Por Álvaro Ramis.- La lógica de la polarización y las tendencias autoritarias ha permeado la política de muchos países. Esta dinámica tiene su origen en procesos de desprotección, precarización, aceptación de los discursos de odio y el fracaso de los proyectos colectivos de transformación de la realidad. Como resultado, la agenda política global se ha desplazado en temas tan delicados como la migración, los Derechos Humanos, la militarización de los espacios de vida, el rechazo a las reivindicaciones de género o el lugar de la ciencia en las decisiones públicas.
Ante este escenario, se advierten dos tipos de liderazgo que reaccionan de forma divergente ante estos objetivos. Un modelo de liderazgo se basa en alzar las propias banderas, mediante la afirmación de convicciones y certezas, sin importar si poseen fundamentos ciertos y acreditables. Estos liderazgos anteponen la voluntad y obtienen a cambio un apoyo cerrado, intenso y apasionado, de un sector de la población. Donald Trump es claramente un ejemplo de este tipo de líder, pero sería simplificar la realidad si negamos que existen líderes “de bandera” en todo el arco político.
Hay otro tipo de liderazgo que no se basa en levantar una bandera clara y distinta, sino en advertir las posibilidades de articulación, e incluso de cooperación inteligente, que se pueden generar entre distintas miradas de la sociedad. Estos son los liderazgos “puente”, que en momentos de alta confrontación y disputa permiten superar la parálisis política que imposibilita que los países avancen. Los liderazgos “puente” suelen ser observados con desprecio por los líderes de “bandera”, porque prefieren postergar los juicios propios para destacar los puntos que comunican y relacionan a la ciudadanía. Se les critica porque no tendrían opinión propia y por carecer de voluntad en la toma de decisiones. Sin embargo, la historia demuestra que este tipo de liderazgos logra los acuerdos fundamentales que perduran en el tiempo.
El Chile actual necesita un liderazgo “puente”, porque el proceso constituyente sólo se podrá resolver mediante la concreción de un pacto social perdurable. El conjunto de reivindicaciones sociales que se levantó con el estallido y que adquiere, en la noción de dignidad, una enorme densidad política, tiene como contrapartida la superación de una gravísima crisis económica, anterior a la pandemia, que condiciona la posibilidad de responder a las expectativas de la ciudadanía. En otros términos, la agenda de cambio constitucional debe acompañarse de otra centrada en un fortalecimiento de la estructura productiva, que permita dar un salto sustancial en el desarrollo.
Ambas dimensiones parecen a primera vista contradictorias: por un lado, está la agenda social de la calle, que exige derechos garantizados; y por otro, la agenda financiera de las empresas, que necesita innovación, inversión y capacitación para generar valor agregado y complejidad en sus operaciones. Si estos dos requerimientos se analizan como antagónicos y excluyentes, es probable que Chile mantenga y agrave su actual crisis política y social, y postergue de forma incierta su condición de estrella menguante en América Latina. Este dilema no se puede analizar como un silogismo disyuntivo, donde una premisa excluye a la contraria, sino como un silogismo condicional, ya que ambas premisas se necesitan para resolver sus propias afirmaciones.
Álvaro Ramis es rector de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano
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