Categorías: Opinión

Las inconsistencias de la plurinacionalidad en la nueva Constitución

Por Edgardo Viereck.- Entre los varios elogios que se le conceden al borrador propuesto de nueva constitución para Chile –de parte de quienes lo elogian– está su carácter innovador. Una de estas innovaciones es la plurinacionalidad como concepto clave del nuevo orden constitucional del Estado de Chile. Es, probablemente, el concepto más constitucional de todos los que han encontrado, pues la idea de un pueblo-nación les sirve de resorte para articular una nueva forma de comprender el poder en nuestro país.

En efecto, el nuevo régimen político propuesto se basa en una redistribución territorial en cuya cúspide encontramos al Estado de Chile entendido como un estado territorial que se aleja del concepto de Estado-Nación que ha sido parte de nuestra tradición histórica. Este nuevo Estado territorial reconoce el poder asentado en el pueblo y a este último lo define como una entidad compuesta de diversas naciones.

Más allá de lo discutible que pueda resultar el intento de comprender a un conjunto de naciones como parte de un pueblo –ya que un conjunto de pueblos pueden llegar a ser parte de una misma nación, pero difícilmente al revés– lo cierto es que la forma en que está concebida la plurinacionalidad para este nuevo Chile ha sido defendida por no tener nada de original y, muy por el contrario, se asegura que es una réplica más o menos exacta del mismo concepto tal como se encuentra vigente en cartas constitucionales de países que serían ejemplos muy avanzados en materias como la inclusión, la diversidad cultural y la participación ciudadana igualitaria en los asuntos públicos.

Así, por ejemplo, se ha citado reiteradamente la constitución de Canadá, en menor medida la de México, con insistencia la de Ecuador y algunas veces la constitución de Nueva Zelanda, entre otras. Se ha dicho, también, que estas referencias constitucionales han servido de modelos que prácticamente contienen los mismos elementos que han sido traspasados al borrador de la propuesta de nueva constitución casi de manera calcada o, al menos, replicando el espíritu fiel del contenido original de las normas que regulan la situación de las comunidades indígenas de los países señalados, donde se les reconocerían autonomías y autodeterminación plenas, tal como se las reconoce en la propuesta que nos entregó la convención constituyente el pasado 4 de julio.

Se han dicho muchas cosas. Incluso varios convencionales (ahora ex convencionales) han reconocido no haber tenido acceso directo a las fuentes citadas para apoyar lo antes expuesto. Así, puede decirse que muchas materias, entre ellas la plurinacionalidad, fueron aprobadas con un voto ciego y cerrado sin mayor revisión de los detalles.

Con este antecedente, ahora nos corresponde a la ciudadanía analizar tanto el texto como el contexto en que se gestó la plurinacionalidad, y revisar qué hay de cierto, de falso y/o de erróneo en la afirmación de que la plurinacionalidad es uno de los pilares constitutivos del nuevo Estado de Chile.

Como apronte, digamos que Ecuador fue el primer país en autodenominarse constitucionalmente como un Estado plurinacional en 2008. Luego, en 2009, lo hizo Bolivia, ejemplo que curiosamente no ha sido el más explícitamente usado por los defensores de la plurinacionalidad. Al menos no tanto como el ejemplo de Canadá, que sí reguló la situación de reconocimiento de sus pueblos nativos aunque, como veremos luego, lo hizo a través de una fórmula diversa que es la multiculturalidad. Algo similar hicieron en su momento Nueva Zelanda y Colombia, entre otros casos.

Pues bien, vamos viendo.

Canadá

Canadá mantiene vigentes los capítulos 25 y 35 de su ley fundamental sobre derechos de pueblos indígenas (los cuales representan aproximadamente un 4,9% de la población total de ese país) y la norma más relevante sobre esta materia está en el artículo 27 de la Carta de Derechos y Libertades que consagra el multiculturalismo como la base del reconocimiento jurídico-constitucional de los pueblos nativos y, en general, de todo el flujo migratorio que conforma la diversidad étnico-cultural de ese país.

