Por Hugo Cox.- Nos encontramos en un periodo de la historia de este país en que las certezas desaparecen, en que el discurso que surge es desde la ira, el enojo y, por lo tanto, está todo moldeado por el corto plazo, por el aquí y el ahora. Esto nace desde que en Chile se instala un fenómeno basado en esas emociones, en el malestar y el enojo, que venía lentamente configurándose y que desde octubre de 2019 emerge con fuerza, instalando una crisis política y social de gran envergadura y se agrega una crisis sanitaria de carácter global, que afecta a los países centrales y los países periféricos.
Estas grandes crisis nos dejan sistemas de salud prácticamente colapsados, y vimos cómo se “exportaban” pacientes a otras regiones; una economía estancada y con gran retroceso a tiempos que parecían que no volverían, que costará varios años recuperar; también hay pérdida de gran cantidad de puestos de trabajo que afectan tanto a personas con alta capacitación, como con baja capacitación.
La crisis del COVID–19 apagó la vida de personas (no son un número), terminó con empleos, con hábitos sociales, coactó libertades de desplazamiento, aisló a las familias y a las amistades, se suspendieron las clases en colegios, liceos y universidades. La vida cultural y deportiva totalmente detenida, y costará mucho esfuerzo ponerlas en pie y que empiecen a caminar.
Se develó con fuerza el drama de la cesantía, la pobreza, la marginalidad. Todo esto golpeó a la puerta de los miles de hogares; pero además dio cuenta de la insuficiencia en el sector salud (que se sobrelleva con el esfuerzo de quienes trabajan en esa área) y da cuenta del deterioro de la educación en sus distintos niveles.
Pero el sistema económico inicia con fuerza su reestructuración tanto en los países del centro como en los periféricos. En Chile ya se percibe con fuerza, notándose en la digitalización y automatización del trabajo y el predominio de la economía financiera, lo que ya instala la disminución acelerada de puestos de trabajo, se desmontan actividades en todos los sectores de la economía (servicios, transporte, educación, medio ambiente, etc.).
En este escenario emerge con fuerza el discurso que no tiene fronteras, y se diseñan futuros de soluciones simples en escenarios de alta complejidad. Este fenómeno descrito puede llevar a problemas serios de gobernabilidad, ya que las promesas de soluciones ofrecidas no podrán ser cumplidas, ahondando el ciclo de frustraciones sociales.
El proceso político nacional debe poner en el debate el estilo de desarrollo y la política democrática que asegure dicho estilo. Por tanto, la disputa estará -o debería estar- centrada fundamentalmente en que
las condiciones que harían posible la articulación de un consenso normativo democrático deben remitir en primera instancia , a los supuestos pragmáticos inscritos en los actos de habla que constituyen las relaciones de interacción comunicativa, pero además, a los procesos de aprendizaje práctico-moral que posibilitan la diferenciación estructural entre los componentes del mundo de la vida. En rigor, es a partir de estos procesos históricos de racionalización que se liberaría el potencial normativo que conllevan las estructuras de la comunicación posible de orientar hacia la generación de acuerdos racionales, volviéndose así a poner de manifiesto el carácter de ambivalencia normativa –correlativa disolución y apertura normativa – que caracteriza a la modernidad política en la visión habermasiana.
Este consenso es de carácter básico Habermas lo denomina pre reflexivo y que lo que se debería alcanzar es un acuerdo racional y por lo tanto argumentativo, para darle salida a las crisis antes referenciadas.
En síntesis es imposible reconstruir una sociedad desde la ira y el enojo, solo es posible la salida desde la argumentación fundada que permita un dialogo reflexivo y de cambio.
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