Fidel Améstica profundiza sobre la causa raíz detrás del ataque bárbaro al Monumento a la Solidaridad en Valparaíso y el estado del alma nacional.
Por Fidel Améstica.- “Yo creo que restaurarse, se puede, pero significa un esfuerzo mayor, y destruir no cuesta nada. Irónicamente, me parece que es un acto vandálico, pero oficial, de la mano de las autoridades. (…) es reconocer que no se tiene la capacidad ni el interés por recuperar algo, es como si la escultura del General Baquedano tú decidieras fundirla y cortarla en pedacitos”. Mario Irarrázabal
Una de mis satisfacciones de escribir artículos de opinión es que, de vez en cuando, estos son el punto de inicio de una conversa. Y amo conversar, porque es la oportunidad de ampliar mundos, el de cada cual, el de todos. Y a propósito de mi colaboración anterior con este sitio, Elpensador.io, sobre el retiro de la escultura de Mario Irarrázabal, recibí con curiosidad algunas reacciones, además de sintomáticos silencios:
Muy bello lo que escribiste; bien poético. Pero tú no vives en Valpo ni lo conoces. Nadie le tenía aprecio a esa cuestión fea. Para lo único que servía era de punto de referencia. En vez de decir «nos juntamos en la esquina del Congreso» o «en Montt con Argentina», la gente decía «nos juntamos en el Mojón». Porque así le decían a esa cosa. A ninguno se le hubiera ocurrido decir «juntémonos en la plazoleta Radomiro Tomic».
Tal cual. Y es cierto, no vivo en Valparaíso ni lo conozco lo suficiente.
La verdad, con quien hablé en el puerto, fue lo mismo. Fui a cortarme el pelo cerca de esa esquina, donde hacen cortes clásicos, porque abundan las «barberías» con estilistas de acento caribeño en esa cuadra. Y le pregunté al peluquero sobre la escultura, y su respuesta fue «antes estaba ahí, y ahora no está». No sé si fue prudencia o indiferencia pura y llana.
La ciudad puerto, sin embargo, se caracteriza también por contar con una cantidad importante de esculturas, no monumentales como la que acaban de retirar (o lo que quedó de ella), y más de una vez las han vandalizado con rayados o mutilaciones. Pero en el caso de la de Irarrázabal, más bien se daba una total ausencia de vinculación. De hecho, me comentaba un residente que la esquina de Pedro Montt con Argentina no fue un espacio de combate o disturbio callejero para el estallido de 2019, como sí lo fue la plaza Aníbal Pinto, y a casi nadie se le ocurrió que esa escultura podría ser foco de atención para un destrozo.
Lo que se ha remarcado en la prensa, además del autor de dicho monumento, uno de nuestros máximos artistas, es que esta obra se instaló como un homenaje al retorno a la democracia, que ganó un concurso convocado en 1991 y que fue financiada por Codelco. Algunos han destacado que esto era parte de un proyecto para cuatro esculturas públicas en torno al Congreso, aunque solo la de Irarrázabal vio la luz en 1995.
Para esa fecha, Mario Irarrázabal ya era un más que consagrado escultor cuyas obras intervenían el espacio público con un alto sentido de lo humano, en su dolor, en lo lúdico, abierto espacialmente hacia su propia especie y con énfasis en sus ritos, los cuales apuntan a lo sagrado, pero más que nada, pienso, a la sacralidad que hay en algunas de nuestras acciones y experiencias vitales, como el nacimiento, la mesa, o señalaban la transgresión de lo sacro cuando se refiere a la tortura, la muerte o el exilio.
No obstante, lo que recuerdan algunos sobre la instalación del Monumento a la Solidaridad es su asociación espacial al Congreso, construcción de aire faraónico surgida del capricho del nada augusto Pinochet, lugar donde antes estaba el hospital Enrique Deformes, donde nacían los porteños hasta 1990, y los hijos de estos hoy tienen que nacer, la mayoría, fuera de Valparaíso, por falta de camas, en recintos como el Hospital Gustavo Fricke, en Viña del Mar, por ejemplo.
