Por Edgardo Viereck Salinas.- El ciudadano Jewell no salió de un cuento. Su figura emerge desde la realidad. O al menos eso es lo que se nos dice. Eso coloca la vara muy alta cuando se trata de hacer este relato creíble en un mundo lleno de cosas bien poco creíbles.
Richard Jewell nunca hizo nada, se nos reitera insistentemente, lo que no significa que no haya hecho algo para merecer el trato que recibe de parte de buenos y malos en un mundo viciado de poder, información falsa y mucha mentira.
Es un mundo oscuro el que rodea a este ciudadano candidato a héroe que consigue recibir ese título sin rendir examen. O mejor dicho, rindiendo la prueba más importante de su vida con las respuestas escondidas en la mano. Si señor, lo que se lee, Jewell hace trampa vestido de niño bueno porque se las sabe todas por adelantado y por eso nos sorprende, siempre yendo un paso delante nuestro, en todo momento con la respuesta perfecta a flor de boca, con la sonrisa justa, con el gesto preciso incluso cuando se muestra torpe e inepto.
¿Quién es entonces Richard Jewell? ¿El bueno o el malo? ¿Es humano o robot? ¿Santo o ladrón? ¿Héroe o bribón? La ironía hacia la película aquí ensayada vale en toda su extensión sin que esto signifique desalentar a verla.
Por el contrario, la invitación es a verla con mucha atención pues su historia quiere pasar por arrebato liberal anti sistémico, en circunstancias que en sus intersticios se oculta una fuerte carga totalitaria. Porque el caso de Richard Jewell es un esbozo de alegato con sesgo social demócrata de nuevo cuño, que destaca por la actitud del protagonista de insistir obstinadamente (hasta la alienación) en hacer que las instituciones funcionen… a su manera claro está y con la idea obsesiva de que todos deben seguirlo a él.
Jewell no sólo abre las puertas de su casa al FBI, sino que se esmera por seguir sus corruptos instructivos a cualquier costo, incluso su propia humillación y denostación con ribetes de escarnio público. Richard Jewell da vergüenza ajena cuando, al final, después de todo, se nos aparece vestido de uniforme y completamente embebido de su rol de policía. Un sueño que le ha significado un costo tan pesado de llevar como la cruz de Cristo, pero que a él no le importa cargar y ni siquiera compensar por los daños sufridos pues ahí es donde está esperándolo su redención casi celestial.
¿Quién es Richard Jewell? ¿Una historia real o un dedo metido en la boca del espectador? ¿Habría alguna diferencia? En un mundo de noticias falsas, la película de Clint Eastwood denuncia a una prensa ochentera que ofrece visos de lo que será nuestro futuro, es decir nuestro presente, pero no alcanza a asustar porque el ciudadano Jewell no ofrece resistencia alguna y parece disfrutar su “vía crucis”.
No se agobia ni sufre porque él no es “ese tipo de hombre” que se resiste sino que comprende a su opresor. Jewell se compró el cuento de ser un cordero de Dios. Pero no le alcanza con lo que tiene porque su vocación de vivir el calvario que lo llevará a la gloria es demasiado individualista y resulta demasiado distante como para inquietar a los demás. De hecho, en el final de la odisea de Jewell está la vuelta a una cotidianidad sorda, ciega y bastante muda ante los verdaderos abusos, que no son los que sufre Jewell sino, justamente, todos los demás. En ese sentido, la historia de Jewell no es más ni menos que el relato -con aroma a telenovela- del ascenso a la cúspide de cualquier héroe gringo en una sociedad individualista y competitiva. Jewell lo sabe y su plan es simple: pórtate bien, deja que te apaleen un rato y defiende al sistema sin claudicar pues si hoy te muerde, mañana serás tú el que muerda más fuerte. El que ríe al último ríe mejor, pareciera decirnos Jewell desde su retrato que cuelga en el living de su casa (que en realidad es la casa de su mamá) posando de medio lado con una luz edulcorada digna de revista de espectáculos y un “look” de aire nazi que resume cuál brillante metáfora visual a un don nadie con ínfulas de reyezuelo.
Todo muy sutil, por cierto, pues se trata de hacer pasar el discurso por liberal, democrático y defensor del pueblo. Y claro que si, es verdad que Jewell es de ahí, de ese pueblo azotado por los abusos de una élite a la cual, no obstante, los marginados quieren acceder aunque sea por un día y aunque eso signifique una vida entera de indignidad. Para Jewell, París bien vale una misa y su ética debiera hacernos reflexionar profundamente acerca de lo que realmente significa defender principios. Jewell pareciera darnos una lección de consistencia cuando en realidad no es más que una de las mil caras del oportunismo en estos nuevos tiempos de “likes”, “memes” e inteligencia artificial. Es oscuro el mundo que rodea a Richard Jewell, pero más oscuro es él.