Por Miguel Mendoza Jorquera.- Las licencias médicas son un derecho fundamental. Sirven para proteger la salud de los trabajadores, otorgando tiempo y respaldo económico en momentos de vulnerabilidad. Pero ese derecho se convierte en fraude —y en un profundo acto de deslealtad con el país— cuando es usado para viajar, vacacionar o ausentarse sin justificación. Hoy, ese fraude tiene nombre y cifras concretas: más de 25.000 funcionarios públicos viajaron al extranjero mientras estaban con licencia médica.
No hablamos de un error puntual. Hablamos de un patrón, de un sistema que ha permitido —y a ratos naturalizado— el despilfarro de recursos públicos bajo la excusa de la enfermedad. Según un informe de la Contraloría General de la República, entre 2023 y 2024 se emitieron 35.585 licencias médicas que permitieron 59.575 entradas o salidas del país. De estas, el 69% fueron financiadas por Fonasa, es decir, por todos nosotros, los contribuyentes.
Este no es un problema técnico, ni de “interpretaciones”. Es un escándalo moral y financiero. Son miles de millones de pesos en pagos injustificados, en subsidios mal usados, en licencias extendidas artificialmente, mientras el sistema de salud colapsa con listas de espera eternas y profesionales agotados.
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Un caso emblemático —y hasta farandulero— es el de la diputada Maité Orsini, quien presentó licencias médicas desde noviembre de 2024, coincidiendo con al menos dos viajes al extranjero: uno a Canadá y otro a Panamá. Si bien algunos fueron en calidad de parlamentaria, el uso continuo de licencias antes y después de estas misiones plantea dudas legítimas. La situación generó controversia incluso en su propio sector y llegó hasta la Comisión de Ética de la Cámara. ¿Cómo se puede estar incapacitada para sesionar, pero en condiciones de participar en actividades internacionales?
Y si así actúan algunos de nuestros representantes, ¿qué se puede esperar del resto? El informe de Contraloría también detectó a 125 funcionarios públicos que salieron del país entre 16 y 30 veces mientras estaban con licencia médica. Incluso hay casos de empleados que se autoemitieron licencias para justificar sus ausencias. ¿Dónde estaba la supervisión? ¿Dónde estaban los controles internos?
Y los nombres siguen apareciendo: el caso de Raúl Domínguez, amigo personal del Presidente Gabriel Boric, representa una bofetada a la confianza ciudadana. Su cercanía al poder no puede ser excusa para eludir responsabilidades ni menos para relativizar el abuso. También está el caso de Marcos Barraza, exministro y referente del Partido Comunista, quien, pese a su discurso de probidad, se ve envuelto en prácticas que contradicen ese relato.
Aún más grave es el caso de Carmen Monsalve, hermana del exsubsecretario del Interior Manuel Monsalve —quien también figura con una licencia falsa— y que fue nada menos que la Intendenta de Prestadores de Salud: su rol era fiscalizar el correcto uso del sistema, pero terminó siendo parte del problema. Además, Carmen Monsalve solo renunció a su cargo de Intendenta, pero no a su puesto en la Superintendencia de Salud. Una vergüenza. Esto entra en contradicción ética y administrativa que resulta inaceptable en una democracia sana.
A esta lista se suma el caso de Fiona Bonati, periodista de la Secretaría de Comunicaciones (SECOM) y esposa de Simón Boric, hermano del Presidente. Bonati viajó al extranjero en dos ocasiones durante 2023, mientras se encontraba con licencia médica tipo 4, otorgada para cuidar a su hijo enfermo. Este tipo de licencia exige reposo y prohíbe viajes, a diferencia de las licencias por postnatal. Al conocerse el hecho, se inició un sumario administrativo, y Bonati presentó su renuncia voluntaria el 29 de mayo de 2025. En su declaración, afirmó no haber actuado con dolo, pero reconoció su responsabilidad como funcionaria pública y el estándar que implica ser parte del círculo cercano del Presidente.
La gravedad del fenómeno ha escalado a tal punto, que más de mil funcionarios públicos han optado por renunciar antes de enfrentar sumarios administrativos vinculados al uso indebido de licencias médicas. Es una cifra escandalosa que habla de una cultura de impunidad instalada cómodamente en el aparato estatal.
Este es el tipo de “corrupción” que no sale en las portadas como los grandes escándalos, pero que erosiona el Estado desde adentro, día a día, peso a peso. Porque no se trata solo de legalidad: se trata de ética, de responsabilidad, de entender que el dinero del Estado no es infinito, ni menos personal. Cada peso mal usado en una licencia fraudulenta es un peso que falta en una sala cuna, en un hospital rural, en un tratamiento oncológico.
La respuesta del Gobierno ha sido la creación de un Comité Nacional de Ausentismo, que promete revisar los casos y recuperar recursos. Pero eso ya no basta. Necesitamos un sistema de fiscalización eficaz, automatizado, que cruce información entre Fonasa, Migraciones, Isapres y empleadores públicos. Y necesitamos también una sanción política y judicial clara para quienes abusen de este derecho.
El rol de la Contraloría, liderada por Dorothy Pérez, se vuelve central. No solo por su capacidad técnica, sino porque ha demostrado que está dispuesta a levantar las alfombras. Su impulso por reestructurar el organismo y fortalecer la fiscalización en gobiernos regionales y municipales es una luz de esperanza en medio del descrédito.
Porque cuando las instituciones públicas se convierten en plataformas de abuso y no de servicio, la democracia misma se resiente. Y cuando el Estado permite el despilfarro, la ciudadanía pierde la fe. La licencia médica es un derecho, sí. Pero su abuso, además de un fraude económico, es un robo a la confianza pública. Y eso no se puede tolerar.
Miguel Mendoza Jorquera, Tecnólogo Médico, MBA, conductor del programa Manos Libres de ElPensador.io
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