Por Hugo Cox.- Desde que comenzó la erupción del volcán social han pasado más de 67 días, período en que ha ocurrido una serie de hechos que van cambiando la fisonomía del país y que en forma casi imperceptible van conformando las líneas gruesas de un país que deja el siglo XX, para entrar al siglo XXl con todas las complejidades que esto trae.
Las demandas de mayor igualdad, de mayor tolerancia y fraternidad acompañadas de una mayor libertad, configuran las líneas por las cuales transitará la construcción de la nueva Constitución, cuyo itinerario está definido, muy a contrapelo de los sectores conservadores de la sociedad chilena, tras un acuerdo fraguado por dirigentes políticos en el escenario del Congreso y con presencia de la prensa (el gobierno estuvo ausente en dicho acuerdo).
Pero detrás de este principio político de construcción no hay, a la fecha, un itinerario de lo social que dé cuenta de las reformas estructurales al modelo. Solo nos encontramos con algunas medidas que no hacen sentido en la ciudadanía y, por parte de la Presidencia, con un discurso que apela constantemente desde el minuto uno del estallido al “enemigo interno”, a la participación de fuerzas extranjeras en la crisis, y la represión por parte del gobierno.
Para justificar lo anterior, el Presidente en todas las entrevistas a medios extranjeros ha negado la violación de derechos humanos, pese a que son hechos que han sido ratificados por tres organismos internacionales como son Amnistía Internacional, Human Rights Watch y la Oficina de la Alta Comisionada de Derechos Humanos de Naciones Unidas, y además por el Instituto de Derechos Humanos. En cuanto a la intervención extranjera, saca a colación un informe de “Big Data” que a poco andar no tiene padres y adolece de toda seriedad, y es descartado por los Tribunales de Justicia, el Ministerio Público, y por la sociedad en general.
Por otra parte, la credibilidad del Presidente de la República y de sus ministros es muy baja, como lo informan las distintas encuestas que se han hecho últimamente, incluso la de CADEM que es una encuestadora con fuertes vínculos con el gobierno.
El hecho de que el Presidente niegue esa realidad, es altamente peligroso para la estabilidad del país. La negación no resuelve los problemas ni los hace desaparecer. El solo hecho de ignorar lo que ocurre en toda su complejidad nos lleva directamente a no darle existencia, a rechazar los hechos, y lleva al gobierno y al Presidente a confundir sus deseos con la realidad, las buenas intenciones con la racionalidad. Este mecanismo de defensa del gobierno -que se expresa en el Presidente de la República- es la reacción psicológica que es fácil de comprender, pero mortífero para orientarse y actuar.
En el gobierno se ve una terquedad en la proclamación muy genérica de su verdad, que no logra desmentir nada de lo que ocurre en la calle, como la violación a los derechos humanos. A esta altura de los acontecimientos existe una penosa sensación de delirio político, ya que el gobierno en la figura del Presidente no asume ni siquiera la posibilidad de haber cometido errores, solo se insiste en la misma tecla que ya no es creíble. Pero lo más curioso de todo es que los sectores más cercanos al gobierno no son capaces de despertar de su ensoñación al Ejecutivo y a quien lo dirige.
Pero el peligro de esta negación de realidad está dado por el defecto de fondo del discurso político y social, con una gran dosis de irresponsabilidad y autocomplacencia, transformándose en un caldo de cultivo tanto del sectarismo como de la banalidad. La negación de la realidad lleva a confundir la ideología con la razón y la eficacia con la propaganda.
En síntesis, lo peligroso de la falta de realismo, es que el realismo se ha transformado en un lujo, y que el gobierno no se puede permitir, en tiempos de crisis, que las decisiones sean hijas de la insensatez y de la estupidez.