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Por Fidel Améstica.- De cada siete chilenos, uno tendrá automóvil; de cada cinco, uno tendrá televisor, y de cada siete, uno dispondrá de teléfono.(Augusto Pinochet. Discurso del 11 de septiembre de 1980 tras su «plebiscito» constitucional)
Queremos que cada joven tenga la posibilidad de optar por diversos caminos que lo lleven a su verdadera vocación. Que cada trabajador se perfeccione y que sea siempre respetado, y que se convierta en un propietario y nunca más en un proletario. ¡Ese es mi compromiso! (Augusto Pinochet. «Franja del Sí», 8 de septiembre de 1988)
Los ritos son importantes. Y hay que darles contenido para que no se conviertan en movimientos mecánicos y estereotipados. Así lo entendemos y vivimos con mi esposa. Para las dos últimas votaciones, tras levantarnos de la cama: su buena ducha, limpieza bucal y, en mi caso, una prolija afeitada. Ropa limpia y escogida, y a desayunar juntos. Nada de televisión hasta después de votar. Nuestros teléfonos quedan en casa. Me calo mi fedora y mi mujer ajusta sus aros. Solo llevamos un lápiz Bic y la cédula de identidad.
Vamos al mismo local, a la misma sala y a mesas contiguas. No tenemos auto: caminamos de la mano las cinco cuadras hasta nuestro centro de sufragio. En el camino nos cruzamos amistosamente con un matrimonio que lleva de la correa a su perrita pug. Entrando al colegio, damos los buenos días a los conscriptos que custodian la sede, hacemos la fila, firmamos el libro, entramos a la cabina, trazamos la raya, doblamos el voto, lo sellamos con la pegatina del Servel, lo introducimos por la ranura de la urna, agradecemos a los vocales y salimos como llegamos: de la mano, saludando a los vecinos, y nos despedimos de los militares. Ya en casa, conversamos sobre la jornada, lo que pensamos y sentimos, hasta que llega el almuerzo. Comemos juntos. Ella se va a dormir una siesta y yo, donde un amigo, a esperar los resultados con un buen vino.
Este rito responde, en parte, a que fantaseo con la imagen de mi abuelo materno en los períodos electorales que vivió antes del golpe. Apenas sabía leer y escribir, si es que realmente sabía. De extracción campesina, barrendero municipal, muy trabajador y amante de su prole. Falleció en el 79, cuando yo contaba 5 años y mi hermano tan solo 3. Pocos recuerdos y algunas historias. Imagino —o alguien me lo contó, no sé— que el día de la votación, los 4 de septiembre, donde cayera, se ponía su paltó dominguero, una camisa blanca almidonada, un pañuelo al pescuezo para proteger el cuello de esa única camisa de gala, los zapatos engrasados la noche anterior y un sombrero limpiado al vapor. Salía, votaba y después se juntaba con su compadre a escuchar los resultados por la radio con una botella de tinto crudo al centro de la mesa. Un rito sagrado y ciudadano. Seguiría siendo tan pobre como antes, pero ese día no importaba.
Trato de emular esa pulcritud cívica. Ha de tener algún sentido. No sabría decir cuál. Nuestros derechos ciudadanos están reducidos al voto individual, secreto y pa’ la casa. No entraré a darlas contra el ordenamiento jurídico-político-económico. Este país es lo que es, ni más ni menos. Y uno debe aceptarlo, primero, para poder entenderlo y así tener la capacidad de amarlo, conocerlo, porque no se ama lo que no se conoce. Y eso es lo tremendo: amar es dolerse, porque sin dolor no vale. En el poema “El hombre imaginario” de Nicanor Parra, todo es imaginario, salvo el dolor. Y no me refiero a los resultados, en absoluto.
