Por Carol Chan y Carolina Ramírez.- En el último tiempo, las discusiones sobre migración en Chile se han enfocado en justificar o criticar el contenido y espíritu de la nueva ley migratoria, las expulsiones masivas de migrantes promovidas por el gobierno de Sebastián Piñera, la entrada al país por pasos fronterizos no habilitados, así como también complejas situaciones de las personas migrantes en el contexto de la pandemia del Covid-19. En estas discusiones y discursos podemos observar cómo se promueven visiones nacionalistas, racistas y xenofóbicas, asociando a la población migrante con el riesgo de contagio, con delitos, o presentándola como amenaza a la seguridad nacional.
Por otro lado, académicos, abogados, activistas, y otros miembros de la sociedad civil en general, han denunciado fuertemente acciones políticas tales como las expulsiones masivas y las largas e innecesarias tramitaciones en extranjería. Se cuestiona su legalidad y se argumenta que dichas acciones vulneran los derechos humanos de las personas migrantes. Para respaldar estas denuncias, a menudo se usan cifras y estadísticas. Por ejemplo, se suele evidenciar la contribución económica de la población migrante, a través de impuestos y como fuerza laboral, y se demuestra su subrepresentación en estadísticas sobre crímenes y condenas por delitos, en comparación con la población nacional. En gran medida, la estrategia ha sido usar “datos duros” como sustento para, racionalmente, combatir y corregir estereotipos y mitos que persisten en el imaginario social nacional; imaginarios que vinculan a la población migrante con problemáticas como pobreza, insalubridad, amenaza social y dependencia del estado chileno.
Si bien es importante desmitificar empíricamente estas concepciones erróneas sobre la migración en la lucha contra el racismo y la xenofobia, es necesario también tomar en cuenta los límites de la racionalidad para cambiar actitudes y percepciones negativas y dañinas. Distintas investigaciones sociológicas y antropológicas han afirmado que los procesos de racialización no son solo construcciones históricas intencional y racionalmente fundadas. Los procesos de racialización son también producto de diversas prácticas, intercambios y disposiciones; dinámicas subjetivas, afectivas y habituales que damos por sentadas. Nuestras discursos y prácticas individuales son diariamente y constantemente aprehendidas, reforzadas y custodiadas por los diversos miembros del colectivo social — incluyendo a quienes son estigmatizados. Este es un proceso que tiene efecto en normas tácitas de sociabilidad, y en expresiones, orientaciones y reacciones emocionales hacia los otros.
Emociones racializadas
Más allá de la lógica y la razón, las discusiones e imágenes dominantes sobre personas migrantes producen y están producidas por un proceso que entrelaza categorías sociales y emociones particulares. Emociones racializadas es un término que ha sido recientemente revisado y elaborado por el sociólogo Eduardo Bonilla Silva. Este refiere a cómo categorías e ideas de “raza” son experimentadas emocionalmente por diversas personas y grupos sociales, particularmente cuando interactúan con otros distintamente racializados, o cuando están en situaciones donde operan jerarquizaciones de dichas categorías. Por ejemplo, mirando imágenes o una película, leyendo noticias, o caminando por un barrio donde hay una fuerte presencia de migrantes racializados, las personas suelen desarrollar emociones que encajan con los significados, jerarquizaciones y distinciones aprendidas y socialmente construidas. Esto ha de incluir un rango amplio de emociones, tales como vergüenza y culpa, empatía y amor, sentimientos de rabia e injusticia, asco y odio, e incluso deseo y placer.
Visibilizar las emociones racializadas es importante para enfatizar que la dominación y estratificaciones étnicas y raciales no solo se sostienen en estructuras sociales y materiales—como son las leyes y prácticas institucionales discriminatorias. También estas estructuras se reproducen, legitiman y componen de emociones que sirven tanto a quienes son miembros del grupo social dominante como a las personas racializadas, proveyendo directrices para ubicar, percibir e interactuar entre sí. Las emociones y procesos de racialización distan así de ser dinámicas meramente individuales o interpersonales, siendo parte inherente de la estructura y orden social más amplio. La lucha contra el racismo y la xenophobia requieren no solo la transformación de aspectos “objetivos”, formales y de condiciones materiales, sino también de cambios en las percepciones y orientaciones subjetivas hacia nuestro entorno social que contribuyen a la discriminación—en este caso, sus fundamentos o bases emocionales.
Las emociones racializadas que se generan en las discusiones sobre migración– sea de odio, compasión, rabia o empatía– no pueden ser consideradas como asuntos individuales y particulares. Estas emociones son parte de una historia colectiva, con procesos más amplios a la base de su manifestación. Expresiones negativas contra la migración, por ejemplo, incluyen sentimientos de injusticia — por ejemplo, que “los migrantes nos quitan el trabajo”, “se aprovechan de los recursos estatales” o “tienen más beneficios que las personas chilenas”. Este y otros tipos de expresiones producen distancias y distinciones entre quienes se consideran sujetos legítimos o ilegítimos de ayuda y protección en la nación chilena.
