Por Jorge Silva Améstica.- La canción que Serrat popularizara en la década del 80 y que repetía en sus estrofas incesantemente la sentencia que eso no se dice, que eso no se hace, que eso no se toca¸ haciendo alusión crítica a las típicas formas de crianza hasta la época, representó para entonces el cuestionamiento a estilos parentales castradores y que el autor se encargó de poner sobre la mesa. Digo poner sobre la mesa en alusión a la intención comunicativa que tiene el arte, el que no solo representa una estética, sino una propuesta de lenguaje en la que las sociedades discurren en torno a qué es bello o no basadas en visiones, argumentos y fundamentos que despiertan la maravilla o el horror.
Tuvieron que pasar varias décadas para que, efectivamente, desde la educación y los diferentes espacios de socialización, acordáramos la necesidad de dominar nuestros propios demonios para darle espacio a la maravilla que encierran las locuras de «los locos bajitos», como los llama Serrat en su ineludible canción, término que acuñó del humorista, también catalán, Miguel Gila. De manera que cuando decimos infantilizar, no hacemos referencia a tratar a otro como si fuera un niño o niña, sino más bien a tratarlos como un infante. En la raíz del término latino, compuesto del prefijo in– (negación), fari (hablar) más el sufijo nte (agente), podemos entender al infante como aquel que no tiene voz, razón por la que seguramente las educadoras de párvulo, primeras formadoras de la ternura, han abandonado el término.
Por tanto, cuando infantilizamos a algún adulto no lo reducimos a una edad cronológica determinada, sino más bien a una condición de no participación, le quitamos la voz a quien no tiene motivos para no tenerla. Es posible, en este sentido, que no solo la juventud del presidente en ejercicio, sino que sus declaraciones respecto a un trastorno obsesivo compulsivo (TOC) médicamente controlado, además de otras cuestiones como su reciente juventud universitaria, sean pretexto y razón para infantilizarlo.
Un ejemplo de ello viene ocurriendo hace un tiempo ya en que variados personeros, no solo de la derecha más conservadora, sino de la más liberal, e incluso del llamado progresismo de centroizquierda u otros eufemísticos nombres con los que se autodenominan, han cuestionado la falta de prescindencia del presidente frente al plebiscito del 4 de septiembre: «Presidente, que eso no se dice, que eso no se hace, que eso no se toca». Respetar las normas y las instituciones no es una cuestión que me genere gran incomodidad, la verdad de las cosas. Dicha prescindencia está estipulada en la Ley Orgánica Constitucional de Bases Generales de la Administración del Estado, así como en el Estatuto Administrativo. De manera que la incomodidad no es con el plano jurídico, sino que con sus exégetas.
Confundir prescindencia con infantilismo es lo que resulta realmente incómodo, pues el uso amañado de la norma no es más que la intención de quitarle una voz legitima a quien de por sí la tiene. No se trata del presidente Boric, se trata de todos los presidentes por venir y de todos los funcionarios públicos actuales y venideros, porque no parece razonable que se inviertan recursos públicos, incluidos los mal llamados recursos humanos (como si la humanidad pudiera reducirse a un bien de capital), en propaganda electoral de un sector o en desmedro de otros, pero ello no puede seguir siendo la excusa para mutilar la expresión de lo que es evidente, lo cual resulta en una mascarada ridícula.
No se trata tampoco del contralor general de la república, el hombre tiene un trabajo que hacer, y lo hace. Pero en esta tierra los intérpretes de la norma sufren de pretensiones de control sobre la misma cuando, tras la mascarada, pretenden ocultar aquello que es evidente: la propuesta de Constitución es el fruto de un temerario acuerdo liderado por el entonces diputado Boric, lo que le granjeó una serie de adjetivos en que el de «traidor» era el menos insultante. Lo entiendo, puede pasar, la osadía se paga cara. Pero recurrir a un formalismo jurídico para acallar lo que es por todos sabidos termina por convertirse en un acto deshonesto aun con el respaldo de los instructivos y sanciones de Jorge Bermúdez.
Un país amordazado no puede sentarse a la mesa, no puede ofertar lenguaje porque de antemano está vetado. No se trata de hacer campaña por el Apruebo desde La Moneda, se trata de no tener que ocultar lo que para todos es claro y tan prístino como la responsabilidad del gobierno de mandar a imprimir miles de ejemplares para informar a la comunidad, presupuesto que por lo demás no había problema en devengar, ya que era parte de los recursos asignados a la Convención Constitucional.
Las expresiones de esta mascarada no se reducen solo a las rebuscadas exégesis de personeros sobre las declaraciones, actos u omisiones del presidente y su gabinete, también a los contratos con el Estado. Muchos no tardaron en balbucear en voz alta los millones que se gastaban en aquello como si fuesen millones gastados en propaganda, que si le pone un autógrafo es propaganda, que si lo salen a repartir es propaganda, que de ese documento no se dice, que repartirlo no se hace, que si se imprime no se toca. Le hablan a un infante, no a los adultos.