Varias mesas solo tenían a veinteañeros como vocales. Su falta de experiencia ralentizó el procedimiento un poco; priorizaron en ocasiones el orden alfabético antes que el orden de llegada o la edad de los votantes. ¿No era mejor designar vocales de mesa dentro de un rango etario más amplio? Las mejores yuntas son las de un buey mayor que hace de “puntero” con uno más joven que sirve de “paletero”. Son cosas que no debieron ser olvidadas. Ser joven, hay que remarcarlo, no es una virtud. Los nacidos de 1990 en adelante no tuvieron que hacer filas por un cuarto de aceite y un cuarto de azúcar —y no hablo solo de la UP—; ya antes se hacían colas por productos de la canasta básica. Tampoco vieron a sus padres poner la cara ante el almacenero del barrio con el cuaderno abierto exhibiendo las sumas adeudadas.
El vino que me sirvió mi amigo a la espera de los resultados era uno de altísima calidad, aunque en Chile no hay vino malo salvo el que dejamos avinagrar. En la primera vuelta, mucho antes de la apertura de urnas, hablábamos de estos asuntos. Y la charla derivó hacia Napoleón Bonaparte, más bien hacia la biografía que de él hizo Emil Ludwig, porque era un libro que leyó en su casa cuando era adolescente, uno que carecía de cubiertas, y las rupturas familiares hicieron que se extraviara. No se lo llevó consigo: alguien lo habrá vendido, regalado o botado. Pero se acordó de esa obra porque lo marcó una frase, una idea, en boca del corso: ¡Cuidado con la clase media! (¿o la burguesía?) No la toquen demasiado. No son leales, solo les interesa lo suyo. Así más o menos la recordaba. Luego vimos los resultados, y los candidatos y sus equipos decían que se los tomaban con humildad. ¿Y qué humildad puede haber cuando lo que se busca es el poder?
Para el balotaje, antes de encender el televisor y seguir el escrutinio, mi amigo recordó al doctor Fernando Monckeberg Barros, el médico y prócer que inició la batalla contra la desnutrición en Chile, que era altísima y factor relevante en la enorme tasa de mortalidad infantil que nos asoló en el siglo XX y desde antes incluso. La leche Purita llegó a todos los niños de este país desde los gobiernos de Allende hasta los de hoy: es un derecho adquirido. La página de la Fundación Criteria recoge este hito: llevó adelante diversos estudios neurológicos en los niños. El resultado: “En un niño desnutrido, las ramificaciones de las neuronas están atrofiadas. El cerebro queda lesionado para el resto de la vida.” Eso tiene consecuencias económicas: los daños producidos constituyen un obstáculo para la incorporación de las personas a la economía. Y, como explicó el doctor en la UCEMA: “Si el daño afecta a un porcentaje alto de la población, daña a toda la sociedad, porque disminuye la competitividad.” Somos los hijos, entonces, del doctor Monckeberg, hoy de 99 años, que cuidó a nuestras madres y a nosotros.
La leche Purita tiene la misma edad que el quiebre institucional que derivó en lo que estamos. En 2023 fue reemplazada por Purita +Pro1 y Purita +Pro2, una leche entera y una semidescremada fortificadas con hierro, cobre, zinc y vitamina C, además de vitamina D, para enfrentar carencias de la población actual. Pero la desnutrición persiste, y con otro rostro: la obesidad, física y mental. Por más que se fortifique, quizás hay algo que la Purita no puede hacer: proteger el cerebro de todo aquello que nos impide expresar nuestro pleno potencial genético y espiritual, y poder tomar las mejores decisiones para nuestras vidas. La Purita hizo posible que niños llegaran a los seis, diez, quince años, hasta la adultez, más altos y fornidos… solo para que fueran a consumir chatarra en McDonald’s y pantallas de todo tipo.
