El mes del orgullo es un tiempo ganado que debe expandirse a todos los espacios y dimensiones de la vida de las personas, afirma el académico Gonzalo Soto.
Por Gonzalo Soto Guzmán. – La historia de las personas no heterosexuales ha estado marcada por procesos de demonización, patologización y penalización. Cada sistema social imperante ha dicho algo sobre nosotros, en razón de la época, y por supuesto, sobre lo que se debe hacer con quienes hoy nos reconocemos como sexo-disidentes frente a la norma estadística.
Si bien los avances sociales en materias de legislación, compromiso social y búsqueda de igualdad de condiciones son innegables y han permitido cierto bienestar, siguen existiendo espacios donde los dobles discursos son imperantes. Se sostienen narrativas de odio, intolerancia, desidia y rechazo encubiertas de aceptación y tolerancia social, pero que en el fondo ocultan una serie de discriminaciones estructurales que emergen desde diferentes ámbitos.
Estos espacios son cotidianidades tan recurrentes que no siempre nos percatamos de ellas: el familiar que no acepta la orientación de uno de sus integrantes; el vecino o vecina que se mofa internamente de las personas homosexuales que viven en su cuadra o edificio; el o la docente que no desea o no se interesa por comprender la educación no sexista y sigue dando ejemplos de ingenieros y enfermeras para graficar profesiones. Son, entre otros, modos de accionar y sostener discriminaciones no condenables, pero que sí refuerzan el disciplinamiento.
A través de estas líneas, y en el mes del orgullo, quisiera preguntar a los y las docentes no heterosexuales: ¿cómo se sienten en sus lugares de trabajo? ¿Existe un sentimiento de cabida y espacio legítimo que vaya más allá de la orientación sexoafectiva? ¿Persisten los temores por enseñar a estudiantes de enseñanza básica siendo un hombre homosexual? ¿Aparece la paranoia cuando los y las estudiantes nos dan muestras de cariño en el aula, algo tan propio del proceso formativo entre personas, más allá de su edad?
Si las primeras respuestas son un “sí” o “varias veces”, la idea de igualdad se desvanece prontamente. Por un lado, los cambios sociales permiten que se nos reconozcan derechos (lo que no evita que se nos mate); por otro, los discursos hegemónicos han creado una estrategia donde se asocian los conceptos de género y sexualidad con peligro, castigo e incomodidad. ¿Desde dónde? Desde el exceso de protocolos en colegios y escuelas frente a temas relativos a la formación en sexualidad y la incomodidad de abordar temas que el sistema escolar considera tabú. ¿Será esto diferente en las casas de estudios superiores, donde supuestamente estos temas poseen alturas de mira?
La respuesta es de cada académico o académica que se sienta partícipe de la comunidad. Sin embargo, hago algunas reflexiones sobre cómo las diferentes universidades abordan los temas de diversidad sexo-genérica, más allá de las normativas del Estado. ¿Poseen estas instituciones el equipo humano necesario para cumplir los objetivos? ¿Existe un involucramiento formal del resto del cuerpo académico y directivo en la comprensión y sensibilización en temas de género, inclusión y diversidades?
El mes del orgullo es un tiempo ganado que debe expandirse a todos los espacios y dimensiones de la vida de las personas, no solo a ciertos entornos laborales y relacionales donde la heteronorma hace la vista gorda para sostener su narrativa inclusiva disfrazada de progresismo cultural. ¿Es la universidad, entonces, un lugar de autonomía y legitimidad laboral y relacional para las personas LGBTIQ+?
Gonzalo Soto Guzmán es psicólogo y académico de la Universidad Central.