Por Edgardo Viereck.- Una foto ajada nos muestra lo que debió ser una linda familia. Su dueño la observa callado, con los dientes apretados, mientras se le asoma una lágrima que apenas humedece su mejilla. Está recostado en mitad del túnel que lleva meses excavando junto a sus compañeros de celda y de sueños.
Es uno más de los frentistas en tránsito hacia una inminente pena de muerte por el delito de osadía. Un crimen que no está escrito en ninguna ley, pero si grabado a fuego en el corazón tenebroso de los que manejan Chile por esos años.
A esa altura ya ha corrido mucha agua bajo el puente. El país ya se ha comido el buey de una prolongada dictadura, la cúpula política puja por una posible salida democrática plebiscitada y en la película sobre la escapada más grande en la historia penal de Chile los afanes son, quizás, menos sofisticados. Se trata de que el largo túnel que los llevará de vuelta a la calle y a la vida esté listo antes que los pillen. Así de fácil. Así de triste. Porque desde afuera ayuda no hay mucha y los compañeros lo saben.
Ellos se han jugado cartas que muy pocos han querido poner en la mesa y la fuga no parece ser muy oportuna en medio de la negociación partidista. ¿O habría que decir oportunista? La historia suele ser implacable y mirar hacia atrás puede dar algo de susto.
“¿Tiene miedo mi cabo?”, pregunta uno de los futuros fugados al sargento que los vigila. Y la pregunta pareciera que me la hace a mí que estoy sentado en la butaca muy lejos de la pantalla y de esa cárcel, aunque demasiado cerca como para hacerme el leso y mirar para al techo. Siendo francos, esa era la pregunta que todos nos hacíamos cuando, en aquella época, nos íbamos enterando de la épica anónima del Frente, que no era tan amplio ni tan mediático como el de hoy.
Los chiquillos y las chiquillas preferían pasar colados y hacerse ver a través de sus acciones. Eran otros tiempos, donde no importaba mucho el lucimiento sino hacer las cosas bien. No interesaba mucho lo que pasara con uno. Importaban harto más los demás. Y aunque parezca que estamos hablando de una época de santos inocentes, que ciertamente nadie lo era, sí estaban las mejores intenciones y en eso la película no se pierde. Al contrario, no cede un palmo en decir con claridad que la cárcel es la cárcel y que estar ahí encerrado por haber atentado contra un general y su régimen genocida es eso y no otra cosa y lo seguirá siendo aquí y en la quebrada del ají.
Y en la calma y transparencia con que el relato avanza hacia ese objetivo es donde radica la mayor certeza de que estamos ante un ejercicio fílmico en torno a la memoria histórica absolutamente necesario, más aún en el contexto actual, donde pareciera que todo lo que se pretendió callar en aquel momento no solamente no enmudeció sino que vuelve a sacar la voz y con más ganas, con más rabia y con mucho, pero mucho menos miedo.
Y entonces, ¿quién es el que tiene miedo ahora? La película no busca responder esa pregunta sino apenas dar cuenta de algo qué pasó, un hecho emblemático por la fuerte carga metafórica de los hechos que, por eso mismo, deben ser narrados “minuto a minuto”. La estructura cronológica es una sana decisión de guion, así como la apuesta de concentrarse en los rostros, las manos que rasguñan la tierra en busca de la ansiada salida o las miradas que ahorran toda palabra resultan la mejor forma de retratar a un puñado de chilenos y chilenas venidos y venidas de todos lados, pijes y proletas, letrados y no letrados, con y sin anteojos, de barba o bigote, con melena o corte a lo milico, con o sin hijos, casados, separados, emparejados, solteros, ellos, ellas, todos y todas chilenos y chilenas que no claudican.
Y, sí, quizás todos algo ilusos e ilusas pero en ningún caso giles. Y, eso sí, con una generosidad que por momentos enternece. Revolver este baúl de los recuerdos puede resultar incómodo para más de alguien, pero se trata de una conversación pendiente. Una conversación que se interrumpió con la vuelta de la democracia y que ahora, en el contexto de un nuevo plebiscito ad-portas, incluso de una nueva Constituyente a la vuelta de la esquina, pareciera que hay que retomar y terminar aunque nos complique e incluso nos duela. No importa. Donde hay dolor hay sangre. Y donde hay sangre hay vida.
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