Guardo unas palabras del periodista deportivo Juan Cristóbal Guarello, quien dio una entrevista por teléfono a Radio ADN el 19 de octubre de 2019, un día después del inicio del estallido social: “Tener que abanderizarte con el lumpen, ¡es un error político muy grave! Si aquí el único que está feliz es Kast, que está esperando que se apague la llama, que quede la ceniza y salir a decir: ‘¿No ven cómo yo tenía razón? Necesitamos mano dura’, y la gente va a estar con las bolas tan hinchadas que va a decir: ‘Sí, ¿sabís qué? Necesitamos a un tipo que venga con puño de hierro’”.
No sé si el presidente electo vendrá con puño de hierro. Es un hombre educado, cordial, contenido, bien conectado y sin remilgos para defender sus convicciones. Porque es una persona con convicciones: cree en ellas, persevera y usa corbata. Su apellido está asociado a Paine, donde hay una zona que fue llamada “el callejón de las viudas”. Su padre, de juventud nazi en Alemania, y un par de hermanos, ¿algo tuvieron que ver?, ¿dieron nombres, prestaron vehículos y choferes, presenciaron detenciones, golpizas o fusilamientos?, ¿hubo asado con carabineros y militares?, ¿enviaron cecinas Bavaria como agradecimiento? Nada claramente definitivo. ¿Crimen de su parte? No lo creo. Lo que existe es un clima sumergido. En el Memorial de Paine hay un mosaico con el nombre de un cantor y guitarrero, padre de un amigo cuya madre no habla de estas cosas y prefiere que su hijo y sus nietas tampoco.
Kast ganó en todas las regiones. En Paine, con 162 mesas y un padrón de 57.093 votantes, obtuvo el 62,76%. Un triunfo rotundo y limpio.
Gael Yeomans, diputada y vocera de la excandidata Jeannette Jara, hablaba de José Antonio Kast como un privilegiado, un tipo que desde los 22 años tiene acciones que le heredó el papá, y presentaba el dato como un demérito. Me pregunto: ¿acaso alguien tiene la culpa de nacer donde nació? Estudiar y prepararse por años, hacer una carrera política a temprana edad, y todo eso, ¿para arrojar ese enunciado como un argumento? Hay pulsiones, al parecer, que no miran ni respetan diplomas.
Y Jeannette Jara, pese a todo su esfuerzo, no sé si conocerá el poema “Adiós, bandera roja” de Yevgueni Yevtushenko: “Fuiste nuestra hermana y nuestra enemiga […] como una cortina roja, tras de ti ocultabas el gulag repleto de cadáveres helados […] Estás ensangrentada y con nuestra sangre te arrancamos de nuestras almas […] Nacimos en un país que ya no existe”.
El Partido Comunista de Chile es el conglomerado político más antiguo del país después del Partido Radical, hoy en disolución; es parte de nuestra tradición democrática, y muchos no entendemos por qué no mira sus raíces. No nació con la Revolución Rusa —la antecede—; tiene otra riqueza que precede a los venenos de la Guerra Fría. Podría cambiar de nombre, le dije a una militante una vez, y me respondió que es por la historia. Y sucede que, si mirara su propia historia y origen, justamente por eso debiera reconsiderarlo y discutirlo, porque sus fundadores buscaban elevar culturalmente a los trabajadores para que fueran protagonistas de sus propias vidas.
Las derrotas podrán ser breves, como planteó Jara en su discurso colgándose de la letra de “Vuelvo” de Patricio Manns, pero son duras y estremecedoras. O debieran serlo. Y retorno a Guarello: “Nos tenemos que remecer, pero sin la culpabilidad y sin la retórica, y sin el discursito apelando a una entelequia inexistente llamada ‘pueblo’. Si este no es el Chile del año 70, eso fue desmontado, eso se acabó; estamos en otro país, estamos en un país donde se enseñó a todos los chilenos, uno por uno, que lo más importante es tu necesidad inmediata y es tú salvarte”.
Y recordemos que, aun cuando hubo una Lista del Pueblo, lo que ha permanecido en la institucionalidad —y con notables resultados electorales— es el Partido de la Gente, cuyo fundador podría cruzarse la banda tricolor tras las siguientes presidenciales. Entonces, ¿quién es el pueblo?, ¿quién es la gente? ¡Cuidado con las mayorías!
