Por Antonio Leal.- Cuando el coronavirus pone de rodillas a una civilización que se creía invencible, pese a todos los síntomas de crisis que la aquejan, y cuando la distancia social, las repetidas cuarentenas aparecen como la única posibilidad de contener la extensión de esta contagiosa pandemia, vale la pena rescatar el valor de las pequeñas alegrías, aquellas que muchas veces dejamos escapar y que en momentos extremos y de angustia vuelven a nuestra memoria y nos reconfortan, nos alientan.
La felicidad ha sido siempre un tema de la filosofía, de la sicología, de la literatura, de los proyectos políticos, de las religiones y en general del pensamiento y los sentimientos humanos. Por cierto, lo es también de la biología dado que seamos felices depende en al menos en un 50% de nuestros genes.
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La aspiración a la felicidad es un leit motiv de la vida. Para Aristóteles es la virtud como un bien final de la existencia humana. En el Renacimiento la felicidad, con clara ascendencia epicúrea, está ligada, como diría Locke, al máximo placer que se puede obtener. Para Kant es la condición de un ser racional en el mundo, al cual, en el total curso de su vida, todo le resulta conforme con su deseo y voluntad e incorpora la moral y la dignidad como definitorios de la felicidad que más que un deseo es un deber.
En la Ilustración surge la idea moderna de felicidad como derecho del individuo y filósofos como Voltaire y Rousseau afirman que felicidad no es un capricho del destino, ni tampoco un don divino que uno recibe como premio a un buena conducta en vida, sino algo que todos deberíamos alcanzar en la Tierra, aquí y ahora. El sentido social de la felicidad se establece incluso en la Declaración de los Derechos del Hombre de 1789 en Francia al “perseguir el derecho a la felicidad de todos”, ligada también a la política, al deber del gobernante de conseguirla para su pueblo. Para Nietzsche la felicidad es la superación de aquello que nos oprimía, es el sentimiento y la voluntad de poder que crece y que nos enfrenta y hace vencer a todas las adversidades.
Bertran Russel en su notable libro “La Conquista de la Felicidad” expresa un sentimiento sombrío sobre la felicidad, él le llama la “infelicidad byroniana” rememorando al poeta Lord Byron cuya obra revelaba amenazas a las certezas de la Inglaterra del siglo XVIII, y que expresa una zozobra sin redes, nutrida por el hastío y el aburrimiento y por la incapacidad de alcanzar los niveles de éxito que requieren las comparaciones con los demás.
Por cierto, la felicidad es un estado afectivo de satisfacción que experimenta subjetivamente el individuo en posesión de un algo anhelado, el componente subjetivo individualiza la felicidad entre las personas, y la felicidad, puede ser duradera, pero, a la vez, es perecible y el bien o los bienes que generan la felicidad son de naturaleza variada, son aquellas a las cuales las personas les asignan cualidades axiológicas o valencias positivas: materiales, éticos, estéticos, psicológicos, religiosos, sociales, sentimentales o emotivos.
Marc Augé, el gran antropólogo francés, nos habla de una nueva reflexión sobre la felicidad: la felicidad del instante, de la que nos habla en su libro “Bonheurs du Jour” que en español, por problemas de sentido de la traducción, Auge le llama “Las Pequeñas Alegrías” rememorando el título de un ensayo del filósofo alemán Hermann Hesse, que trata justamente sobre el carácter fugaz de la felicidad humana.
Las Pequeñas Alegrías es un texto hermoso, que trata de la felicidad repentina e inesperada, de las alegrías pequeñas, sencillas, cotidianas pero a la vez intensas y que quedan, como dice Augé, en nuestra memoria. Aclara que su pretensión no es construir una “metafísica de la Felicidad” como si lo hizo Badiou, sino de algo más modesto, referirse a los instantes de felicidad, que son fugaces y frágiles pero que nos permiten a cada cual, como diría Voltaire, cultivar nuestro jardín íntimo.
Auge habla de su vida personal, la de un intelectual que ya está en los 83 años, pero en ella se refleja la vida de cualquiera que lee su libro y es imposible, al rememorar a su abuelo o a su infancia, que cada lector no se detenga un minuto para evocar sus propios recuerdos y recordar sus propias alegrías. Es un libro inspirador de felicidad del instante, justamente porque refleja la vida tal como ella es, aquella que transcurre la mayor parte de las veces sin grandes acontecimientos épicos, y que respira, en Auge, en los tópicos de los novelistas franceses del siglo XIX Stendhal y Flaubert que transformaron la creación en un verdadero acto de amor.