Este principio se traduce en el reconocimiento de derechos de autodeterminación, protección y fomento de la lengua y cultura original, así como la autorregulación y gobernanza de comunidades nativas, siempre referido a sus asuntos internos y en un marco de respeto pleno a la regulación legal y constitucional del Estado de Canadá como Federación. Cabe señalar que, según reportan diversas instancias -como, por ejemplo, el Colegio de Abogados Indígenas de Canadá-, tanto los Capítulos referidos como la Carta señalada consagran los derechos de los pueblos indígenas, pero no los definen pues se entrega esa tarea a los tribunales de justicia en una dinámica de “caso a caso” que ha tomado muchos años y que, según el mismo Colegio de Abogados Indígenas de Canadá, a la fecha no consigue llegar a metas claras. En resumen, Canadá no consagra ninguna forma de plurinacionalidad ni autodeterminación que exceda los marcos territoriales en que están asentadas sus comunidades nativas y siempre en relación con su organización interna y bajo la supremacía legal y constitucional de la Federación.

México

El artículo 2 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos fue modificado en 2001, y su redacción estableció que la Nación Mexicana es única e indivisible, para luego declarar que tiene una composición pluricultural sustentada en sus pueblos indígenas, que son aquellos que habitaban en el territorio actual al iniciarse la colonización, con la condición de que estos pueblos indígenas conserven total o parcialmente sus instituciones sociales, culturales, económicas y políticas. Esto último debe expresarse en una unidad social, económica y cultural asentada en un territorio que debe reconocer autoridades propias de acuerdo con sus usos y costumbres. Si se cumplen estos requisitos, se les reconoce una autonomía que en todo caso debe respetar la unidad nacional y este reconocimiento se hará caso a caso, por vía de una ley federal o estatal, que deberá tomar en cuenta, además de lo anterior, criterios etno-lingüísticos y de asentamiento territorial.

Si todos estos elementos se cumplen, el mismo artículo 2 de la constitución mexicana les otorga una autonomía y una libre determinación para elegir sus autoridades y regular sus formas de gobierno interior, es decir alusivos a la convivencia entre los miembros de la respectiva comunidad, así como también elegir a quienes los representarán ante el estado o la federación de estados mexicanos, en su caso. El resumen de estas normas arroja un resultado claro y es que México conserva ante todo el concepto de Estado-Nación como la base de su forma de Estado, que se basa en la nación mexicana como unidad indivisible y siendo ella, la nación mexicana, la que tiene la potestad para reconocer a las comunidades indígenas en su carácter de pueblos, no naciones, siempre que demuestren cumplir con ciertos requisitos y siempre con miras a poder ejercer su autodeterminación al interior de sus territorios con respeto a la Constitución y Leyes estatales y federales de México. El concepto que sostiene todo este andamiaje es la pluriculturalidad, no la plurinacionalidad.

Ecuador

El artículo 1 de la constitución ecuatoriana –una de las más citadas en apoyo a la plurinacionalidad del nuevo Chile que se nos propone– fue aprobado en 2008 y declara al Ecuador, entre otras cosas, como un Estado unitario, plurinacional e intercultural. Es decir, reconoce a Ecuador como un Estado unitario, pero compuesto de diversas naciones y, a la vez, intercultural, separando el concepto de nación del concepto de cultura, y entendiéndolos como dos principios distintos.

El alcance de estos conceptos no queda del todo claro cuando uno sigue revisando el articulado del texto pues, por ejemplo, el artículo 2 declara una bandera, un himno y un escudo como símbolos de la patria, introduciendo un tercer concepto, el de patria, que debería ser comprendido en coherencia con el de plurinacionalidad y de interculturalidad. Esta ambigüedad se profundiza en el párrafo siguiente del mismo artículo cuando declara al castellano como lengua oficial del Ecuador y al kichwa y el shuar como lenguas interculturales, es decir, en una categoría que, habría que entender, es de lenguas no oficiales aunque sí relevantes para darle contenido a la interculturalidad, la que por consecuencia lógica sería esencialmente lingüística. El texto remata diciendo que los demás idiomas ancestrales son oficiales sólo en los territorios y zonas en las que habitan los pueblos indígenas, introduciendo un cuarto concepto que es el de pueblos indígenas. Más adelante en el artículo 4, el texto señala que el territorio del Ecuador constituye una unidad geográfica e histórica de dimensiones culturales, legado de antepasados y pueblos ancestrales. Complementariamente, en el artículo 7 se establece como posibilidad para obtener la nacionalidad ecuatoriana el reconocimiento a comunidades, pueblos o nacionalidades con presencia en la zona de la frontera. Finalmente, el artículo 57 establece los elementos de la autonomía y autodeterminación que se reconocen a las naciones y pueblos indígenas con un criterio de aplicación territorial, es decir, dentro del territorio habitado por la respectiva comunidad, ya sea en lo referente a conservar la propiedad de dicho territorio, como al ejercicio de sus formas de gobierno y generación de autoridades, siempre, dentro de los territorios legalmente reconocidos.

