Por Gonzalo Martner.- El modelo híbrido de mercado concentrado y de regulaciones débiles es lo que fundamentalmente ha entrado en crisis. Este se puede caracterizar como la imposición violenta desde la dictadura de un sistema de mercados generalizados, incluyendo su prevalencia en los servicios básicos, la educación, la salud y las pensiones como en ninguna otra parte del mundo, reforzado por la privatización de parte de los servicios sanitarios y la infraestructura en los años 90, junto a aumentos del gasto y coberturas sociales y el reforzamiento de algunas regulaciones y actividades estatales directas en parte de la banca (Banco del Estado y Corfo), minería (Codelco y Enami), energía (Enap) y transporte (Metro). Este modelo híbrido produjo resultados de crecimiento y de mejoría sustancial de algunos indicadores sociales (baja mortalidad infantil, alta esperanza de vida, baja criminalidad relativa), pero manteniendo una muy alta desigualdad de ingresos y una estructura de propiedad hiperconcentrada que multiplica los abusos de mercado y contractuales. Estos no son controlados suficientemente por un Estado mínimo crecientemente capturado por el capital corporativo en detrimento de los intereses de la mayoría social.
Desde el sistema político, las fuerzas que habíamos protagonizado los esfuerzos de retorno a la democracia no pudimos/supimos transformar este Estado mínimo, mientras terminaron prevaleciendo los que optaron por «hacer de necesidad virtud» y se adaptaron en su beneficio al modelo híbrido de mercado concentrado y regulaciones débiles. Esto provocó desde al menos 1997 el desplome progresivo de la legitimidad de las fuerzas democráticas y una primera victoria electoral de la derecha -sociológicamente minoritaria- en 2009 y luego en 2017, cuando la coalición de gobierno se transformó en un campo de acciones incoherentes con un amplio espacio para el boicot interno a las reformas institucionales, sociales y económicas comprometidas. Una parte mayoritaria de esa coalición ya no estaba dispuesta a salir del modelo descrito, defraudando a sus electores, provocando su molestia o su abstención, y constituyéndose en contra-modelo de conducta política para las nuevas generaciones. En particular, la demanda por gratuidad y educación pública terminó transformándose en un capitalismo educativo subsidiado de alto costo y en la mantención de un mercado de la educación escolar y superior en vez de un servicio público republicano.
Crisis del sistema político
También entró en crisis global un sistema político en el que las opciones mayoritarias permanecen cercenadas por los quórum supramayoritarios y el Tribunal Constitucional, el gran guardián del orden neoliberal (con los casos de la gratuidad educacional para los privados y de la desprotección del consumidor como emblemas). Y que fue crecientemente condicionado y financiado legal e ilegalmente por el poder económico. La acción política mutó poco a poco desde ser la expresión de valores, visiones, proyectos e intereses colectivos a ser un mecanismo de acceso al poder estatal (y en ocasiones privado) y a ser una fuente de acceso a privilegios y prebendas clientelares. Esto provocó la frustración de una parte de la militancia -la tradicional y sobre todo de la más joven- movida por valores y proyectos comunes e inserta en el tejido social. Y terminó en la descomposición interna de los partidos y la pérdida de vínculo con el mundo social y territorial más allá de aparatos electorales clientelares. Buena parte de la izquierda absorbió mal la crisis final del socialismo burocrático en 1989, la necesaria renovación de ideas y la sintonización con el mundo contemporáneo. Y sobre todo abandonó la representación del mundo del trabajo y la cultura y prefirió ser un canal de acceso y ascenso social mediante la lucha electoral destinada a la obtención de cargos burocráticos.
Crisis de la sociedad 10-50-40
También entró en crisis la «sociedad del 10-50-40», estable por largo tiempo pero estructuralmente cada vez más polarizada entre el 10% más rico (y en su seno el 1% más poderoso articulado en grupos económicos con control de buena parte de los recursos naturales, una amplia base financiera y alianzas con el capital internacional), el 50% constituido por grupos intermedios tradicionales y emergentes con empleos formales y el 40% de menos ingresos, con empleos precarios, poco calificados y mal pagados (y en su seno un 20% en «pobreza multidimensional» y del orden de un 5% en situación de exclusión, marginalidad y muy bajos ingresos).
Languideció una economía que desde 2014 crece poco, reduce la creación de empleo y lleva a una todavía más baja movilidad social, junto a perspectivas de aumento de ingresos que se esfuman y aceleran el endeudamiento de los hogares para sostener el consumo. Hay hoy 1,2 millones de jóvenes en una educación superior que no ofrece para la mayoría un destino de inserción futura con algo de certidumbre y genera en muchos casos aún amplias deudas. Del orden de 500 mil jóvenes no estudian ni trabajan, el trabajo informal es de un 30% de los asalariados y el trabajo precario con rotaciones constantes de empleador es la realidad cotidiana de la mayoría de los asalariados y sus familias.
Entró en tensión el sustrato solidario que se expresa en las familias y los grupos de pertenencia con la cultura individualista negativa y la descalificación sistemática de lo público propia del neoliberalismo imperante. Pierde capacidad hegemónica el incentivo sistémico a la prevalencia del yo (en vez de la tríada del yo y mi mundo/la pertenencia de cada cual a un nosotros social/la pertenencia de cada cual al género humano en la tierra, siguiendo las distinciones de Edgar Morin). Y aumenta el rechazo al ancestral clasismo y discriminación social («los flaites») y de género que proviene de la cultura patriarcal de la hacienda. La demanda por más protección social y estatal recupera derechos de ciudadanía. Entró en crisis la pretensión de reemplazar la construcción siempre necesaria y en continua reformulación de un destino común por la idea neoliberal según la cual la sociedad no existe, en la que la única utopía posible no es algún proyecto de significado colectivo sino la mera movilidad social individual.