Se gastaron varios centenares de millones de pesos para imprimir la propuesta constitucional, sí, y a través de un trato directo con una imprenta propiedad de El Mercurio SAP, la verdad sea dicha: casi un millón de ejemplares. Es evidente que los errores comunicacionales del gobierno le pasan la cuenta, porque en este país hay que decir las cosas de una remilgada manera para no ofender a nadie, y este gobierno muchas veces carece de esos cuidados, tal vez por inexperiencia, con menor fortuna por ingenuidad. Más allá de aquello, se me hace insoportable la revolcada en la gramilla de la probidad de algunos medios cuando pienso en los más o menos $600 que costó la impresión de cada uno de los ejemplares del texto que generó la Convención elegida democráticamente.
Un periódico que intenta definirse como instrumento de cuestionamiento al poder lanza el titular insinuando un contubernio entre la nueva izquierda chilena y la familia Edwards, pero sin entregar un solo antecedente que dé cuenta del mismo. A mí, en verdad, la dichosa impresión solo me retrotrae a los relatos de los viejos cuando nos contaban que en el gobierno del Chicho las ediciones de Editorial Quimantú se vendían al mismo precio que la cajetilla de Hilton en los quioscos de diarios, a razón de 50 mil ejemplares por semana, de manera que un millón en un mes es un récord no superado en 50 años.
El diario aludido más bien registró la noticia sin reconocer que la mentada imprenta es de ellos, porque eso es objetividad, eso nos enseñan, a omitir ciertos datos, no vaya a ser que las cosas se nos vayan a desobjetivizar, no vaya a ser que dejen de ser cosas cuando las nombremos, cuando en realidad ocurre al revés. El lenguaje relamido como letras alcohol gel, de tan aséptico, llega a ser más amigo del ocultamiento que de la transparencia. ¿Por qué no decir «nosotros lo imprimimos y lo hicimos al mejor de los precios posibles»? Más de alguno dijo que el presidente y su gobierno estaban salvando a El Mercurio de la quiebra, evidenciando su falta de proporciones, pues si le sacamos un 30%, que es más o menos el porcentaje de utilidad que usan las empresas, van quedando 180 millones. No me burlo, pero creer que esa cantidad puede salvar de la quiebra a los Edwards es como pensar en que un clonazepam de 10 puede aturdir a un elefante.
Tal vez, el peor defecto de este gobierno es dejar que lo infantilicen, no atreverse a sobrepasar las exégesis de la norma, no arriesgarse a proponer un cambio de lenguaje en tiempos de evidente cambio, no solo aquí, no seamos cortos de vista: es un cambio de época, y si no es posible cambiar el lenguaje allí, pues habrá que esperar un siglo más. El siglo XX se encargó, no muy bien para ser honestos, de cambiar el lenguaje de la guerra por el de la diplomacia, que más bien era el de los negocios, y la primera veintena de este siglo ya nos muestra cómo el lenguaje de la guerra vuelve a tomarse las páginas de la historia. Así es que, ¿por qué no defender con altura la impresión de los ejemplares?, ¿por qué no poner los fríos números sobre la mesa? Bueno, una de las respuestas puede ser que no nos sentamos a la misma mesa.
Eso nos diferencia de la intención comunicativa de Serrat, que ponía sobre la mesa la maravilla de los locos bajitos en momentos en que sus locuras eran llamadas diabluras, o en que el adjetivo travieso se homologaba a bandido: «Mira que es bandido este cabro» o «¡Qué “marimacha” esta cabra». Una suerte de deconstrucción del lenguaje en que la poesía reemplaza la adjetivación de las cosas por las sensaciones y los sentimientos que les aguardan, invitándonos a sentarnos a la mesa, a los que consienten demasiado y a los que maltratan demasiado; una invitación a reírnos de lo que tradicionalmente nos hace enfurecer y a avergonzarnos de la ira que dejamos ir contra los más pequeños.
Pero cuando infantilizamos al del frente no estamos convidando a nuestra mesa, sino imponiendo unas reglas para comer que quitan hasta el hambre, como el padre desquiciado de ira que suele hablar golpeado y golpear la mesa cuando piensa que más importante que el momento de estar todos juntos es estar como él dice que hay que estar. No se puede seguir siendo un muchacho con temor al padre, es preciso proponer otros términos para la conversación. Y, por cierto, desnaturalizar ciertos preceptos normativos: «que con terroristas no hablamos», que de nuestras preferencias no decimos, que ciertos temas no los tocamos. No sé dónde está el coraje, pero habrá que saberlo encontrar, para poner la mesa por delante y las adjetivaciones en el bolsillo perro del pantalón.