y directora del Instituto Milenio de Depresión y Personalidad (MIDAP), señala que en el desglose de la cifra, los sectores de ingresos altos presentan una tasa del 8%, mientras que la población pobre, los síntomas depresivos llegan al 25%. Es decir, impactantemente, una de cada 4 personas pobres sufre de depresión en Chile[8]. Las razones de la debacle social de estos últimos días no deja lugar a dudas, una cifra de estrés crónico que incluso podría estar sub-representada considerando el bajo acceso a la salud mental en un sistema privatizado.

Transporte: un tema sensible

El tema del pasaje del Metro y transporte público no es solo simbólico y relacionado con los pocos pesos del alza decretada. Basta estudiar las cifras. Al costo actual, un trabajador gasta al día por lo menos entre 3 y 6 dólares en la combinación bus y metro, dependiendo de la distancia entre su hogar y su empleo, y la cantidad de viajes que debe realizar, por trabajo u otras actividades diarias (retiro de hijos de escuelas, trámites burocráticos, emergencias, compras, etc). Es decir, entre 60 y 120 dólares al mes. Un 50% de los trabajadores gana menos de 500 mil pesos, un poco menos de 700 dólares. Es decir, un trabajador podría llegar a destinar hasta un 17% de su salario a transporte. Si ese padre o madre de familia son los únicos que trabajan, y existe un hijo o hijos que necesitan transporte pagado, por ejemplo para ir a la universidad, o hacer trámites, o salir a comer alguna noche posible… La pintura que emerge es de constante presión para millones de familias.

Comparemos con una ciudad como Washington DC. Un trabajador joven de mediana experiencia puede aspirar a un salario de 4 mil dólares por mes. El metro de DC es caro, y en horario punta puede costar unos 10 dólares por dos viajes diarios, o 200 dólares por mes. El costo no llega al 5% de ese salario mensual.

Chile: la misma receta de Ecuador y Argentina

Este sistema de violencia institucional se basa en la impunidad para la elite. Como lo demuestra el profesor Javier Ruiz Tagle de la Universidad Católica, la cifra de saqueo de fondos públicos en un contexto de acusación judicial contra las grandes corporaciones chilenas ha superado los 4 mil millones de dólares en los últimos años[9]. Esto incluye evasión de impuestos, colusión y monopolios ilegales, que involucraron a los grandes grupos empresariales, incluido el del propio Piñera.

La explosión social bajo el gobierno de Piñera no está aislada del contexto internacional. En Ecuador, el gobierno de Lenin Moreno ha neutralizado las políticas sociales de su antecesor, Rafael Correa, y ha decretado una amnistía tributaria al sistema de bancos y a las grandes corporaciones, que no han pagado impuestos por décadas. La cifra del desfalco estatal también llega a más de 4 mil millones de dólares[10]. Lenin Moreno ha traspasado esta deuda del sector privado financiero a la población ecuatoriana, procediendo a eliminar el subsidio a los combustibles. El golpe en la población se hizo sentir inmediatamente hace tan solo unos días, especialmente en la población indígena. Más de 500 heridos, una decena de muertos, y el crudo recuerdo de la inestabilidad que sufrió Ecuador por décadas es el saldo de esta política de ajuste presionada por el Fondo Monetario Internacional. La popularidad de Lenin Moreno ha caído hasta un 20% de aprobación, una de las peores del continente[11].

La misma situación se ha dado en Argentina. Las políticas de ajuste del presidente Macri han desmantelado casi todos los subsidios y programas sociales del gobierno anterior[12]. Eliminó los subsidios al transporte público y a los servicios de agua y electricidad, provocando un alza del 500% en este último[13]. Los saqueos y la desesperación no se hicieron esperar[14]. Solo el mes pasado hubo una enorme manifestación para exigir medidas que eviten el hambre en la población[15]. Detrás de estos ajustes de política fiscal también está el FMI, que sigue exigiendo restringir el gasto social, mientras el sistema bancario obtuvo ganancias por 170 mil millones de dólares en 2018, 120% por sobre las cifras de 2017[16].

