Por Mauricio Vargas.- Uno de tantos abusos que han caracterizado los procesos de colonización y conquista, ha sido el intercambio de bienes de los pueblos conquistados por objetos de menor valor relativo. Las anécdotas mencionan pagos con espejos o alcohol, por terrenos, metales o piedras preciosas.
Este tipo de abusos son facilitados por la asimetría de información y marcos regulatorios insuficientes (que no procuran justicia entre las partes que establecen la relación comercial); condiciones propias de los contextos de grandes cambios (o choques) culturales.
En particular, la asimetría de información se relaciona con el desconocimiento de una de las partes sobre el valor (utilidad o uso) que posee un bien, especialmente frente a un nuevo escenario económico y productivo. En cuanto a los marcos legales, ha sucedido que los colonizadores suelen imponer leyes que no se ajustan a las culturas y cosmovisiones de los pueblos conquistados, lo que dificulta una adecuada comprensión y uso de las normas; sumado a prácticas como contratos en lengua no materna o traducciones imprecisas.
Es un error pensar que abusos como los descritos quedaron en el pasado: prácticas similares se observan en algunos intercambios surgidos en las últimas dos décadas, caracterizadas por una creciente digitalización de la vida social y la masificación del acceso a internet mediante dispositivos móviles.
Revisando juegos, aplicaciones y servicios ofrecidos gratuitamente en internet, especialmente en redes sociales, encontramos programas que convierten fotografías personales en dibujos, envejecen el rostro o cambian su género (masculino / femenino), incluso nos ofrecen encontrar nuestro «gemelo» en otra parte del «planeta» internet. Estas aplicaciones suelen conseguir millones de usuarios, que alegres entregan (a una empresa) una o más fotografías, así como acceso a sus listas de contactos, sin advertir las implicancias de dicha entrega.
Junto a este tipo de juegos, encontramos otras aplicaciones que pueden transmitir nuestra ubicación, rutas frecuentes, hábitos horarios, temas de interés a los que accedemos mediante motores de búsqueda y patrones de consumo en sitios de comercio electrónico.
En pocas décadas, las telecomunicaciones han salido de los espacios propiamente técnicos (militares, académicos y empresariales), para inundar la vida cotidiana de un número creciente de personas alrededor del mundo, trayendo grandes beneficios y desafíos que debemos ser capaces de observar, entender y resolver como civilización.
Algunos beneficios potenciales que nos ofrece esta revolución tecnológica son: acceso creciente a bienes culturales; mayor capacidad de coordinación y colaboración ciudadana (instantánea y global); simplificación del acceso a mercados distantes; focalización y personalización de ofertas comerciales; aumento exponencial de la información disponible para la toma de decisiones estratégicas de personas, gobiernos y empresas; así como la aparición y diversificación de nuevos productos y servicios.
Si, los conquistadores suelen traer consigo bienes técnicos que mejoran la calidad de vida en algunas dimensiones. No obstante, no todo es bello en la caja de pandora de las nuevas tecnologías y a medida que vamos desempacando su contenido, comprobamos que los beneficios ofrecidos tienen costos que deberemos conocer, evaluar y sopesar.
Como nunca, las redes sociales digitales nos han permitido compartir opiniones, aventuras, alegrías y tristezas; dando visibilidad a diversos estilos de vida, prácticas y culturas. Sin embargo, se abre la pregunta: ¿Cuánto pagamos por estos beneficios que se ofrecen «gratuitamente»?
Al igual que aquellos a quienes pagaban con baratijas sus tierras y piedras preciosas, nosotros recibimos estos juegos de internet como el pago por la entrega de las materias primas de la gigante industria de los datos. Entregamos nuestra privacidad a cambio de una supuesta oferta de seguridad. Pagamos la diversión superflua con nuestros datos biométricos y patrones gestuales. Entregamos, sin más, nuestros contactos a mercaderes de carteras de clientes. Nos ofrecemos como conejillos de indias para diversos experimentos con que se entrenan máquinas y programas, alimentando algoritmos que pueden relacionar nuestros estados de ánimo con hábitos de consumo.
De esta forma, «like» a «like», emoticón a emoticón, nuestras conductas en internet van modelando una situación donde los gobiernos pueden invadir nuestra intimidad y el comercio global puede condicionar masivamente nuestros deseos.
Sin saber el valor de lo que entregamos, aprobando Acuerdos de Licencias y Condiciones de Uso que rara vez leemos, vamos empoderando a nuestros conquistadores.
En tiempos de pandemia y encierro, la necesidad de ocio por un lado y la ansiedad que produce el temor y la sobreinformación, buscamos en internet refugio y medios para mantener vínculos socio-afectivos; sin darnos cuenta que atrás del brillo de las lentejuelas se encuentra una enmarañada tela de araña, en la que se tranzan binarias nuestras creencias, decisiones, opciones y derechos fundamentales.
En Chile, donde la confianza en la democracia y las instituciones políticas se encuentran en una crisis crónica, la desigualdad y desprotección social ofrecen un escenario propicio para que la demanda ciudadana de mayor seguridad y estabilidad emocional, termine consolidando un Estado Policial de la mano de nuestros teléfonos móviles, nuestra pasión por las redes sociales y la necesidad de protegernos del COVID-19 mediante la traza y seguimiento de dispositivos electrónicos.
No se trata de abandonar las oportunidades que nos ofrece el actual escenario tecnológico. Sin embargo, urge que la ciudadanía comience a conversar sobre los beneficios y riesgos que encontramos en las nuevas herramientas. Debemos procurar marcos legislativos para el justo ejercicio de recolección, acumulación, análisis y comercio de datos (nuestros datos). Marco que deberá ser respetuoso de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y aportar al fortalecimiento de una democracia participativa e informada.