Por Álvaro Ramis.- Una clave en el proceso constituyente será definir el rol de la religión en la esfera pública y el tipo de laicidad que deberá asumir el Estado. La aconfesionalidad, en su sentido amplio, es un valor suficientemente arraigado en la tradición constitucional chilena como para hacer inviable una propuesta que busque el regreso a la situación previa a la Constitución de 1925. Si bien la separación iglesia-Estado no entrará en debate, lo que sí estará en abierta disputa es el tipo de aplicación e interpretación de este principio.
Esta noción exige un ejercicio de armonización de derechos y deberes, para evitar abusos y privilegios basados en la adscripción religiosa. La forma de redactar este punto determinará la aplicación constitucional del libre ejercicio de la libertad religiosa, y el alcance de la llamada “inmunidad de coerción”, entendida como el deber del Estado de abstenerse de tomar cualquier medida coercitiva que limite lo que se entiende como libertad religiosa.
Conviene recordar que la Iglesia Católica, como institución mayoritaria, tuvo muchas dificultades, tanto doctrinales cómo prácticas, para aceptar la libertad religiosa como principio constitucional en 1925. En un principio, se resignó ante ella como un mal a tolerar, y solo logró articular una mirada más positiva a partir de la Constitución Dignitatis Humanae, que a partir del Vaticano II le dio a la libertad religiosa el valor de principio fundamental. Pero en la actualidad todavía existen grupos católicos y evangélicos que buscan una nueva forma de confesionalidad estatal, señalando que el Estado debe privilegiar a todas las religiones legalmente reconocidas, financiarlas e incluirlas en los debates públicos. Mientras no se privilegie a una religión por sobre otra, este proceso no debería tener objeciones, según sus argumentos.
El ejemplo de cómo se expresa este debate es la larga historia de interpretaciones jurídicas y políticas que ha tenido la Constitución estadounidense en este punto. Recordemos que el primer derecho, garantizado por la primera enmienda, es la libertad religiosa, al prohibir la adopción de una religión nacional por el Congreso, la preferencia de una religión por encima de las demás religiones, o asumir una posición oficialmente antirreligiosa. El contexto dominante en 1791 era impedir que una, entre las diversas iglesias protestantes que convivían en las colonias americanas, adquiriera hegemonía sobre las demás. Pero también existía en los redactores de la Carta de Derechos, en especial en James Madison, el interés por que el Estado pudiera ser efectivamente laico, absolutamente neutro ante la diversidad de expresiones de fe, entendiendo que sólo la voluntad general del pueblo, expresada en la ley, exige obediencia.
El efecto histórico de la aplicación de la primera enmienda es que no ha impedido que algunos funcionarios, desde el Estado, y en ejercicio de funciones públicas, intenten imponer una agenda religiosa, por encima de los derechos fundamentales. Durante el gobierno de Donald Trump este proceso llegó al extremo, lo que llevó a que instituciones mandatadas para proteger derechos y libertades apoyaran abiertamente la intromisión de la religión en lo público, confesionalizando al Estado. La libertad religiosa se ha usado como licencia para propagar el coronavirus, como argumento para negar a las mujeres la atención de salud reproductiva y para discriminar a las personas LGBTQ. Durante el período de Trump se buscó activamente redefinir la libertad religiosa mediante organizaciones de fachada extremadamente bien financiadas. Esta agenda ha llegado a instalar sus demandas ante la Corte Suprema de EEUU, que ha tenido que dirimir si las creencias religiosas o morales de un empleador pueden ser una excusa aceptable para negar el control de la natalidad de las mujeres, o si los fondos de los contribuyentes pueden financiar salas-cuna “basadas en la fe” que discriminan a las personas LGBTQ. Por otro lado, el nuevo presidente de Estados Unidos, Joe Biden, tuvo que poner fin a un veto migratorio instalado por Trump, a los viajeros de 11 países de mayoría musulmana, claramente discriminatorio de acuerdo con la primera enmienda, lo que demuestra lo acomodaticia de la postura de su antecesor.
En 1994 el juez David Souter, en una disputa sobre un distrito escolar en Nueva York, sentó una interpretación importante de la primera enmienda, al decir que «el gobierno no debe preferir una religión más que otra, o religión más que la irreligión», ya que una política pública diseñada para beneficiar a un grupo religioso constituye una ayuda inconstitucional a la religión. Desde esta perspectiva, el rol del Estado debería ser distante tanto de avalar como de inhibir la práctica religiosa. Esta tesis jurídica se enfrentó al llamado “acomodacionismo”, que es la interpretación judicial que defiende que «el gobierno puede apoyar o respaldar a las organizaciones religiosas siempre que trate a todas las religiones por igual y no muestre un trato preferencial por una”.
El acomodacionismo parte del supuesto, no comprobado, que sostiene que la religión genera consecuencias beneficiosas en el comportamiento humano. Su promoción por el Estado aportaría una fundamentación para la moralidad y limitaría el conflicto político. De allí se justificaría la inclusión de la enseñanza que la religión en la escuela, las celebraciones y feriados basados en la religión, en el juramento a la bandera, la apertura de las sesiones parlamentarias en nombre de Dios, o la tolerancia a las referencias religiosas en los discursos políticos que apelan a que “Dios bendiga América”. Se argumenta que esto parte de “la naturaleza religiosa del pueblo”, lo que obligaría a adaptar el servicio público “a sus necesidades espirituales”.
Es probable que este debate se instale en nuestra Convención Constituyente, y los “acomodacionistas” chilenos busquen una redacción que permita al Estado mantener estas prácticas y apoyar a las organizaciones religiosas que le sean afines, tal como lo ha hecho Trump. La nueva constitución debe ser una oportunidad para promover un orden social laico, claramente separado de la religión, lo que se puede hacer sin rechazar o criticar las legítimas creencias religiosas. El camino debería estar en adscribir a la laicidad entendida según el modelo constitucional francés, que no excluye el derecho al libre ejercicio de la religión. Lo que hace la constitución francesa es desalentar la participación religiosa en los asuntos gubernamentales, y limitar tajantemente la influencia religiosa en la determinación de las políticas públicas. Al mismo tiempo, se prohíbe la participación del gobierno en asuntos religiosos e imposibilita la influencia del gobierno en la adscripción a una religión particular por parte de las personas. La laicidad, por lo tanto, es distinta del anticlericalismo. No es una política contra las religiones o tradiciones espirituales, sino un paso necesario para la plena emancipación humana frente al fanatismo religioso.
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