Fidel Améstica imagina que el caso de Luis Hermosilla puede servir para una novela. Pero el desafío moral y espiritual puede ser mayor de lo pensado.
Por Fidel Améstica.- “Porque no tengo nada que me sobre,/ por eso es que yo digo que soy rico;/ porque prefiero ser un tipo pobre/ a ser alguna vez un pobre tipo”. Tabaré Cardozo.
Tiempo hace ya que circulan memes con la imagen de Luis Edgardo Hermosilla Osorio, «El Señor de los Pasillos», como tituló Ximena Pérez Villamil una columna en El Mostrador (21/8/2012). En dichos memes, su imagen, donde no se le mueve un músculo en el rostro, se acompaña con frases extraídas de sus propias palabras muchas veces: Te mando un WhatsApp, Todo esto se arregla con plata, Hay que armar una caja, Compadre, ¿qué más podí hacer?, Y aquí está metido medio Chile, Agarrar los pitos, y a Jamaica, etc.
Lo que el poeta John Donne atribuía como función a la gran literatura, nos cuenta Ernesto Sabato, de algún modo, lo cumplen los memes: «despertar al hombre que viaja hacia el patíbulo». Y lo que se encamina al cadalso no es su persona, sino que su imagen. Es un verdadero asesinato ―o pena de muerte― de imagen. El linchamiento público no se da en la plaza. O la plaza pública ha sido reemplazada por la pseudoágora virtual, donde todo es posible y permitido, espacio en que la justicia se ejecuta como funa. Las erinias o furias por ahí se desatan y desbordan (aunque contenidas y circunscritas al universo de las plataformas informáticas), ya que no tienen un lugar en la polis.
Es así que «nadie duerme en la carreta que lo conduce al patíbulo», aunque «todos dormimos desde la matriz hasta la sepultura, o no estamos enteramente despiertos», seguía refiriendo Sabato en El escritor y sus fantasmas. Durante el reinado de la guillotina, por otro lado, a los condenados que se los trasladaba en la carreta la muchedumbre les arrojaba frutas y verduras podridas… ¡Quién puede dormir así! Los memes asumen de esta forma su condición de arma arrojadiza desde la turba. Ni modo. La ironía, la irreverencia libertaria y el jolgorio dionisíaco no tienen en nuestro país un carnaval por donde respirar y limpiar así, en algo que sea, la pudrición que acumulamos durante el año.
Y por más que le arrojen a Hermosilla de todo con los memes, esa imagen jamás despertará. Es una imagen. Ni duerme ni despierta. No tiene más vida que la que queramos atribuirle. Empero, ahí puso sus fichas la persona a quien refleja. Su ser lo puso en su reflejo. Y al matar su imagen, hasta ahí nomás llegó su ser. El golpe va a la estructura mental de aquel individuo, independiente de si zafa o no la acción de la justicia.
Todo es un espectáculo en la maquinaria de la contingencia. Vivimos inmersos en una ficción sin un destino en las manos, el cual confundimos con los objetos de nuestro deseo y capricho del momento. Cada uno cree jugar un rol y protagoniza ante sí mismo una historia que pretendemos controlar y dirigir. Y, a contrario sensu, todo resulta distinto a nuestras pretensiones.
No habitan nuestra escena ni Edipo, ni Hamlet, ni nada que se les parezca. Como ya no hay relación ni puente entre el ser y el hacer, solo las luces del poder les dan contornos a los personajes que lo circundan en vuelos de polillas o movimientos aleatorios, como moscas alrededor de la mierda.
No se lea aquí un pesimismo producto de la desilusión y el desencanto. En absoluto. Más bien, es una mirada de inventario con vistas a actuar en esas condiciones. No por pésimos actores o utilería maltrecha que haya dejaremos de representar el guion nuestro de cada día, por intragable que fuese. Un buen actor suele salvar un libreto insalvable.
Me lo planteo por las reacciones ante el caso Hermosilla. Hacia el susodicho, nuestro semejante, no puedo sentir más que conmiseración. Ante los hechos y los análisis probatorios que llevan a cabo los tribunales, se da curso a la indignación, rasgar vestiduras, el escándalo, y se pasa de la beatería ciudadana a los memes de las masas en los espejos digitales y redes del ídem.
