Por Edgardo Viereck Salinas.- Chile ha sido varios Chile. Su historia reconoce no una sino varias Repúblicas. Si bien el llamado ha sido siempre el mismo -a conformar un país democrático, libre y soberano- estas y otras palabras han sido resignificadas constantemente en uno y otro sentido, marcando una suerte de movimiento “pendular” que ha marcado nuestros ciclos históricos una y otra vez. Cada uno de estos ciclos se observan anclados a la proclamación de una nueva Carta Magna.
Podemos ordenar este proceso en una suerte de línea de tiempo, aunque no parece tan claro que, como proceso, sea exactamente lineal sino más bien circular. Chile remeda esos quiltros que giran como trompo en busca de su propia cola, dando vueltas sobre sí mismos como si en ese movimiento estuviera la ruta para llegar a su centro, a su eje vector. Chile repite experiencias y errores, como también algunos aciertos. Se dice que esto no es nuevo. Que la historia es de alguna manera circular. También se dice que ese eterno retorno, ese siempre volver a pasar por donde ya se estuvo no significa que siempre veamos el mismo paisaje, pues este cambia, agrega y quita cosas, pule algunos detalles y renueva sus colores o sus contrastes en cada nuevo regreso al punto de partida. En definitiva, no es siempre lo mismo. Pero siempre parece que es igual.
En esa paradoja nos debatimos tratando de encontrar una salida y la ruta que nos lleve de una vez por todas hacia el sueño. Este sueño que también cambia y, si en la primera etapa de nuestra historia el objetivo de la constitución de 1818 fue la consolidación de nuestro estado independiente, la carta fundamental de 1833 lo reemplazó por la consolidación de una nación chilena a través de un estado fuerte; y luego, casi un siglo después, ya en 1925, el foco se puso en construir una auténtica República basada en el bien común; más tarde y a partir de 1980, ese proyecto fue violentamente reemplazado por la idea de una patria libre y descontaminada de totalitarismos que, irónicamente, fue impuesta por una dictadura.
Como sea, ese vuelco histórico nos entregó el Chile que hemos vivido hasta hoy, cuando una nueva crisis abre las puertas a una posible quinta etapa histórica, una quinta República de Chile con todas las interrogantes que esto implica. ¿Repetiremos el ciclo? ¿Cuál? ¿El de la dictadura, el de la anarquía o el de la lucha entre altos poderes públicos, o incluso entre estamentos de las Fuerzas Armadas? ¿Habrá una nueva guerra civil? ¿Finalmente nos convertiremos en una dictadura comunista? ¿Qué es lo que nos espera? ¿Y quién se hará cargo de esta incertidumbre? ¿Quién será el nuevo protagonista y constructor social de esta nueva etapa? ¿Será ese chileno patriota dispuesto a morir por su bandera, o un nuevo tipo de chileno, o quizás un nuevo perfil de republicano? Lo que parece cierto es que no repetiremos al sujeto consumidor aspiracional que nos arrastró hasta donde estamos ahora y del que tanto renegamos e incluso abominamos. ¿Pero qué haremos entonces con la economía? Porque el sueño del desarrollo está ahí, alojado en las mentes de muchos como una latencia que se resiste a desaparecer después de tantos años en que a punta de crédito alcanzamos a degustar el sabor de la comodidad que brinda el acceso a los bienes materiales. El miedo inconcebible a la pobreza del que habla aquella popular canción es un fantasma que sigue acechante aunque por años dejamos de verlo, al menos de cerca, gracias a las erradicaciones y al barniz de sofisticación que proveyó el acceso a ropa, autos y tecnología.
¿Pero qué pasó con la otra pobreza? ¿Qué pasó con los otros bienes que no son materiales y que hoy tanto se echan de menos? ¿Qué pasó con los bienes culturales? El vacío que fueron dejando los recortes en los programas educativos, la falta de educación cívica y de filosofía incluso en los colegios privados más emblemáticos, la falta de profundización en nuestra historia y mucho más, todo eso nos pasó la cuenta. Una dejación que nos reventó en la cara y aquí estamos, tratando de entender.