El germen de un estallido
Con este trasfondo estructural y cultural se desencadena desde el viernes 18 de octubre una rebelión social masiva y con altas dosis de violencia urbana, no inducida ni dirigida por nadie en particular, a los dos años del gobierno de Piñera II. Ya el movimiento estudiantil de 2011 había sido un prolegómeno de la incapacidad de la derecha para generar gobernabilidad suficiente en la sociedad chilena actual. La rebelión de fines de 2019 es el fracaso de la representación política y parlamentaria de los intereses de la mayoría social y la respuesta más global y autónoma de la mayor parte de la sociedad a la desigualdad de ingresos y de trato, a los abusos contractuales, al Estado arbitrario en lo económico, judicial y represivo y a la cultura del individualismo negativo. El rechazo al orden existente se condensa en la figura de Piñera, que encarna la idea del privilegio y del abuso de las minorías dominantes, aunque su representación del mito del «emprendedor exitoso que gestiona con eficiencia» le haya permitido ganar dos elecciones presidenciales en medio de una amplia abstención y de la adhesión de sectores medios y populares conservadores o «aspiracionales».
En cinco semanas se han movilizado millones de personas. Este es el dato fundamental: una sociedad que reconstruye y resignifica su propio discurso y que no acepta más el orden desigual existente. Y que reivindica la dignidad como valor fundamental a consagrar y mantener frente al abuso de las minorías dominantes en la economía y el sistema político. Pero el partido del orden, sus medios de comunicación y sus seguidores de todo el espectro ponen el acento en la parte minoritaria pero persistente de los movilizados que provoca condenables destrucciones (incluso de la infraestructura pública que sirve a la mayoría social) o reacciona con destrucciones frente a la violencia policial. Y que resalta hasta el paroxismo, dado el explicable rechazo y temor que provoca, el saqueo por parte de grupos de delincuencia común u ocasional, que suelen colarse en las revueltas sociales inorgánicas. Recordemos que existe además un micro narcotráfico relativamente extendido, que controla ciertos territorios en las urbes. Hay 80 mil condenados y enjuiciados por narcotráfico en Chile.
Pero no nos equivoquemos: el partido del orden busca negar o minimizar las intolerables violaciones de derechos humanos y sus respectivas responsabilidades políticas y anular la rebelión social masiva y legítima tratando de asimilarla a las destrucciones y al saqueo, generando el mayor pánico posible. El peligro de una salida autoritaria a la crisis basada en el temor a la delincuencia que justifique derivas represivas crecientes está muy presente.
Cambiar para que nada cambie
También está en curso la búsqueda de una salida gatopardista: que todo cambie para que todo siga igual. Es lo que la derecha intenta y en parte ha logrado con un acuerdo parlamentario para un plebiscito en abril 2020 que permita la elaboración en 2021 de una nueva constitución en una convención constituyente elegida para el efecto, lo que es un gran logro y un desafío a ser ganado mediante una amplia movilización electoral. Pero que funcionará con el veto de 1/3 sobre los otros 2/3, lo que anula su potencialidad democrática o bien conducirá al bloqueo mutuo. Algunos consideran esto inexplicablemente como un gran avance, con una especie de «emoción de la página en blanco» que a otros, centrados en los resultados institucionales que se debe obtener como respuesta a la crisis y sus causas, no nos conmueve mayormente. La dilución sin pena ni gloria del proceso constituyente de Bachelet II está ahí para alertar sobre la creación de ilusiones inconducentes.
La lucha política dirá si se produce alternativamente una salida con participación y representación social, territorial, de género y de los pueblos originarios, más allá del pacto parlamentario. Y si esa salida es capaz o no de promover un nuevo orden político que consagre una democracia sin veto de la minoría dominante. Y que, por tanto, permita de una buena vez al pueblo chileno dotarse, mediante una Constitución que no sea una camisa de fuerza y sucesivas legislaciones de futuros gobiernos, de un Estado de bienestar en forma y de un modelo de economía dinámica pero sustentable, con pleno control público de los recursos naturales, desmercantilización de los servicios sociales, derechos efectivos de los trabajadores en la empresa, ciudades más integradas, servicios públicos en todo el territorio y una fuerte economía social y cooperativa que provea espacios de cohesión social, de disminución de las desigualdades y de acción persistente contra la exclusión y la marginalidad. Construir un modelo de funcionamiento social de este tipo no es imposible y tendría el mérito de dar una respuesta más eficaz que la salida autoritaria o aquella gatopardista a la crisis social y política y a las demandas mayoritarias. Estas respuestas parecen no lograr detener la crisis o bien incubar su repetición en un horizonte cercano.
Un nuevo arreglo institucional y social requiere, entre muchas otras cosas, una tributación progresiva sustancial y que se adapte a él el empresariado dispuesto a vivir en y con la sociedad, y no a expoliarla mediante múltiples abusos de mercado, los que deben a partir de ahora ser objeto de regulaciones fuertes y efectivas. Y también requiere de un Estado probo y desburocratizado al servicio de los ciudadanos/as. Un nuevo modelo democrático equitativo y sostenible tendría una mucho mayor capacidad de dotar al país de la estabilidad política, económica y social sin la cual ninguna actividad económica puede prosperar en el largo plazo y sin la cual la búsqueda de un mayor bienestar progresivo de la mayoría social no resulta posible.