Por Manuel González Villamil.- En contextos contemporáneos, el ejercicio del poder ya no se impone exclusivamente desde lo institucional o la violencia física, sino desde una lógica emocional: la administración del deseo. Lo que se desea —y a quién se desea— no es aleatorio. Desde temprana edad, se inculcan patrones afectivos donde la sensibilidad se penaliza y la frialdad se premia.
La serie Adolescencia funciona como dispositivo narrativo para observar cómo el entorno social entrena afectivamente a los jóvenes. Se ridiculiza al empático y se enaltece al dominante. Lo emocionalmente inaccesible se erotiza; el cuidado se margina.
Ver también:
Carta de un psicólogo a padres tras ver la serie Adolescencia
Esta dinámica, lejos de ser anecdótica, refleja una arquitectura afectiva funcional al modelo neoliberal. El éxito, tanto relacional como profesional, parece reservado a quienes logran desactivar el vínculo emocional como obstáculo.
El psicópata funcional: un perfil adaptado al sistema
Lucía Halty, psicóloga especializada en perfiles criminales, describe con precisión quirúrgica al psicópata funcional:
A diferencia del estereotipo del asesino serial, el psicópata funcional no necesita transgredir la ley: le basta con adaptarse. Según Halty:
“Manipula, miente, traiciona… sin culpa. Son fríos, encantadores, rentables. Justo lo que el sistema quiere.”
Este perfil no es marginal; es funcional. El sistema no lo excluye: lo absorbe. Como advierte Halty:
El neoliberalismo emocional y la promoción de la frialdad
El neoliberalismo no sólo organiza mercados: también produce subjetividades. En esta lógica, sentir es una traba. Cuidar, un lujo improductivo. Dudar, una muestra de debilidad. Por eso el sistema no corrige la psicopatía funcional: la necesita. La frialdad emocional, lejos de ser un defecto, se vuelve virtud de gestión. El psicópata funcional es un agente deseable en un entorno donde la sensibilidad es desechable.
Halty lo sintetiza así:
Y no necesitan gritar ni golpear. Basta con usar tus emociones en tu contra:
De ahí que el chantaje emocional sea su herramienta más fina:
El deseo no es neutro: la regla del 80/20
El deseo, como toda construcción cultural, responde a jerarquías. Diversos estudios sobre plataformas de citas (como los de OkCupid) muestran que el 80% de las mujeres prioriza afectivamente al 20% de los hombres. Esa minoría, lejos de destacar por su empatía, suele representar modelos dominantes, emocionalmente inaccesibles y calculadores.
No es coincidencia: el sistema enseña a desear aquello que reproduce su lógica. Se erotiza al que escala, no al que acompaña. Se rechaza al sensible no porque falle, sino porque interrumpe la narrativa del éxito. Este patrón no es biológico; es político. No responde a la naturaleza, sino a una pedagogía del deseo que se instala como sentido común.
Adolescencia: pedagogía afectiva en clave ficcional
La serie Adolescencia dramatiza con claridad esta pedagogía afectiva. Lejos de ser una simple historia juvenil, opera como metáfora del orden emocional dominante. La violencia no necesita gritos para imponerse; basta con la normalización del desprecio al que siente. El bullying no es una desviación. Es una práctica fundante: quien no domina, será descartado.
La adolescencia no es sólo una etapa biográfica. Es el momento en que se nos enseña qué vale y qué no. Y en ese entrenamiento, la crueldad se presenta como liderazgo, mientras la vulnerabilidad se transforma en motivo de exclusión.
El poder es el hábitat ideal del que no siente
En estructuras de poder, el desapego emocional no es un problema: es una ventaja. Según Halty:
Y lanza una frase demoledora:
El sistema no sólo tolera al que no siente: lo asciende. Porque explotar, ajustar o despedir sin culpa es más rentable. Byung-Chul Han lo expresa con otra fórmula: en la era del rendimiento, la compasión es un lastre.