Un último aspecto de particular interés es la consulta indígena ante asuntos que puedan impactar en los intereses o derechos de estas naciones o pueblos indígenas, la que debe ser siempre previa a la adopción de cualquier medida o decisión por parte de la autoridad estatal y, ante la negativa por parte de la comunidad indígena, la constitución establece que se procederá en conformidad a la Constitución y la Ley, entiéndase la normativa emanada del Estado, que ya sabemos se declara unitario y con un estatus de rango superior a todos los conceptos anteriores. Por lo mismo, la consulta indígena debe ser previa, informada y oportuna, pero no se establece que sea vinculante. Esto es coherente con lo establecido por el Convenio N°169 de la OIT –también muy citado por los ex convencionales chilenos que defienden la plurinacionalidad- que le da un mero carácter consultivo a la consulta. No es así como ocurre en nuestro borrador de nueva Constitución, donde la consulta indígena tiene un carácter vinculante que la convierte en una suerte de veto indígena, más que una verdadera consulta.

En resumen, en la Constitución del Ecuador se instalan al menos cuatro elementos: plurinacionalidad, interculturalidad, patria y pueblo indígena, los cuales no resultan del todo claros cuando se intenta darles una interpretación armónica. Es esto último lo que ha abierto un intenso debate que ya lleva catorce años, y que ha llevado a muchos expertos a la conclusión de que el concepto de plurinacionalidad es mucho menos claro que el de interculturalidad, pues este último es más preciso en sus alcances ya que, en el largo plazo, permite construir la unidad del Estado ecuatoriano en su diversidad cultural. Por el contrario, la plurinacionalidad promueve que el Estado ecuatoriano considere a las naciones y pueblos indígenas que lo componen como minorías nacionales y, además, sólo permite resolver la situación de esas minorías cuando habitan territorios delimitados, pero no cuando se trata de territorios fluidos en donde conviven diversos pueblos o ciudadanos de diferentes raíces culturales. Es muy importante este punto si, por ejemplo, observamos la realidad de otros países como Chile, definidos por el mestizaje y con un porcentaje indígena muy minoritario de su población, tal como también vimos que ocurre en Canadá.

Nueva Zelanda

La actual normativa constitucional neozelandesa establece, en los artículos 180 a 187 de su carta constitucional, la participación del pueblo Maorí en los asuntos públicos que tengan impacto en sus intereses como pueblo nativo. Dicho lo anterior, es importante señalar que el Gobierno de Nueva Zelanda aprobó oficialmente la Declaración de Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas el 19 de abril del 2010, después de haberse opuesto a ella durante años. En esa oportunidad, el ministro de Nueva Zelanda para Asuntos Maoríes, Pita Sharples, anunció en Nueva York la histórica decisión y en declaraciones a los periodistas, Hone Harawira, miembro maorí del parlamento, dijo: «Este país reconoce los derechos de la mujer, los derechos de los trabajadores, los derechos de los perros; es fantástico que finalmente reconozca también los derechos de los pueblos indígenas». Pero el apoyo de Nueva Zelanda a la declaración de Naciones Unidas no es incondicional. El primer ministro dejó claro en un comunicado que la declaración es un documento «aspiracional», y que será implementado sólo «dentro del marco legal y constitucional de Nueva Zelanda«.