Pareciera ser que sabemos lo que no queremos, pero no estamos seguros de saber qué queremos a cambio. Me atrevería a decir que tampoco sabemos qué precio estaríamos dispuestos a pagar por averiguarlo. Quizás ni siquiera haya mucha conciencia de que eso tenga un precio. Lo cierto, es que hay un malestar generalizado. Hay incertidumbre y también desconfianza en todos y en todo. Hay muchas manifestaciones de estos sentimientos que, por otra parte, más semejan a un arrebato que a una auténtica rebelión. Queremos cambiar muchas cosas, pero no queremos perder ciertas certezas. Queremos paz y tranquilidad, pero no nos hacemos cargo de forma rotunda de la violencia social de distintos sectores. Queremos un futuro mejor pero no conocemos en profundidad nuestro pasado como para saber si lo que hoy vemos como nuevo realmente lo es o no es más de lo que ya vivieron nuestros padres o abuelos. Sabemos poco de nosotros mismos y en ese contexto de relativa penumbra es fácil ser encandilado por la luz que pueda destellar desde muchos focos discursivos. Las palabras no siempre nos tranquilizan porque no siempre sabemos qué significan realmente para quien las utiliza en su proclama. De hecho, hay pocas proclamas. Muchas marchas, pero pocas banderas partidistas ni oradores oficiales. Y se nos dice que sin partidos políticos no es posible construir una democracia verdadera. Entonces nos planteamos algo que los reemplace y aparecen todo tipo de grupos, movimientos, equipos de trabajo, colectivos, asociaciones, gremios, y un cuanto hay que propone y propone de cara a una convención constituyente tan incierta como todo lo anterior pues ni siquiera sus reglas de funcionamiento están del todo claras aún. Volvemos a buscar refugio en el uso del lenguaje, pero hay que decir que muchas palabras ya fueron secuestradas por distintos sectores ideológicos y de interés económico y hoy vuelven a escucharse, pero con implicancias poco claras. Entonces la calle se llena de slogans que se pretenden orientadores, pero confunden o dejan donde mismo.
Chile es hoy un país pastel, un tremendo pastelito sin solución. Y como guinda de este pastel llega la pandemia y se nos cae como estantería en la cabeza la irrupción tecnológica que ya no es ni un mito, ni un lujo ni un “hobby” de “gamers” sino una primera necesidad. Y la incertidumbre se vuelve gigantesca. La desconfianza a lo que viene, también.
¿Qué hacer? Lo que pareciera más claro es que necesitamos ante todo identificar a ese nuevo agente y constructor social para este nuevo siglo. Necesitamos ponernos de acuerdo en el perfil de sujeto histórico que se requiere en estas horas.
Ante todo, un individuo del cual podamos esperar responsabilidad, para lo cual deberemos asignarle una carta de derechos suficientes para que pueda participar en la solución a la cuestión del bienestar común. Porque ya no es solo el bien común, sino que algo que está más allá, en el plano de los intangibles, en la dimensión de la experiencia de la que en un futuro podamos dar cuenta a las próximas generaciones. Ya no se trata solo de poder tener sino de ser y estar, se trata de bien pasar y para eso se necesita acceso no solo a cosas que podamos comprar y consumir sino también beneficios inmateriales que podamos integrar como parte de nosotros. Necesitamos identidad, pasado común, sentido de pertenencia y raigambre a algo, y también goce estético, reflexión crítica y orgullo de ser. Necesitamos cambiar la competencia por la colaboración y el egoísmo por la solidaridad. Es urgente desterrar la codicia para poder revalorizar la auténtica y sana ambición de progreso donde el lucro sea reconocido en lo que aporta a ese progreso, pero convenientemente separado del afán por acumular, al que debemos erradicar para instalar en su lugar el concepto de sustentabilidad. Cuando la sustentabilidad sea entendida como la base de toda rentabilidad social –y no sólo financiera- podremos decir que empezamos a cerrar un círculo virtuoso en lo económico como base de lo político y lo social en este nuevo ciclo histórico.
Hablamos de una nueva conciencia para construir una nueva cultura de convivencia centrada en una nueva forma de entender al sujeto y su individualidad. Porque de otra forma: ¿De qué nos servirá garantizar la educación sin una nueva cultura educativa, o la seguridad social sin una nueva cultura de trato hacia la vejez? ¿Para qué consagrar la libertad religiosa sin una cultura tolerante, o las garantías de una justa detención sin una cultura policial? Otro tanto vale para los derechos ecológicos, que sin la construcción de una cultura medioambiental serían letra muerta. La lista es muy larga, pero, en resumen, necesitamos nuevas certezas, nuevos paradigmas y nuevas formas de nombrar las cosas.