Auge explica que la felicidad es una suma de pequeños momentos de alegría que incluso superan aquellas épocas donde se vive el terror, la edad, la enfermedad, la soledad, el desamparo. Nos dice que son las infelicidades las que percibimos de manera inmediata, como ocurre en el amor cuando se distancia un ser querido porque, a veces tarde, medimos la importancia que esa persona tenía en nuestra vida y el dolor que nos produce deriva de la certeza de que viviremos privados para siempre de su existencia y, al recordar intensamente la intimidad, lo haremos sin saber si el otro lo recordará de la misma manera o si nos hemos quedado solos frente a los caprichos de nuestra memoria. La verdadera soledad, la que se sufre, empieza con el fin del amor y Auge la grafica en amplios pasajes de las relaciones de pareja descritas por Ovidio en Don Juan de Molière.
Sin embargo, dice Auge, dentro de la obscuridad surgen también chispas de alegrías, esos raros momentos por los cuales vale la pena vivir y que Auge llama “alegrías a pesar de todo”. Son aquellas que nos transforman en mortales, con anhelos, decepciones, miedos, esperanzas y nos sitúan en la identidad en nuestro ser social, en la relación con el espacio y el tiempo, en lo que constituye la construcción simbólica del ser humano.
Son aquellas alegrías sencillas que apreciamos fuertemente cuando las perdemos, por contraste. Quien haya estado preso en algún momento de su vida sabe que se anhela algo tan simple como caminar por la calle sin límites de movimiento y que cuando nos privan de esa libertad la apreciamos, invocando todos los sentidos que intervienen en esta pequeña alegría, pero, a la vez, nuestras reivindicaciones se vuelven aún más modestas y esenciales.
Pero Auge resalta que como la identidad no se construye en soledad, se construye con los otros, la felicidad tiene una dimensión social y ejemplifica con los revolucionarios franceses, recordando como Saint-Just exaltaba que “este ejemplo fructifique por el mundo, que propague el amor por la virtud y la felicidad”. Es la idea de que esta nueva felicidad pasaba por la desaparición simultanea de los opresores y oprimidos y la dificultad, común a todas las revoluciones, residía en la definición de opresores dado que el propio Saint- Just pronunció el discurso que envió a Danton a la guillotina y solo meses después Saint-Just, que solo tenía 27 años, fue guillotinado junto a Robespierre.
Allí Auge platea una reflexión que ha englobado, de diversas formas la era de la revoluciones políticas y que tiene que ver con la “felicidad heroica” : “Cabe preguntarse si, al buscar con tanta ansia la voluntad del pueblo, no se corre el riesgo de sacrificar vidas y destinos antes de caer en la habitual vulgaridad de lo cotidiano”. El intento de doblegar la historia según su voluntad para así construir la felicidad de todos o la utopía colectiva que afecta al futuro.
Sin embargo, la felicidad tiene también un alto grado de imprevisibilidad, de virtud y azar, de suerte y mala fortuna, pero también de fuerza y voluntad en un sentido maquiaveliano de estos conceptos.
Para hablar de la felicidad como las pequeñas alegrías, Augé recurre a los últimos años de la vida de Rousseau en la Isla de Saint-Pierre. Rousseau era, como sabemos, un personaje condenado al errantismo, estoico, que al pasar de la activa vida social y política que marca su historia como personaje culmine de la Ilustración a aquella de la sensación física de la existencia, encuentra su éxtasis en la belleza del lugar, en su largas caminatas y en la cenas con sus amigos durante su estadía en el castillo de Ermenonville, donde escribe su “Ensoñaciones del paseante solitario”: Todo muy distinto a los personajes de un Stendhal siempre listos a la aventura y que corrían hacia el amor o hacia la muerte. Stendhal admiraba a Rousseau y hay una parte de sus ecos en su obra, pero la felicidad a la que aspiraba Rousseau es la un estado de felicidad perdurable que encontraba en su evocación de un pasado glorioso y que sin embargo, en los últimos años de su vida, las encuentra en las pequeñas alegrías, entre las de leer y escribir.
A partir de ello, Augé nos lleva , en la parte final de su libro, hablando también como un octogenario, a las alegrías de la edad y revela cuánto cuesta, a él mismo y a todos, darnos cuenta o admitir que somos mayores. El cuerpo y los otros, dice Augé, no recuerdan esta nueva situación. Lo reconocemos en la mirada y en el trato de los demás y aprendemos que se comienza a vivir el día a día, un día a la vez, y a extraer del presente lo que este nos puede entregar, viviendo casi simbólicamente y tratando de seguir inventando las propias vidas donde las pequeñas alegrías sino ya a la idea del futuro mejor, se sitúan como el último respiro antes de la muerte o del juicio final.