En este punto es importante decir que la Declaración de Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas reconoce los derechos de los pueblos indígenas y tribales a elegir su propio futuro, su propia identidad, y a dar o denegar su consentimiento sobre aquellos proyectos que les afecten. La mayoría de los países aprobaron –aunque con limitaciones- la declaración cuando se hizo pública en 2007. Por su parte, Canadá, Estados Unidos, Nueva Zelanda y Australia votaron en contra. Luego fue Australia la que cambió su decisión, en tanto Canadá ha anunciado reiteradamente la intención de apoyar la Declaración pero en el futuro. Lo anterior deja en claro que la comunidad internacional ha ido aceptando el reconocimiento y autonomía de las comunidades indígenas, pero asimismo es claro que este reconocimiento (que todos aplaudimos) no significa degradar la potestad del Estado-Nación ni restarle poderes como sí se propone en el borrador de nueva constitución para nuestro país. En definitiva, y aunque la Declaración supone para Nueva Zelanda un paso importante en el reconocimiento de los derechos indígenas y tribales, no es legalmente vinculante. De hecho aún hoy se desarrolla una campaña mundial para que todos los países ratifiquen el único acuerdo internacional de carácter vinculante en materia de pueblos indígenas que es el ya citado Convenio N° 169 de la OIT y hasta la fecha una minoría de países a nivel mundial lo han ratificado.

Como se ve, los pocos países que han puesto en práctica el Convenio de la OIT y/o la Declaración de la ONU en materia indígena, lo han hecho poniendo limitaciones o reservas. Muy diferente es lo que ocurre con el borrador de nueva constitución para nuestro país, que no pone limitación alguna y, al contrario, va mucho más lejos que el propio Convenio y la Declaración en los alcances del reconocimiento y autonomía para las comunidades indígenas.

Situación de Chile

El artículo 1 del borrador de nueva Constitución señala que Chile es un Estado plurinacional e intercultural. Luego en el artículo 2 declara que la soberanía reside en el pueblo, conformado por diversas naciones. Hasta aquí, nos recuerda la equivalencia de conceptos (plurinacionalidad e interculturalidad) que se observa en la constitución ecuatoriana, pero luego agrega el concepto de pueblo como aglutinante de diversas naciones que se encuentran debidamente señaladas (no de modo taxativo) en el mismo artículo 5.

Ya hemos señalado el error que significa utilizar la palabra pueblo para reemplazar el concepto de nación. Está claro que una nación puede estar compuesto de uno o más pueblos, pero no al revés. Sin embargo, el artículo 3 del borrador suma un nuevo error cuando señala que Chile, en su diversidad geográfica, natural, histórica y cultural, forma un territorio único e indivisible. Es decir que Chile deja de ser, por primera vez en su historia independiente, un Estado-Nación y pasa a ser un Estado territorial, siendo el territorio y no otra cosa lo que asegura su indivisibilidad. Ahora bien. ¿Qué significa esa territorialidad? Para lo que ahora nos interesa revisar, quedémonos con una inmediata consecuencia y es que la nación chilena queda relegada a una más dentro de las diversas naciones que compondrían el mosaico plurinacional de nuestro nuevo país. Curiosamente, la identidad chilena no se encuentra reconocida ni en el listado del artículo 5 del borrador ni en ninguna otra parte del texto (quizás esto explique la reticencia de muchos ex convencionales a cantar el himno nacional chileno en el acto inaugural de la convención).

Pues bien, aunque ese mismo artículo dice que se reconoce la coexistencia de diversos pueblos y naciones en el marco de la unidad del Estado -cuya unidad e indivisibilidad ya sabemos que sería básicamente territorial- los “chilenos”, es decir los mestizos que no son asimilables a ningún pueblo o nación indígena preexistente, quedamos relegados a la categoría de aquellos “otros que puedan ser reconocidos en la forma que establezca la ley”, que es lo que dice el mismo artículo 5 ya citado en su punto 2. En otras palabras, la plurinacionalidad está planteada como un estatuto en que los pueblos o naciones indígenas preexistentes tienen un estatus asegurado de entrada, no así quienes representan a un considerable porcentaje de la población del país. Cabe señalar que esta condición de pueblo o nación indígena pre existente no requeriría ningún tipo de reconocimiento previo como si ocurre, como ya vimos, en Ecuador, Canadá o México. Al contrario, sería por derecho propio señalado constitucionalmente. Lo que equivale a decir que éste sería un elemento constitutivo del nuevo Chile, basado a priori en una discriminación positiva a favor de las comunidades indígenas preexistentes. Este punto es clave para comprender todos los derechos, prerrogativas y facultades (como el derecho a ser consultados con carácter vinculante) que estos pueblos o naciones indígenas preexistentes tendrían a lo largo de todo el texto de propuesta constitucional. También sirve para comprender que se les reconozca un sistema de justicia en igualdad de condiciones con el sistema de justicia (porque ya no es el poder judicial) vigente para el resto de Chile.