En la base de este horizonte está una nueva idea de individualidad asociada, ineludiblemente, a la participación responsable en los asuntos que nos competen a todos y todas. Pero esa participación no es posible sin una capacidad real de influir y para eso es imprescindible consagrar la idea de que lo público no es sólo una institución sino un espacio o una esfera en la que el sujeto cívico cuenta en tanto tal más allá de su origen, su condición, de lo que posee o lo que sabe. Es un sujeto cívico porque manifiesta y concreta su interés en influir a través de acciones reconocidas por el estatuto común que es, en primer lugar, la carta constitucional.
Este sujeto cívico no es otro que el ciudadano, es decir quién ostenta la condición de ciudadanía en tanto influyente a quien se le reconoce esa capacidad -no poder sino capacidad- y quien la usa responsablemente en actos sujetos al control del resto de la comunidad a la cual se declara vinculado. Y hablamos de comunidad porque esa ciudadanía ya no refiere al lugar físico ni geográfico demarcado por un pueblo, ciudad o región, sino por la condición de pertenencia a una red de comunes, es decir una comunidad de sujetos cívicos que son sus semejantes y con los cuales comparte ese mismo interés y capacidad de influir en el bienestar común.
Una comunidad que puede ser también aldea, pueblo, ciudad, provincia, región o país, pero también club, gremio, asociación, empresa o institución. No es la forma sino el contenido del vínculo lo que define el interés, la capacidad y la responsabilidad asociada al ejercicio de la condición de ciudadano. Esa condición ayuda a definir también su carácter de sujeto, es decir de individuo en sociedad. Una individualidad participante y por tanto activa, nunca pasiva al modo del votante de la democracia liberal que delega la tarea cada tanto y se va a su casa a esperar resultados.
Un sujeto participante e influyente. Un sujeto que construye su sujetalidad, es decir que se hace más sujeto en su civismo periódico. Ya no es parte de una masa consumidora como tampoco de una abstracción tal como la idea de ser parte del pueblo, la gente o la nación. Un ciudadano es más que eso porque es algo muy distinto de todo eso. Es co-creador de lo que concierne a él y los demás que forman parte de su comunidad. Comunidad que ya no es patria, nación, ni siquiera país sino cultura, identidad y pasado común. Comunidad que es modo de ser, hacer y sentir. Comunidad que acoge a quien se acerca y pide ser recibido como uno más en ese ser, hacer y sentir. Comunidad que se construye en red y por obra de una comunicación que reconoce el valor y la necesidad de co-construir un sentido común. Comunidad que es, finalmente, ese sentido común.
El ciudadano y su ciudadanía se debe a ese sentido común y no se deja secuestrar por la consigna alienante de la sumisión a una generalidad manipulable, como tampoco se deja deducir por la tentación de encapsularse en la fantasía de una existencia autónoma omnipotente prescindiendo u olvidando a los demás. El ciudadano y su ciudadanía es por lejos la mejor forma de concebir al nuevo sujeto histórico que se necesita para encarar el desafío de Chile en su quinta República. La República del siglo veintiuno. El siglo de la digitalidad donde, más que nunca, se necesita una idea de individuo que proteja la integridad de ese sujeto cívico ante la amenaza de la individuación promovida por el mundo virtual. Cuando hablamos de individuación nos referimos a esa suerte de remedo de individualidad que no provee libertad sino apenas una dependencia perniciosa al silencio impersonalizado del lenguaje binario cuyo único sonido es el del byte que anuncia la repetición estandarizada del pulso de un programa computacional y que determina aquella nueva eternidad que nos prometen los circuitos electrónicos. Ante la inteligencia artificial y la robótica, la idea y la defensa de una nueva individualidad -y no de la trampa de la individuación- nos aleja del infierno de lo igual al decir de Byng-Chul Han, y nos devuelve la esperanza de un sujeto único e irrepetible, aunque semejante entre sus semejantes que no son iguales a él y, por lo mismo, capaz de aportar a la tarea del bienestar común en aceptación de las legítimas diferencias.
Se trata de grandes desafíos y de una operación intelectual y espiritual ciclópea, pero es posible si empujamos entre todas y todos y no caemos en la trampa ilusoria de Sísifo que desde tiempos inmemoriales y hasta hoy insiste en subir la enorme roca del éxito en solitario hasta una cruel cúspide que lo espera para echarlo cuesta abajo al punto de partida. Como dijo alguna vez aquel poeta: no se trata de llegar solo y primero sino con todos y a tiempo.
Edgardo Viereck. Cineasta.Miembro de la directiva de la Asociación de Directores y Guionistas de Chile, ADG.
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