Por Alfonso Eyzaguirre.- Se acerca la primavera y con ello la temporada de los volantines que ponen una nota de color en nuestros cielos, especialmente en la celebración de nuestras Fiestas Patrias.
Sin embargo, por diversas razones hoy son cada vez menos los cultores del volantinismo y también son muy pocos los volantineros, artesanos que crean verdaderas obras de arte con papeles de colores.
Mi abuelo fue un eximio volantinero que durante los meses de agosto y septiembre del siglo pasado se ganaba la vida creando con coligües el soporte donde, con cola, pegaba el cuadrado de papel cuyo diseño él imaginaba y ejecutaba.
La mayoría disfrutábamos con solo encumbrar volantines, como mensajes al cielo. Lo hacíamos con “hilo sano”. Los que gustaban de “echar comisiones” (competencias para cortar el hilo del rival), lo hacían con hilo curado, untado en cola y vidrio molido. Para “echar comisiones” había que tener además un volantín “chupete” que daba opciones de manejo a su dueño.
Las comisiones generaban otro juego: grupos de niños corrían tras los volantines que se “iban cortados” para poder “pescarlos” porque, según la regla, “volantín cortado no tenía dueño”.
Los volantines se conocen en Chile desde mediados del siglo XVIII, convirtiéndose rápidamente en protagonistas de muchas fiestas, juegos y competencias, pero también creó muchos disturbios. En 1795 se dictó una orden que condenaba a seis días de prisión a todo “malvado” que causara daño como consecuencia de la encumbrada de un volantín.
Su historia se remonta a 1.500 años A.C. en lo que actualmente se conoce como Indonesia. Desde ahí se habría difundido hacia el Pacífico y el Asia continental.
A mí agrada el volantín, porque nos hace mirar al cielo. ¿Y a usted?