Ahora bien, ¿replica este concepto de lo plurinacional los elementos de las otras cartas constitucionales vistas? Claramente no y por el contrario, los excede y amplía para favorecer la discriminación positiva. ¿Es eso expresión de igualdad ante la ley? No, y no puede serlo pues en el mismo borrador se consagra como elemento teleológico (es decir como el gran valor a alcanzar) la reparación, la indemnización y la compensación histórica.

Ya se han comentado, a propósito de los casos de Canadá y Ecuador, y también de Nueva Zelanda, el carácter no vinculante de la consulta indígena en esos países, convertido para el nuevo Chile en una suerte de veto como mecanismo clave que el borrador de nueva constitución establece al asegurar y proteger el nuevo estatuto indígena.

Asimismo, es evidente que la ambigüedad del concepto de plurinacionalidad que ya se comentó en relación con la constitución de Ecuador, vale como reflexión para nuestra propuesta constitucional y aún más, puede decirse sin temor a exagerar que el modo en que el concepto de plurinacionalidad ha sido concebido en el caso chileno, es una profundización de esa ambigüedad al límite de lo impracticable pues, por las características mestizas de nuestra población y el carácter fluido de nuestro territorio nacional, donde la convivencia de distintas comunidades, identidades y culturas es un hecho imposible de soslayar, la insistencia en un concepto de vocación separatista sólo promovería la división allí donde debería potenciarse la unidad. En efecto, el plurinacionalismo, al menos tal como se observa en los textos extranjeros ya revisados, es una fórmula política de distribución de poder que, en su dimensión más profunda, desconoce la diversidad cultural pues significa el reconocimiento del fracaso en el intento por integrar dicha diversidad de modo armónico y unitario. Metafóricamente hablando, es como poner en cuartos separados de una misma casa a los hermanos que ya no se entienden. La pregunta de fondo es, ¿de eso se trataría todo? ¿No nos entendemos y debemos irnos cada quién para su lado pero manteniendo sólo el techo en común?

El reconocimiento que en su momento todos nuestros pueblos originarios hicieron al aceptar la Convención Constituyente como espacio para dialogar y encontrar solución a estos asuntos ha sido, en sí mismo, un gesto claro de reconocimiento de que sí contamos con una casa común y, por tanto, tenemos una historia común que, nos guste o no, arrastra cuestiones de las que debemos conversar. Es decir, somos una comunidad matriz, somos una NACIÓN con diferencias sin ninguna duda, pero bajo el mismo techo. Todas estas son cuestiones que muchos países, algunos ya los hemos visto aquí, ya conversaron y son caminos que otros Estados ya transitaron y hay ejemplos tanto de aciertos como de fracasos.

Resultaría odioso comparar, porque toda comparación lo es, pero baste apelar al conocimiento general que todo lector de seguro tendrá acerca de los resultados del separatismo nacionalista. Como también tendrá claro el beneficio de la integración cultural de lo diverso cuando el proceso es bien llevado. Es eso lo que debemos hacer. Llevar bien este proceso de una vez por todas. No escatimar esfuerzos por co-construir a partir de lo que ya tenemos, que es muchísimo. Lo dijo Mahatma Gandhi y lo repitió Fidel Castro, lo reiteró Barak Obama y hace no mucho también José Mujica. La coexistencia integrada y no separada de culturas diversas en un mismo territorio y bajo un mismo techo fortalece porque la identidad del conjunto se enriquece, sobre todo en un marco donde prima la libertad individual que permite que cada persona se identifique con aquello que mejor la representa. Insistir en el camino plurinacional es distorsionar las cosas, utilizando la dimensión cultural de un país como resorte argumentativo para conseguir sacar adelante una operación que no es cultural, sino política y que, a la larga, significa imponer la lógica de unos y otros de manera binaria. Una lógica que, curiosamente, muchos de quienes levantan la bandera plurinacionalista han declarado querer superar en ámbitos tan sensibles como la identidad sexual. La pregunta entonces se enriquece y es, ¿cómo sería posible promover una lógica de integración y libertad de elección en un contexto de territorios adolecidos de fronteras internas, con imposición de estatutos locales y pugna por la captación de recursos materiales para sostener cada quién su propio proyecto vital? Las fronteras exacerban las diferencias y, si bien estas barreras son inevitables cuando estamos frente a proyectos nacionales con historias diferentes, pueden resultar nefastas cuando se trata de comunidades que pueden sentir, creer y hacer de un modo legítimamente propio, pero coexisten no sólo en un territorio común sino con un pasado también común. Desconocer esto nos puede llevar, imperceptiblemente, por un camino de odiosidad y confrontación que fomente confusiones que la historia ha demostrado ser escenario perfecto para caudillismos extremistas, en especial de corte totalitario inspirados en la idea de supremacismos basados en la raza, la religión o el poder económico.

