Por Enrique Saldaña Sepúlveda.- Los pasos de la poesía se deslizan por un derrotero secreto, apenas perceptible para el ser que vive en lo inmediato. Pero sabemos que esos pasos son insistentes, que no se han detenido nunca desde el momento del primer asombro y que permanecerán transitando mientras haya alma viva sobre esta tierra.
Quiero decir que la poesía fluye muy a pesar de nuestra conciencia práctica; y que está ahí, tan presente, tan viva, que ni siquiera somos capaces de respirarla. La paradoja de lo secreto radica en que está frente a nuestros ojos aquello que buscamos.
Y nos encontramos reunidos en el espacio de esta lectura para evidenciar que esa llave que abre la puerta del ser la hemos tenido siempre a nuestra mano, tal cual nos recuerda Elicura Chihuailaf. Que estamos aquí para escuchar «el hondo susurro» de los que no están, mientras «en el bosque los árboles se acarician con sus raíces azules». Esa palabra que abre para el ser humano la profundidad del ser, la compartimos acá entre nosotros en el libro Soy, de Álvaro Medina Jara.
Soy, es esa abertura poética hacia el reconocimiento más profundo de la realidad del hablante lírico.
Soy es ser, es estar ahí con todas las contradicciones, con todas las profundidades y las superficies, con el todo que lo constituye y lo afirma en su experiencia de vida. Soy, es la puerta de entrada porque ya se ha encontrado la llave que permite dar con el derrotero por donde se deslizan, como decíamos, los pasos de la poesía. Soy, es la ruta que se alumbra para contemplar, si esto alguna vez es posible, la realidad del ser.
Café, abrir la puerta.
Dar la cara al sol, y rogar, rogar.
Un ser que transita desde el mundo del hastío, desconfiado hasta de su sombra, preso de sus propios fracasos, pero que asume que esta búsqueda poética es un intento sincero y pertinaz, que no cesa de machacar una y otra vez «soy el azote constante», «soy el que despierta», el que se rebela a ese reconocimiento primero de sentirse preso en su escritorio y sus obligaciones.
Porque ante las adversidades, el hablante se levanta y enarbola el estandarte de su insistencia y enrostra al que escucha:
No has visto nunca
mi lanza en ristre
ni mi sangre…
en ese entrevero permanente de batallas cotidianas.
El hablante lírico sabe que transita por un delicado equilibrio, siente «el cansancio del alma» que a fuerza de latigazos se cierne sobre su lomo; que el reloj en esto es implacable, que es definitivo, que no detiene su marcha.
Sin embargo, advierte el resquicio que le permite ubicarse en el espacio de lo dicho a partir del reconocimiento de su propia existencia:
que cada milímetro de vida y cada segundo de soplo
en que compartimos los volúmenes cuadrados
sea nuestro
y sostenga el delicado equilibrio de las hojas
que pisamos cada día
hasta la muerte.
El ejercicio poético consiste en reconocer que la vida sigue y que nosotros estamos insertos en ella, muy a pesar de nuestro tedio, a contracorriente de la nube negra que de vez en vez se posa sobre nuestras cabezas.
Hay cierto lamento vallejiano cuando el hablante se pregunta sobre el peso que se necesita para curvar nuestros hombros, o cuánto dolor se requiere para doblar nuestras rodillas.
Por momentos, pareciera ser que se ha entrado a un lugar en donde reina la pena y el silencio, en donde las estrellas se posan en el cielo sólo para mirar nuestra derrota. Pero…
igual camino,
aunque tenga el zapato rengo.
Igual sonrío,
aunque la noche me oculte.
Son palabras que no se hunden en la desidia porque «aquí estoy y seguiré estando».
¿Cómo saldrá el hablante de este viaje que cada vez pareciera ser que lo hunde más? ¿Cuáles serán sus recursos que le permitan caminar por la precaria cuerda desde dónde ha iniciado su camino?
No hay respuesta para esto. Sólo el hablante sabrá hacia dónde se dirigen sus pasos. Pero de lo que sí quedará registro será de su insistencia, de sus permanentes levantadas después de las caídas, de la caminata que no ha cesado. Y cuando «mi mano encallada / se haya silenciado, / entonces hablarán de lo que soy».
El diálogo poético finaliza con la muerte. La búsqueda de los muchos caminos terminan posándose en el silencio eterno, en la oscuridad más espesa, en el lugar en donde toma posesión definitiva el ser:
Sólo entonces,
cuando muera,
el espejo me hablará con respeto.
Sólo entonces seré yo.
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