Un programa de YouTube, a modo de escarnio, habla cada tanto del «Momento Hermosillo». También es un «poderoso», o que se creía «todopoderoso», que va a la cárcel, remarcó y refrendó hace unos días el presidente Boric, sin que, por supuesto, nadie se lo pidiera. El hombre tiene su imagen en el cadalso de la bufa y arriesga penas severas por soborno reiterado, lavado de activos y delitos tributarios, de llegar a probarse estos cargos. Todo gracias a la filtración de un audio ―y no de los mecanismos de control― que nos da una pincelada de cómo se mueven los que la saben hacer. Quizás se confió demasiado y se sentía muy seguro, piensan unos. O es mero cálculo estratégico el que conservara sus WhatsApp, que suman más de setecientas mil páginas, consideran otros.
La conmiseración, no obstante, surge porque los memes, escarnios, moralinas y demases, finalmente, lo deshumanizan. Comienza a prevalecer una caricatura que, a la larga, devendrá en una banalización. El periodismo y el análisis político son una cosa, pero muy otra el comidillo farandulero y la repetición mecánica en las noticias de las mismas frases, epítetos y lugares comunes que acotan y encapsulan, a modo de contención, un fenómeno que está más naturalizado de lo que se cree.
Frente al lenguaje de los medios de comunicación de hoy, así como el de las redes (anti)sociales, falta un lenguaje que haga el contraste, que amplíe el espectro de esta ficción que llamamos realidad. Es tentador el juicio público, el que suele nacer de una sed de justicia más que de un sentido de la misma; y este juicio abstrae al ser humano a una imagen de cómo se lo ve o de cómo se quisiera verlo, en cuya proyección puede haber bastante transferencia no confesada o reconocida.
Como todos y cada uno, Hermosilla viene de una familia, de un entorno, de una formación, todos factores que contribuyen a moldearlo, aunque no determinantes decisivamente. Cada cual, pese a ello o justamente por ello, toma sus decisiones y elige su camino. No creo que amerite una biografía, o más patético aun: una autobiografía. La situación, el caso, llama a una indagación literaria más audaz.
Los focos de la moral están sobre Luis Hermosilla… ¡Miren qué cosa! La moral, la más frágil de todas las tarimas. Me pregunto si los focos de un novelista estarán puestos en el hombre. Todos lo señalan con el dedo y le dan su paliza virtual, y a través de su hermano se defiende como guarén arrinconado tratando de arrastrar a su alcantarilla a una cáfila de personeros; como alguien dijo, están tratando de matar el chancho a palos, y el verraco grita como diciendo: «¡Por favor! ¡Traigan a un profesional!».
Importa más, considero, bucear en el marasmo de las posibilidades del alma humana a través de su derrotero en los contextos que la vida le ofrece, de las huellas que deja; cómo y por qué cada cual elige lo que elige y hace lo que hace. Sabemos que Luis es hijo de Nurieldín Hermosilla, abogado de gran notoriedad y prestigio público, en especial por el caso Degollados (1985); hombre culto, coleccionista nerudiano, amigo de Violeta Parra, y con amplios vínculos fruto de su trabajo profesional y carácter honorable.
De su hijo Luis, se ha dicho que egresó del Instituto Nacional en 1973, aunque algunos precisan que no es tal, pues habría pedido a su padre ser retirado de ahí dos años antes por lo menos, ya que no soportaba el tren de estudios o el ambiente de exigencia. También, que entró a los 14 años al Partido Comunista y que durante tres lustros fue jefe de su aparato de inteligencia en la clandestinidad, aunque el PC niega esto último. Los hechos de público conocimiento llaman a sacudirse de la memoria a un tipo como este, se dirá. En todo caso, los datos biográficos no dicen más verdad como sí podrían hacerlo puestos en la ficción narrativa.
¿Qué sucedió en él que lo llevó a transitar por pasillos de moros y cristianos, de ida y vuelta, sin asco? ¿Cómo pasó Luis Hermosilla de ser un núbil militante comunista a codearse con la flor y nata de la UDI desde los tiempos en que estudiaba leyes en la Universidad Católica? Trabajar en la Vicaría de la Solidaridad y ayudar a su padre en el caso Degollados, ¿no remeció su mundo interior al ser testigo de la crueldad humana? Quizás pensó, ¿para qué trabajar tanto aquí si puedo estar en el otro lado con mucho mejor rédito económico y de estatus?
Muchos se preguntarán, ¿cómo a don Nurieldín le salió un hijo como Luis, o Juan Pablo, que se da el lujo de ser altanero con la jueza y amenazar por la prensa en defensa de su hermano con dar a conocer más nombres relevantes que acudieron a Luis por ayudas o favores? Y ambos litigantes trabajaron con el padre y fueron formados por él, como formó a un conjunto de abogados que han trabajado en casos de connotación pública.