La producción de odio como síntoma estructural
La configuración del deseo en torno al dominio genera víctimas dobles: quienes son heridos por los dominantes y quienes son invisibilizados por no parecerse a ellos. Las mujeres que han sido manipuladas por figuras dominantes pueden generalizar su experiencia hacia un rechazo más amplio. Los hombres que no encajan en el patrón deseado —el emocional, el cuidador, el frágil— experimentan frustración, y muchas veces, resentimiento.
Allí nace el incel, no como monstruo aislado, sino como producto del mismo sistema que también fabrica manipuladores. La exclusión afectiva y sexual no es una excepción: es una consecuencia directa de una lógica que enseña que solo el que escala merece amor.
Feminismo, deseo y contradicción estructural
En este contexto, el discurso feminista dominante —cuando no revisa el deseo— puede quedar atrapado en la misma lógica que critica. La autonomía económica no garantiza la transformación de los vínculos si el deseo sigue orientado hacia la figura dominante. El empoderamiento, sin análisis del deseo, puede convertirse en simple selección por estatus.
La mujer obrera ya no desea al hombre obrero: desea al ascendido. No necesariamente porque sea mejor, sino porque ese es el modelo deseable que circula como norma. Y esa norma es también producción ideológica.
Desear distinto como gesto político
El deseo no es espontáneo. Se educa, se reproduce, se ordena. Amar al que cuida, al que no domina, al que duda, no es simplemente una decisión íntima: es una desobediencia. En un mundo que premia la frialdad, elegir al que siente puede ser un gesto profundamente subversivo.
Quizás la transformación no comience en el Estado ni en la calle. Quizás empiece en el algoritmo, en la cama, en el mensaje que uno responde… o no. Porque en el fondo, cambiar lo que se desea es una forma radical de cambiar el mundo.
Deseo desigual, mercado sexual y sobreexplotación afectiva
El deseo no opera igual para varones y mujeres, y ese desfase es clave para entender cómo el neoliberalismo reorganizó la intimidad, el género y el afecto. El deseo masculino es más explícito, más visual, más inmediato. Lo vemos: hombres persiguiendo, proponiendo, buscando. En cambio, la mujer —deseada socialmente— concentra poder de elección. Tiene más demanda que oferta, y eso se convierte en una ventaja afectiva… hasta que entra el sistema.
En el mercado sexual, la mujer tiene 30 mensajes de pretendientes; el hombre, ninguno si no tiene algo que “ofrecer”. El resultado es brutal: al hombre se le exige convertirse en proveedor para ser mínimamente deseado. No basta con acompañar: hay que rendir. Y rendir, en este contexto, implica entrar en una lógica de competencia económica, emocional y simbólica que no todos pueden sostener.
Ahí es donde el varón obrero queda desplazado. Ya no es figura de familia, ni de deseo, ni de respeto. Es “compañero de cuarto”, sin autoridad simbólica ni lugar en la economía emocional de la pareja. No porque haya hecho algo mal, sino porque el sistema lo volvió prescindible.
El neoliberalismo, en nombre del empoderamiento, sacó a las mujeres al mercado laboral… pero sin redistribuir las cargas. Duplicó sus tareas y les vendió la independencia como consuelo. Las mujeres trabajan más, crían más, cuidan más y aún así deben “elegir bien”. Mientras tanto, al varón no exitoso se le retiró el valor afectivo. No importa si es leal, sensible o cariñoso. Si no escala, no existe.
En esa distorsión, el deseo también se vuelve instrumento de lucro. El algoritmo selecciona por estatus, el emparejamiento se vuelve transacción, y la vivienda se financia sobre la base de dobles ingresos precarios. Se naturaliza que un departamento cueste cinco veces más de lo que debería, porque ya no hay hogar: hay individuos productivos, funcionales, sin vínculos estables.
Detrás de todo ese ruido, el sistema logra su objetivo: mantenernos separados, endeudados, exigidos y emocionalmente cansados. Y mientras tanto, el discurso dominante celebra la fragmentación como si fuera libertad.
Manuel González Villamil es Magíster en Ciencias Políticas y Pensamiento Contemporáneo por la Universidad Mayor de Chile. Candidato a Doctor en Ciencias Políticas y Administración Pública por la Universidad de Murcia, España.
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