La avenida Argentina, por otro lado, desde principios del siglo XX es el espacio de una feria fruto de una conquista ciudadana, en que sus comerciantes pagan sus patentes e impuestos y se sienten parte de la urbanidad porteña histórica. Y nadie socializó con ellos, cuentan, la importancia de instalar una obra como la que ya no está. Más de alguien recuerda a Eugenio Tironi como el responsable de la tesis de que no había que escuchar a los pobladores, porque ellos no saben y las cosas se hacen y punto. Quizás todavía se recuerde a sí mismo como el jovencito de la película que diseñó la Campaña del No. Pero en este y otros ámbitos hay un parido resentimiento contra su persona y lo que representa.
En 2011, aparece editado por Ocho Libros una obra como respuesta a la condición de postal del Valparaíso Patrimonio de la Humanidad, declaratoria de 2003. Se trata de Valparaíso no patrimonial, con las palabras tachadas con una equis en rojo, de los autores Christian Morales Durán, Marco Herrera Campos y Patricio Díaz Rodríguez, aunque el trabajo aparece inscrito solo bajo uno de estos nombres en el Registro de Propiedad Intelectual, y al día de hoy uno de ellos ya falleció.
Esta publicación hace un recorrido por lugares emblemáticos del puerto, con notas descriptivas y sintéticas que recogen palabras de algunos porteños. Y en una de sus páginas aparece la escultura de Mario Irarrázabal con el siguiente titular: «MONUMENTO A LA SOLIDARIDAD. ¡¿Qué es esta cosa?!». Y a modo de crónica, consignan la visión que comparte don Manuel, un cachurero de la feria de las pulgas de la avenida Argentina:
Las patas de esta cosa sirven para apoyar la espalda. Si hay mucho calor, me voy cambiando de pata y quedo flor. Claro que cuando hace frío no ayuda mucho, porque como es de cobre, da más frío todavía. Y cuando llueve tampoco, porque parece que se filtra. Porque claro, pues amigo, si esta cuestión es el wáter del guatón Pinto, le queda justito.
«El Mojón» y «El Wáter del Guatón Pinto». Con esos nombres era conocido el «Monumento a la Solidaridad» de Mario Irarrázabal. Penosamente célebre uno de los trabajos de alguien a quien debemos mucho su compromiso artístico con lo más humano en los valores de la convivencia, mediada esta por lo estético para encontrarnos en el espacio público y en el del corazón.
El «Guatón Pinto» era el apodo «ciudadano» a Hernán Eduardo Pinto Miranda, alcalde designado por Patricio Aylwin en 1990 y luego elegido sucesivamente para ejercer como edil hasta 2004 respaldado por su partido, la Democracia Cristiana. Su vida y su carrera, con apogeo y caída, la llevó en el puerto, y hasta cierto punto, es un hijo de Valparaíso. Pero se lo recuerda por la corrupción, los dineros desviados para operadores políticos, por el déficit municipal que dejó cercano a los ocho mil millones de pesos, y otros hechos entre los cuales su gestión para que la ciudad puerto obtuviera el reconocimiento Unesco no pasa de una simple anécdota.
Como dije en mi colaboración anterior, no hay solidaridad. No existe la solidez en el entramado social ni mucho menos entre las castas (o familias Corleone) y sus gobernados. Sin cohesión social, ¿puede haber ciudadanía?, ¿puede haber pueblo? El daño más grande que hizo la Concertación, pese a sus logros, es uno que disminuye todas sus conquistas, y consiste en no haberle dado a la población las herramientas para defenderse de una cultura de masas capturada por el consumismo, herramientas que solo la educación y la cultura pueden ofrecer.
Cuando no hay ni pueblo ni ciudadanía, o existen con tal merma de sí mismos, solo nos queda una masa ―sin adherencia, ni compromiso, ni raíz, ni identidad― de la que se sirven líderes carismáticos, populistas afirmados en sus personalismos, no importa de qué signo político. Hay fascismos de izquierdas y de derechas, un veneno que hoy infecta al mundo entero de la mano de un neomercantilismo y del uso de las tecnologías informáticas.
De ahí el sentido de oportunidad de grupos como los que destruyeron el metro de Santiago o destrozaron la escultura de Mario Irarrázabal. Donde hay un vacío de poder, emerge un poder de bestialidad. La escultura, en una asonada, antes del amanecer, recibió esta energía destructiva. Los nazis quemaban libros. Los fascistas odian la cultura. Quienes guardan obsecuente silencio o justifican hechos como estos, olvidan que grupos de estas características, al no tener sentido de pertenencia, pueden volverse en contra de cualquiera. ¿Quiénes son los de esta barbarie? ¿Anarcos, drogos, terroristas, delincuentes, parias?, ¿o todas las anteriores? ¿Nos conviene mirar para el lado cuando otros hacen el trabajo sucio que no somos capaces de perpetrar?
