Por María Angélica Valladares.- En el marco de los actuales antecedentes que rodean la difícil situación de inclusión social, educacional y laboral que enfrentan las personas con discapacidad y, en particular, de aquellas que presentan una discapacidad visual, es importante señalar que las cifras del último estudio presentado por la Fundación Luz que revela que apenas un 7,8% de las personas con ceguera total logra terminar sus estudios superiores, aumentando los niveles de cesantía en este grupo de personas.
La vigencia que tienen las denominadas barreras a la inclusión -que persisten en nuestra sociedad y en los distintos sistemas- no logran impactar en mejores expectativas, prácticas y oportunidades para todos. Cuando hablamos de barreras, se hace alusión a aquellas condiciones del contexto que limitan o dificultan el acceso a la participación y desarrollo en las distintas esferas de la vida y por tanto en las oportunidades para un desarrollo más armónico con igualdad y equidad. Dichas barreras, para el caso de la educación, repercuten directamente en el acceso a los aprendizajes con las negativas consecuencias que de ellas se desprenden.
Siguen las barreras que impiden la inclusión
La identificación y reconocimiento de las diversas barreras es a lo que precisamente alude la definición más concreta de la inclusión, es decir, a la capacidad colectiva de detectar oportunamente, en las distintas etapas de la vida y en los distintos espacios en los que se desenvuelven las personas, las cuales se relacionan no solo con la falta de condiciones, formación o recursos, también dicen relación con aspectos relativos al acceso a la información y a un escenario social y cultural que redunda en actitudes prejuiciadas y excluyentes.
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Parece contradictorio en este escenario que si bien son valorados los esfuerzos del Estado en la perspectiva de un enfoque basado en el respeto a los derechos humanos, con claras muestras del aporte que podemos observar para el caso de Chile, con las luces y sombras de los programas de integración escolar, la dotación de recursos formativos y de materiales educativos adaptados, con ejemplos dignos de destacar en la adaptación y distribución nacional de textos de estudio en formato audible, macrotipo y Braille, o los ajustes que se han incorporado para estudiantes con discapacidad visual y auditiva a los instrumentos de acceso a la educación superior y también, a un mayor conocimiento de la perspectiva social de la discapacidad.
Lo anterior, nos invita a redoblar los esfuerzos para fortalecer la formación inicial de futuros profesores y de los docentes en servicio donde trascienda la educación inclusiva como una forma transversal de entender la educación para niños, niñas y jóvenes en un mundo de diversidad, es decir un mundo que diversifica la enseñanza en atención a las diversas características y necesidades de sus estudiantes, lo que debería a su vez, incidir también en la diversificación del mundo del trabajo.
María Angélica Valladares es Directora carrera Pedagogía en Educación Diferencial de la U.Central