A su vez, las personas migrantes pueden sentir miedo, vergüenza, rabia y frustración por estar sujetas a expulsiones masivas o por su asociación con el virus Covid-19. Sus propias emociones, aun cuando estén bien fundadas, pueden ser deslegitimadas o consideradas riesgosas para la población. Este fue el caso de las palabras del ex-ministro de salud, quien señalaba que muy probablemente las personas inmigrantes indocumentadas no se vacunarían “por miedo a ser extraditadas”.
En este proceso, no todas las emociones valen igual o cobran la misma importancia. Es evidente que sentimientos de rabia, odio o condescendencia expresados por las personas nacionales hacia personas migrantes o racializadas han tenido consecuencias muy reales y a veces violentas. Ejemplo de esto son las muertes injustificadas de hombres y mujeres haitianas en los últimos años en Chile . También, durante los inicios de la pandemia del Covid-19, apreciamos el sentido de amenaza y miedo dirigido hacia los cités, especialmente aquellos donde residían migrantes racializados. Este escenario atrajo mucha atención mediática e instó la vigilancia de dichos lugares estigmatizados como zonas de contagio.
Por el contrario, vemos cómo las emociones de las personas racializadas– como humillación, indignación y frustración, por ejemplo– no suelen tener efectos concretos o consecuencias relevantes, ni generar cambios estructurales. Más bien, las emociones racializadas no solo producen y sostienen el bienestar material de quienes son miembros del grupo social dominante, sino también puede contribuir a su bienestar emocional. Esta dinámica es un aspecto importante de entender, porque a pesar de la circulación de discursos públicos, racionales y morales a favor de los derechos humanos, las personas siguen interesadas en mantener las jerarquías raciales y sociales. Por ejemplo, el espectáculo de expulsiones masivas (aún si se reprueba) puede generar un sentido de autovalidación o seguridad entre quienes son espectadores, sobre todo en un contexto de cambio político y social donde la población en general enfrenta nuevas tensiones e incertidumbres.
Hacia nuevas formas de justicia social
En este contexto, es importante considerar que nuestras emociones y prácticas no están determinadas ni son fijas. Las prácticas e interacciones cotidianas refuerzan actitudes racistas y emociones raciales, pero también tienen el potencial de quebrar con las acciones habituales y emociones ampliamente socializadas. En varios proyectos de investigación sobre migración, racialización y convivencia interétnica donde nos ha tocado participar, a menudo hemos observamos como entre nuevos y antiguos vecinos de un barrio, entre miembros de una familia, entre empleadoras y trabajadoras domésticas migrantes, por ejemplo, se pueden construir nuevas dinámicas relacionales, formas de colaboración y reconocimiento mutuo.
En la lucha contra el racismo es clave reconocer que las emociones racializadas son parte de un orden institucional y sistémico, pero también es importante reconocer que a partir de diversas situaciones, intercambios y encuentros cotidianos, sostenemos dicha estructura de manera menos consciente, o al menos no tan racional. Los sentimientos y emociones racializadas son parte de un orden social que nos trasciende. Como parte de dicho orden social lidiamos con preconcepciones racistas que orientan nuestras acciones y disposiciones hacia otros.
En un giro más optimista, es necesario notar que nuestras emociones no constituyen ni son inherentes a nuestras identidades. Las emociones racializadas no son innatas, sino aprendidas en distintos espacios sociales y a lo largo de nuestras vidas. Como tal, se pueden desaprender para potencialmente desarrollar nuevas formas de responder afectivamente.
Consideramos importante enfatizar la importancia de las emociones para abordar los límites de la racionalidad en la lucha contra el racismo. Un sentimiento de hostilidad puede incluso inhibir nuestra capacidad de escuchar, adoptar medidas o tomar a otros en serio. Crear una atmósfera de confianza, apertura y aprendizaje mutuo donde se puedan reconocer emociones complejas, por ejemplo, frente a discusiones altamente polarizadas, es parte del camino para superar jerarquías raciales con miras a alcanzar mayor justicia social.
Carol Chan es Doctora en Antropología, Académica de la Escuela de Sociología y Trabajo Social, Universidad Academia de Humanismo Cristiano, e investigadora responsable de Fondecyt Iniciación 11200270 y Carolina Ramírez, Doctora en Sociología, Investigadora postdoctoral del Centro de Estudios de Conflicto y Cohesión Social y FACSO, Universidad de Chile, e investigadora responsable de Fondecyt Iniciación 11201175.
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