Será por azar objetivo que el desmantelamiento y retiro de esta escultura se diera en el contexto de la XII Bienal Internacional de Artes de Valparaíso inaugurada el 19 de abril, en cuyas versiones de 1975, 1987 y 1994 Mario Irarrázabal fue distinguido. De los restos desmantelados el 24 de abril, el cobre fue a dar a la Escuela Municipal de Bellas Artes, «para ser trabajado por sus alumnos». ¿Alguno de ellos pensará en lo que llega a sus manos y qué vida puede darle a ese material a reciclar artísticamente?
Lucy Oporto Valencia, en una columna del 6 de junio en el sitio Ex-Ante reflexiona en estos términos ante estas coincidencias:
¿Alguno de sus protagonistas habrá emitido siquiera una palabra, señalando la destrucción de la obra del mismo artista que había obtenido premios en versiones anteriores de la Bienal?
¿Declararán algo los alumnos de la Escuela Municipal de Bellas Artes que trabajen los despojos de aquel monumento abandonado, vandalizado y demolido a discreción?
Al parecer, sus restos fueron removidos no sólo porque era más cómodo que restaurarlo, sino también por cálculo político. El perímetro que rodeaba la demolición exhibía unos afiches de la alcaldía con las leyendas propagandísticas: «Estamos trabajando. Recuperando Valparaíso para los porteños y las porteñas». Y: «Derrumbando lo antiguo para construir el nuevo Valparaíso».
Todo coincide: el sacrificio del monumento; la realización de la Bienal luego de 30 años, por iniciativa de la alcaldía; y las próximas elecciones. Tales eventos están unidos por la impronta refundacional del actual gobierno.
La escultura había sido construida en el marco de un ambicioso proyecto ―que no prosperó―, para honrar el llamado retorno a la democracia. En consecuencia, su demolición es una señal de la voluntad de borrar todo vestigio histórico, a partir de 1990; de su convencimiento de que la historia empieza sólo con ellos, y de que «aquí mandamos nosotros».
Si esa «impronta refundacional» que acusa Oporto es efectiva, solo veo dos posibilidades: o que es fruto de una ingenuidad ideológica, y, por tanto, de una torpeza política; o es el intento programático, racional y deliberado por lo siniestro, de una ambición de un nuevo sectarismo para hacerse del poder en nombre de unas mayorías resultantes de pegar con engrudo a múltiples minorías, que hasta son contradictorias entre ellas. Y esto sucede porque las izquierdas, tras la caída del Muro de Berlín, se quedaron sin relato.
Cuando los relatos desaparecen, hay que buscar la memoria, las tradiciones, la cultura. Ahí están nuestras raíces, ahí permanecen los rastros de nuestra identidad, de nuestra pertenencia con sentido a una comunidad y a un pueblo. Vale recordar e insistir en el legado de Milan Kundera en El libro de la risa y el olvido: «La lucha del hombre contra el poder es la lucha de la memoria contra el olvido». Y Nikos Kazantzakis pone en boca de Prometeo este verso: «No aceptes, alma mía, doblegarte y beber del agua del Olvido».
La memoria no es un monolito donde crecen la yerba y la maleza; es un fuego libertario y solidario que se alimenta con los leños de nuestras propias vidas, y bajo su calor y su luz es que podemos saber quiénes somos y hacia dónde queremos ir.
Si la escultura fue una imposición desde arriba, cerrada la casta política en sus propios códigos, marginó esta casta a quienes decía representar, los marginó de su propia memoria hasta el hastío y el repudio. Y al engendrar ese resentimiento, solo engendraron menosprecio y odio a la memoria, porque solo importan los códigos del toma y daca, y según lo que se gane, es el estatus que se adquiere para pertenecer a algo; y en el mundo de hoy, pertenecer a algo es tener algo para luego desecharlo y así tener otra cosa más.