¿El resultado de estas políticas sociales? El índice de pobreza en Argentina ya supera el 30%[17]. Un 50% de los niños en Argentina es pobre, y uno de cada siete pasa hambre[18].

La profunda injusticia tributaria de Chile: violencia económica

En Chile, el modelo económico, aún protegido por todos los presidentes y sin cambios de estructura (incluyendo los socialistas Lagos y Bachelet) provoca que la recaudación tributaria tenga también un peso excesivo en las personas y una carga mínima en las empresas. Más del 40% de la recaudación tributaria en Chile proviene del IVA (impuesto a la venta de productos y servicios), es decir, emana de los ciudadanos, no las empresas, una situación regresiva e injusta, que afecta desproporcionadamente a los más pobres. Las personas de ingresos más altos solo representan un 9% de lo recaudado[19]. Las empresas en Chile, además, gozan de grandes ventajas a la hora de declarar impuestos que, en algunos casos, les permite tributar hasta 0%[20]. Las empresas del sector minero, una de las áreas más importantes para el país, han sido también fuertemente beneficiadas. Por ejemplo, según un estudio del economista Eduardo Titelman, entre 2004 y 2009 el Estado dejó de percibir más de 10 mil millones de dólares debido a regalías tributarias a las mineras, privilegios que pocos chilenos poseen[21].

Todo desemboca en inequidad. Según un reporte de 2019 de la CEPAL, el 1% más rico de Chile se queda con un 26% de la riqueza[22]. Y Chile se ubica en el séptimo lugar entre los países más desiguales del planeta, según reportó el Banco Mundial en 2018[23].

Es decir, el sistema se sustenta en una política tributaria regresiva que potencia la inequidad. El sistema está tan enraizado en la cultura socio-política chilena, que cualquier cambio justo a este modelo de violencia económica no tiene una forma institucional para ser concretado. La vía electoral, en ese sentido, ha sido totalmente incapaz de provocar un cambio que beneficie a todo el país. La violencia callejera aparece, entonces, como la única salida, el grito de desesperación frente al estrés crónico de la vida diaria. Y los gobiernos, frente a la carencia de respuestas de fondo, acuden también a medidas extraordinarias como en el caso de Piñera, utilizando el toque de queda, tropas militares, el estado de emergencia o la ley antiterrorista.

Una furia alimentada por 30 años y la receta del cambio

Al igual que en los casos de Argentina y Ecuador, los dos gobernados por presidentes de derecha, Piñera procedió a afectar un área sensible de la población, y aumentar el precio del pasaje del Metro y el transporte público del Transantiago. Solo unos centavos de dólar, pero que demostraron la fortaleza de unas pocas gotas que terminaron de derramar la furia de “30 años” de violencia estatal, como dicen los eslóganes populares en las calles. Piñera y el sector financiero poderosísimo que representa no tienen nada que ver con la solución de fondo de la problemática chilena. Eso implicaría apuñalarse a sí mismos.

La receta es clara: los grupos corporativos (los Angelini, los Luksic, los Piñera y un largo etcétera), deben voluntariamente ceder parte de su poder fáctico y permitir una real reforma tributaria que inunde las arcas del Estado.

La estructura del consumo en Chile está basado en el permanente endeudamiento de la clase media y trabajadora, que no es sustentable y que mantendrá el mercado interno permanente deprimido. Con la ecuación actual, se crea una población extenuada por un sentido constante de precariedad laboral que afecta la productividad, la pasión profesional, la calidad de vida de las familias.

El sistema de privatización de la salud debe ser eliminado inmediatamente y crearse un sistema de seguro universal que cubra todas las necesidades de la población. Es decir, la salud como un derecho humano. No hay que inventar la rueda: lo tiene Canadá, lo tiene Europa, hasta la empobrecida Cuba.