Estamos ad portas del 2026, pero el siglo XXI aún no aparece. Todavía estamos viviendo el cambio de folio: no ha terminado. Las crisis persisten y son profundas. Una de las últimas es lo que ocurre en el Poder Judicial. Hay corrupción ahí. No sabemos tampoco hasta qué grado el narcotráfico ha penetrado en el Estado. La soberanía nacional está en peligro, y no por los migrantes, sino gracias a funcionarios de las Fuerzas Armadas vinculados al tráfico de drogas.
¿Les van a dar duro a los microtraficantes en las poblaciones? Puede ser. Son personas que solo han hallado un modo de subsistencia que les brinda un horizonte de “vida” —así, con comillas francesas—, entre las cuales son mujeres las que más se han visto obligadas a ello. ¿Y los otros, los que viven en barrios más pudientes disfrazados de decencia y éxito? Esos no buscan subsistir, sino poder, fortalecidos con sus propias redes. Y lo que suele ocurrir cuando el Estado se aboca al orden es que el narco y las mafias se sumergen, algo muy peligroso: mantienen su negocio andando, pero acopiando fuerzas para cuando sea oportuno; mientras que en las poblaciones se los tiene a raya territorialmente, casi como un acuerdo tácito, para que no infecten barrios de otra índole.
Todos quieren progresar. Se habla de progreso, de avanzar. ¿Hacia dónde?, ¿hacia el desarrollo comiendo en el McDonald’s? Nadie ha explicitado el horizonte. En esto, Parisi fue más astuto: apuntó al pragmatismo, a lo que “la gente quiere”. ¿Y qué es lo que quiere la gente? ¿Cuál es su verdadera vocación, a qué se siente llamada? Es claro que la mayoría espera seguridad y así tener un buen trabajo, ingresos permanentes, educación para sus hijos, acceso a los bienes que garantizan derechos ciudadano-consumistas en libertad. Aunque la libertad de elegir en la góndola del supermercado no es equivalente a la libertad cívica, ciudadana. Pero si colocamos todo como un bien transable en las góndolas, podría ser, incluyendo el estatus, el poder simbólico, el sentido de pertenencia, los sentimientos y lo que se les ocurra.
“Otra cosa es con guitarra”, se le dijo al presidente Boric. Y, bueno, esperamos a que le sacara sonido, y le dimos la oportunidad, y medio se defiende, aunque no es lo mismo escuchar “El elegido” de Silvio Rodríguez desde su habilidad que de boca del autor que ha trovado toda su vida, por más voluntad y empeño que le ponga. Pese a ello, hay algo que tuvo el valor de hacer: comenzar a pagar la deuda histórica a los profesores, los que aún viven, originada cuando en este país fue destruida la educación, y lo hace en tiempos en que las arcas fiscales están estresadas. Hubo recursos en el pretérito, y nadie dijo “esta boca es mía”, nadie se pronunció ni tuvo el coraje de subsanar tamaña injusticia y crimen de lesa patria. Otra cosa es con guitarra, y algún trino le sacó, aunque no da para concertista ni guitarrero.
Chile es una democracia enferma, es una economía extractiva que vive de las costuras, es una pelota a punto de estallar que simplemente se sostiene por las costuras. “A Chile… le destruiste la educación hace 30 años, ¡le destruiste la educación!” Y concuerdo con Guarello. Somos un país de ladrones, de oportunistas descarados, matones barra brava. Pequeños seres costureados no solo como pelota, sino, y más que nada, como imbunches, pequeñas criaturas con el alma torcida y descoyuntada, encapsulados en nuestras consignas y deseos, y si estallamos, nos vuelven a costurear, y ni siquiera nos damos cuenta.
