Por José María Vallejo.- El debate por la inmigración ha copado las portadas del mundo y las agendas de decisión de los principales líderes en el planeta. En Estados Unidos, en Italia y ahora en Chile se comienza a limitar la entrada indiscriminada de inmigrantes, particularmente los que pasan las fronteras de manera ilegal.
En contra partida, las organizaciones que defienden los derechos de quienes migran han reclamado contra las salidas, argumentando que los países deben tener políticas “humanitarias” que acojan a quienes deben dejar sus países de origen por necesidad económica o escapando de conflictos armados. Nadie deja su tierra por gusto, sin duda.
Hasta aquí, el principal problema de las medidas antiinmigración ha sido que se trata de políticas en las que los gobiernos se miran el ombligo, atacan sólo el síntoma, pero se muestran indolentes e ineficientes ante el problema real y, por lo tanto, en realidad no frenarán la entrada de migrantes y terminarán solo desgastando a las fuerzas nacionales en una lucha hormiga.
La lógica es simple: si las masas de migrantes han salido de sus naciones escapando de la crisis económica o de conflictos armados, el control de las fronteras es solo una parte de la lucha. Es evidente que no se puede solo evitar que entren, sino que se debe intentar evitar que salgan de sus países, lo que implica un compromiso con la causa raíz del problema.
De ahí, entonces, se deriva una obligación con los países desde los que emigran, y procurar políticas internacionales que apoyen sus economías o terminen decididamente con los conflictos político-bélicos. La intervención internacional no puede ser pasiva ante esas causas, pues de lo contrario las medidas antiinmigración no son más de fuegos artificiales, con mucho efecto proteccionista y populista, exacerbando seudo nacionalismos.
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