¿Qué hay de su infancia y adolescencia, del ambiente familiar? ¿Era muy fuerte la imagen del padre y una forma de matarlo era optar por un camino opuesto al suyo? ¿La imagen del padre lo hacía disminuirse y, por tanto, necesitaba visibilizarse de alguna manera, que lo reconocieran, que los grupos de importancia le hicieran un pasillo a su paso? ¿Hasta qué punto los grupos de interés lo utilizaban para el trabajo sucio, le daban una palmadita en la espalda con un fajo de billetes, pero sin reconocerle un sentido de pertenencia a su propia clase? ¿Acaso Luis quería pertenecer a algo?
Son preguntas con las que un novelista puede trabajar y reconstruir con imaginación un mundo que no es enteramente visible o perceptible. No me seduce vapulear a alguien como Luis Hermosilla; a fin de cuentas, él eligió ser y actuar en función de un mundo que le posibilitó sus decisiones. Él no inventó la máquina, pero le conoce todas las mañas siendo el operario que ha sido. Así lo entiendo y lo he dicho antes. Su hambre de notoriedad y distinción le está cobrando la factura hoy por hoy. ¿Pero esta caída lo sacudirá en verdad a tal punto de cuestionarse la persona que es? No lo sé. La resiliencia puede ser un mero trámite algorítmico en alguien que no cree en nada. Aunque, si es capaz de reconocer el dolor en sí mismo, puede que el cuento sea otro.
No es el único ni el más grande, supongo, de los operadores del poder en las sombras, pero hoy está a la mano, como lo estuvieron en su minuto Carlos Lavín y el «Choclo» Délano por el caso Penta, destapado por el despecho de un exsocio, Hugo Bravo (nuevamente, no por los mecanismos de control). Apuntar con el dedo a personas como estas es lo fácil, pero nos olvidamos de que hay un orden y una sociedad donde se gestan, que los hacen posibles, así como hacen posible la surgencia de un tirano.
Aquel que quisiere saber qué es o ha sido un país, tiene que ir más allá de la contingencia y los libros de historia, y conocer las obras de sus escritores, en especial de los novelistas. Hay una densidad en la cual solo puede sumergirse la literatura. Y en el caso de Chile, Manuel Rojas y José Donoso nos permiten entrar desde ámbitos sociales muy disímiles y opuestos en las pulsiones que han modelado nuestra historia. En los cuentos, Juan Emar, Carlos Cerda, José Miguel Varas, por ejemplo, pinchan y ponen a prueba, cada uno en su estilo, los consensos del lenguaje con experiencias vitales de los personajes.
Y ahora mismo, mientras escribo, pienso en dos novelas. Una es Cuerpo creciente (1966), de Hernán Valdés († 2023), donde la perspectiva de un niño, de la mano de su abuelo que subsiste elaborando coronas de flores de papel que vende a las funerarias, nos avisa ―impensadamente― de la latencia del tipo de sociedad que vendrá posdictadura. La otra es La vida doble, de Arturo Fontaine, perturbadora narración de una guerrillera chilena que termina en el otro bando y la no menos inquietante escucha del escritor que quiere novelar su historia… Varios nos preguntamos, hasta hoy, en qué estado quedaría el autor después de terminar la escritura de este libro.
Jorge Guzmán rastreó una subyacente estructura matriarcal en Ay, Mama Inés y el peso portaliano en La ley del gallinero. Diamela Eltit jala al lector hacia un lenguaje disgregado en voces en busca de coherencia. María Luisa Bombal, en La amortajada, al integrar la voz de la narradora en primera persona en la desrealización de la muerte, desnuda el mundo vivido y queda el silencio como el ámbito más leal del ser.
Son juicios e impresiones de un simple lector, discutibles sin duda. Pero son obras que dan cuenta también de lo que cambia y permanece en nuestra sociedad chilena. A partir de la tiranía cívico-militar de 1973, nuestra sociedad volvió a cambiar; el cambio de horizonte la hizo mutar, y aparecen nuevos personajes acordes con los tiempos, ludópatas y operadores en el sistema financiero; cultos, pero con una concepción distinta de la cultura, considerada como un producto a adquirir y no en tanto experiencia vital; cultos, pero brutales. ¿Alguien ha novelado esto? Muchos gozan con la caída de Luis Hermosilla, pero gozarían más con los privilegios que este ha tenido.