Pinochet, por otra parte, superó sus promesas. Hoy, por cada tres chilenos hay un auto; existen por lo menos dos televisores por cada habitante de este país y los celulares sobrepasan a la población en diez millones de aparatos, un 50% más. ¿Alguien podría decir que el hombre no cumplió? Y con la mano en el corazón, pese a que muchos canten “El pueblo unido jamás será vencido”, y se haya escuchado desde un balcón con piano una noche de 2019 o con orquestas en las calles, de verdad: ¿alguien quiere ser proletario u obrero o que lo identifiquen como tal? “¡Todos somos emprendedores!”, amos de nosotros mismos y más crueles que los anteriores.
Pinochet cumplió su compromiso. Triunfó incluso después de muerto. Ganó su Constitución, no por el plebiscito espurio que orquestó, sino gracias a la sociedad que vino después y que de seguro existía en latencia. Dijo, textual: “Queremos que cada joven tenga la posibilidad de optar por diversos caminos que lo lleven a su verdadera vocación.” ¿Cuál es la verdadera vocación de cada joven? ¿Salvarse a sí mismos a costa de los demás? No hay liderazgos de verdad ni cuentos bien contados. Quien sabe contar el cuento captura mentes, conquista corazones. Tenemos políticos y autoridades, no líderes. Tenemos programas e idearios, no cuentos que valgan la pena y que alimenten nuestros sueños.
Nuestro televisor, para los parámetros de hoy, ya es antiguo. Nuestros teléfonos tienen casi diez años, y los tendremos hasta que dejen de funcionar. No necesitamos un auto —podríamos tenerlo, pero no, gracias—. Muchos se transforman frente al volante o arriba de cualquier máquina, incluso la del poder. También sucede que se ayuda a un pariente a tener un vehículo y te roba, y se muestra como el parásito malnacido que es, impúdicamente impune. O como aquellos amigos que ya no lo son y que no venían a tu hogar a compartir, sino a exhibirse con su auto nuevo, con ínfulas de progresistas junto al pueblo, a iluminarnos y mostrarnos el camino. ¡Dios los guarde!… pero bien lejos.
Las elecciones no son un asunto de fe, sino de votos. Gana quien obtiene más. Así es el juego. Y fue un juego limpio por parte de quienes votamos. Ganó una persona educada, amable, cordial, pausada. Un caballero. Un hombre de familia, creyente y patriota, o al menos es lo que quiere proyectar. Y con todas esas virtudes en vitrina, sabemos lo que dice, pero no lo que realmente piensa. No obstante, tendremos el privilegio de ver lo que hace.
Y en cuanto a privilegios, confieso que soy un privilegiado. Di con una edición antigua de Napoleón, de Emil Ludwig, de 1958, Editorial Juventud, Colección Z, probablemente la misma que leyó mi amigo, solo que con la cubierta y el rostro del conquistador en la portada, con las páginas ajadas, amarillentas y con letra pequeñita. Le leí unos párrafos a mi esposa, y comentó: “Parece que estos cabros no han leído esto”, en alusión a la joven generación política en el poder.
Soy un privilegiado, porque un amigo me habló de este libro, y ahora tengo el privilegio de leerlo. Soy un privilegiado, porque puedo enriquecer mi vida conyugal compartiendo ese texto con mi mujer, que es el privilegio mismo que un hombre puede tener. Soy un privilegiado, porque sé que gran parte de mi salud se la debo al doctor Fernando Monckeberg Barros, y puedo leer y escribir, conversar, convivir con mis vecinos y saber de dónde vengo, y cómo es el sistema solar de mis afectos.
Tengo el privilegio de al menos saber que vivo en un mundo que te costurea, incluso desde los más cercanos y que dicen ser tus amigos, y que es posible liberarse de ese cruel encapsulamiento en la épica de lo cotidiano, en el cosmos del pragmatismo hogareño, en los ritos de nuestro ser, donde los dioses hablan y se hacen escuchar.
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