El sistema de pensiones debe ser de también universal, aunque con variantes mixtas, con la opción de cuentas de pensión privadas para quienes puedan recolectar más como justa recompensa a sus ingresos anteriores. Pero el Estado debe garantizar un fondo equitativo y substancial para cada jubilado del país. Todas las ganancias de las operaciones de inversión de esos fondos públicos deben volver a cada ciudadano.

Y la estructura salarial debe reformarse urgentemente. El objetivo es crear condiciones de ingreso y consumo que funden un fuerte mercado interno, pero no basado en endeudamiento crónico. La estructura del consumo en Chile está basado en el permanente endeudamiento de la clase media y trabajadora, que no es sustentable y que mantendrá el mercado interno permanente deprimido. Con la ecuación actual, se crea una población extenuada por un sentido constante de precariedad laboral que afecta la productividad, la pasión profesional, la calidad de vida de las familias. Si los grandes grupos empresariales desean mayor mercado, mayor dinamismo, mayor producción, no se entiende por qué han optado por la represión económica de millones de posibles consumidores. Simplemente, existe conformismo con los niveles de ganancia actual, y aún mayor comodidad con la pasividad que sufren los millones de trabajadores del país.

Libertad económica, solo para la elite

Lo principal es el cambio histórico de la estructura mental de la elite chilena empresarial. Al apoyar y financiar los valores políticos y económicos de la dictadura de Pinochet, el mundo del capital chileno optó por una lógica represiva generada desde el Estado, traicionando los mismos valores de desarrollo individual y “libertad” que la dictadura tomó de Milton Friedman y compañía. La no intervención del Estado en la economía es un mito. En realidad, el Estado interviene con fuerza para garantizar una posición permanente de privilegio económico de un sector específico de la población. La forma en que esta lógica se ha desarrollado por ya más de cuatro décadas no deja lugar a dudas. No hay interés en desarrollar la potencialidad del pueblo chileno. Existe una enorme desconfianza en la población a la que se percibe como una masa que hay que controlar bajo normas de docilidad.

Se les entrega un sistema de salud deficiente y carísimo que los mantiene enfermos y endeudados con el sistema de hospitales privados. Se les entrega un sistema educativo que frustra a la gran mayoría de jóvenes y los mantiene sub-empleados y sub-educados. Se les encierra en una estructura salarial deprimida e insuficiente, que evita la acumulación de capital y el ahorro, que trunca la posibilidad de financiar suficientemente actividades de ocio y libertad espiritual y mental. Se les entrega un sistema electoral que no provoca cambios profundos (en rigor, no importa si los gobiernos son socialistas, social demócratas o de derecha, las bases del contrato social Estado-ciudadano son inmutables). Se usa la ley y las medidas coercitivas constitucionales para aplastar la expresión de protesta social, dejando abierta la puerta a la expresión cruda de la violencia.

La explosión chilena de este fin de semana no es un llamado de alerta. Siempre ha estado presente, latente, sumergido a veces, pero listo para desbordar las calles. Todos los chilenos y chilenas lo saben: cada injusticia social que emana del Estado implacable inunda de forma regular las calles de violencia y desesperación. La comunidad internacional solo intuye la realidad de soslayo, convencida del espejismo creado tras las cifras macroeconómicas. Así sufre Santiago, destruida y reconstruida varias veces al año, en una cadencia de rabia que ya se ha convertido en una letanía dolorosa. El pueblo chileno, trabajador y sufriente por una tierra llena de calamidades naturales, calamidades políticas y calamidades sociales, se cansó este mes de octubre de 2019 de poner la otra mejilla.

Patricio Zamorano, chileno, es cantautor, periodista y académico en ciencias políticas. Co-Director del Council on Hemispheric Affairs, COHA.

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Alvaro Medina

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