Hay más valor en las palabras de don Manuel que llama al Monumento a la Solidaridad «El Wáter del Guatón Pinto», porque por último verbaliza su desconexión con la cultura artística, hace una oferta de lenguaje que podría haberse nutrido de la conversación y la experiencia de otros que sí viven la valía de la obra de Mario Irarrázabal… Hay más valor en sus palabras, insisto, que en las acciones de quienes se mueven como manadas para destruir lo que su odio les impide reconocer, y que en aquellos silencios y falta de coraje subsidiarios de la incapacidad de abrirnos y cohesionarnos en la diversidad de mundos que nos posibilitan la cultura, en todos sus espectros, y la memoria, abonada por nuestras propias tradiciones y patrimonios.
Después de todo, cultura se relaciona con el cultivo, con remover la tierra y los prejuicios, los dogmas y las ortodoxias, con oxigenar los terrenos con la siembra apropiada y no ahogarlos hasta la muerte con los monocultivos de la ignorancia y el olvido para beneficio de quienes así lo promueven. Cada cual puede creer lo que quiera, es libre de hacerlo. Pero quien no sale de sus propias creencias, ni se ocupa de lo público más allá de lo que llama propiedad privada, que mide su valía en pachotadas como «¡echemos a pelear los sueldos para ver quién es quién!», es lo que los griegos llamaban un «idiota», alguien incapaz de salir de sí mismo, de sus propios códigos.
¿Cómo puede haber solidaridad entre idiotas? Y más todavía, ¿cómo puede haber un monumento dedicado a ella? Ni la Concertación salió de sus códigos ni quienes incendiaron la escultura pensaron siquiera en ello. Si a nadie representaba esa obra de Mario Irarrázabal, ¿dónde estaban los cantores y poetas para decirlo? Porque puedo entender, aceptar y hasta compartir la desconexión que significaba este monumento fallido, pero ¿dónde estaban las marchas, pancartas, consignas que lo impugnaran?
Olvidamos que antaño quienes vestían camisas pardas y negras provenían de sectores que se veían marginados, sin oportunidades, faltos de cultura y educación, y por vez primera se sentían «alguien» en el anonimato de la turba y de la masa rompiendo vidrios y huesos. Su autovictimización los legitimaba ante sí mismos, y de forma gregaria, para ser los agresores.
Las coincidencias que se dieron en Valparaíso, aunque la historia no se repite, responden a modelos que se reactualizan en la historia: destrucción, desmantelamiento y retiro del Monumento a la Solidaridad en Valparaíso; la Bienal Internacional de Artes que se da en esas fechas luego de 30 años, donde el autor fue premiado varias veces, y un hecho histórico que solemos olvidar: Valparaíso ha sido cuna de golpes de Estado. Coincidencias y contradicciones de una «ciudad patrimonial», a la que Lucy Oporto señala por «su inveterado culto al lumpen “territorial”, “local”, “comunitario”, “libertario”», y que en el siglo XIX José Victorino Lastarria la hizo parte de su novela Don Guillermo por medio de la Cueva del Chivato, geografía infernal de nuestro imbunchismo que nos dice que hay otro orden bajo el orden a modo de espejo.
El Monumento a la Solidaridad resultó fallido en el tiempo, y es parte de un proyecto mayor que no se concretó de cuatro esculturas, un proyecto fallido también. Por imbunchismo o el peso de la noche, todo nos resulta fallido. Lo público no tiene público en el pobre espectáculo de nuestra democracia, sin un verdadero circuito para sus escenarios, ni guiones que valgan la pena.
Visto así, ante la hegemonía de la masa y de los discursos «progresistas» o «patriotas» en torno al poder, vuelvo a las palabras de Albert Camus de una conferencia de 1946, y quien estuvo en Chile en 1949 y fue testigo de la «revuelta de la chaucha», a la que describe en su diario como la experiencia del estado de sitio, uno de los tantos estallidos sociales que ha tenido Chile que no han conseguido cambios estructurales. Vuelvo a sus palabras de 1946, como un regalo que me dejó mi amigo y mentor Alberto Pérez Martínez a través de la conversación:
“…no podemos asumir ninguna visión optimista de la existencia, ningún tipo de final feliz. Sin embargo, si consideramos que ser optimistas es una estupidez, sabemos también que ser pesimistas en relación con la acción del hombre entre sus semejantes es una vileza”.
Ante tal encrucijada, quizás sea mejor echarse al ruedo como un Pierrot callejero en medio de un pueblo envilecido, y no tener que sumar una nueva vileza a nuestro mundo.
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