Todo lo anterior podrá sonar a ciencia ficción, pero por desgracia el siglo veinte conoció de estos ejemplos cuyos ecos aún resuenan con consecuencias nefastas para millones de personas inocentes, ciudadanos que sólo cometieron el error de trabajar y tributar a gobiernos, estados y grupos de poder que abusaron de sus privilegios e inventaron y reinventaron el odio al inferior o a lo otro, a eso que es malo y que no soy yo (porque yo siempre seré el bueno) profundizando los divisionismos que, en lo más profundo, han significado desconocer las raíces culturales y la sensibilidad de comunidades completas de gentes que han padecido el yugo de la ideologización separatista extrema. Nunca olvidemos que las ideologías no son otra cosa que sistemas cerrados de ideas cuya principal oferta es que sus adherentes ya no necesitan revisar sus juicios, entre otras cosas, porque ya no necesitan tenerlos ya que es la ideología la que provee de respuestas dogmáticas para todo.

Después de todo lo vivido en el siglo veinte es plausible decir basta. Ya vimos suficiente. No a los dogmatismos de ningún tipo. Llegó el momento de abrir espacio a la ciudadanía y al sentido común, a la lógica que imponen los hechos y no las interpretaciones antojadizas, Es hora de abrir espacio por sobre ideas impuestas o preconcebidas. Llegó la hora de debatir en torno a juicios y no a prejuicios propios de un oscurantismo retrógrado y hasta trasnochado que reporta dividendos a las ideas fáciles, los eslóganes y las frases hechas que impone la moda a costa del bien común.

Los chilenos debemos aceptar nuestra resistencia histórica al hecho de ser mestizos y debemos superarla de raíz. La Mapuche debe aceptar que la construcción de su espacio es también, hoy en día y en buena parte, una construcción mestiza. Las demás comunidades indígenas deben aceptar que construirán sus espacios desde la lógica del mestizaje y no de la separación fronteriza artificial que, por lo demás, nunca ha comulgado con sus propias concepciones de autoridad, poder o relación con la tierra. Toda esta reflexión, que es fundamentalmente cultural, podrá ser acusada de ceñirse miedosamente al pasado. Es cierto que mirar para atrás nos puede convertir en estatua de sal, y por eso la historia no debe inmovilizar, sino movilizarnos para superar los escollos de ese pasado, pero no mirar hacia atrás pretendiendo que es posible solucionarlo todo de raíz haciendo tabla rasa o partiendo desde cero es una ingenuidad propia sólo de espíritus demasiado jóvenes o que se creen jóvenes, que no reconocen en la experiencia pasada ningún valor.

William Shakespeare lo dijo: los adultos a veces temen a la juventud porque ellos también han sido jóvenes. Pues sí, algo de eso, o mucho de eso puede haber es estos planteamientos. Pero desconocer las raíces y los matices propios de la complejidad de cualquier fenómeno histórico es una completa falta de cultura y una soberbia intelectual demasiado insolente como para dejarla pasar. Al contrario, esta actitud desinformada y obstaculizante del diálogo debió ser desterrada de cualquier discusión constitucional que, como lo declaró insistentemente la primera presidenta de la Convención Constituyente, se suponía que iba a poner a la Cultura como eje vector de toda la travesía que nos llevaría a ese nuevo Chile. La Cultura es pasado, es historia, es identidad, es patrimonio, es riqueza espiritual acumulada, es experiencia, es testimonio y permite construir lo mejor para todos. Lo contrario es asumir que Chile nunca existió o peor aún, que sus defectos, dolores y rencillas son tan abominables que no tienen solución salvo encerrarse cada uno en su propio metro cuadrado. ¿De eso se trata todo?

Edgardo Viereck Salinas es abogado y cineasta

Alvaro Medina

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