Por Fidel Améstica.- En la iconografía de las tentaciones de San Antonio Abad, la que más ha dialogado con mi ignorancia es la de Matthias Grünewald, una de aquellas de los paneles laterales del Retablo de Issenheim que hoy se exhibe en el Museo de Unterlinden en la ciudad francesa de Colmar. Es una imagen que de muchacho invadió incluso mis sueños cuando vi una reproducción en blanco y negro en el libro de Enrico Castelli Lo demoníaco en el arte. Una cautivación pesadillesca a la vez que armónica en su organización.
Ver eso a los 16 años barrió con los restos de inocencia que pudieron haber quedado por ahí. Hoy, en internet, se puede tener una idea de los colores, pero la reproducción en blanco y negro, que fue intencional por parte del autor, nos lleva al paroxismo de los tonos, un vértigo visual sin lograr extraer una definición de las formas. El eremita es cogido por los demonios, lo jalan del cabello y lo pisotean. Las bestias, en pose de darle garrotazos y con ojos de expresiva vaciedad, como la mirada de pastabaseros angustiados. Algunos de esos engendros parecen carcajear. También, una criatura con el vientre hinchado y pies de batracio luce lesiones cutáneas, posiblemente de ergotismo, enfermedad producida por el hongo del centeno llamado cornezuelo y que padeció el santo, terriblemente dolorosa, con náuseas, vómitos, diarrea, cianosis, falta de pulso, gangrena en las extremidades, cefalea, calambres, convulsiones, alucinaciones y psicosis, lo que podría explicar clínicamente estas visiones y delirios.
La lectura de ese libro era parte del curso de Literatura Contemporánea en el Instituto Nacional, gracias al cual nos adentramos en lo fantástico, no los cuentos de hadas o feéricos de Tolkien, sino en el terror, lo extraño y de irrupción perturbadora en la psique. Tuvimos trabajos de disertación, individuales y en grupos; y en especial, conversamos bastante de esto con mi compañero y amigo Rodrigo Zúñiga Contreras, y él se concentró en esas imágenes y yo, en un par de películas de Ingmar Bergman, El séptimo sello y Fresas salvajes, aplicando ambos las ideas de Castelli y también las de Alberto Pérez Martínez con su ensayo sobre El Bosco, El sentimiento de lo absurdo en la pintura, reeditado hace poco gracias a Felipe Aburto y Ediciones Atmosféricas, y con prólogo de Zúñiga. Borges, Cortázar, Böll, Donoso, entre otros y desde entonces, han adquirido otras dimensiones en nuestra mirada sobre el mundo, y el mundo se ha revelado de otra manera en las crisis de las que somos testigos.
Lo que más atrajo mi curiosidad de la pintura de Matthias Grünewald fue que obra semejante se titulara Las tentaciones de San Antonio, lo mismo que la de otros de sus contemporáneos y también un texto de Gustave Flaubert, maestro del realismo. ¿Qué tenía de tentador tamaño espectáculo de lo repulsivo y asqueroso?… Temptatio, intento: la tentación atenta contra la fortaleza de un templo ontológico y se toma su tiempo. Se expande, palpa y sondea. ¿Y qué es la tentación? Grosso modo, una inclinación al vacío a través de una seducción de diversas máscaras que no llegan a conformar un rostro o una persona, entendemos en Castelli. No es, como pudiera creerse, una estimulación del deseo o el placer, sino la eventualidad de renunciar a la naturaleza propia, desnaturalizarse, dejar de ser: «no-ser». Caminar al borde del vacío, y sin razón alguna, querer arrojarse en él.
Desde Parménides (Poema del Ser) a Hegel (Fenomenología del Espíritu) y Heidegger (Ser y tiempo), hay toda una indagación reflexiva en torno a las posibilidades humanas, a su ser, manifiesto este en sus acciones y obras, lenguaje y pensamiento, en síntesis: la cultura. El ser es y el no-ser no es, mitoversea el filósofo poeta de Elea, y esa conciencia emerge de un sujeto pensante en y para sí y con los otros en saberse a sí mismo. Lo que no-es solo tiene posibilidad imaginaria en el pensamiento y enunciativa en el lenguaje. Se supone. Tan solo se supone.
Si hablamos de lo demoníaco, se puede perder uno en cualquier derrotero según con quienes se converse o a qué fuentes se acude; pueden ingresar al análisis consideraciones propias de la superstición, la sugestión y el esoterismo «iluminado», y a río revuelto, ganancia de unos pocos a costa del miedo y la ignorancia de muchos. Pero si hablamos de lo demoníaco en el arte, nos internamos en sus modos de representación, recreación o, simplemente, presentación; entramos a la cancha a jugar con formas de algo que no tiene forma, es decir, carece de «ser», y el arte, cualquier arte, le da un rostro de lo sin rostro a lo que no tiene ser. ¿Raro? No tanto.
Castelli instaura una nueva categoría estético-filosófica-teologal: lo demoníaco, el «no-ser que se manifiesta como agresión pura: lo trastocado». Lo que solo vibraba como posibilidad imaginaria y enunciativa, vaya asunto, tiene realidad con su no-realidad, y es capaz de irrumpir en el ser, para que deje de ser eso: ser. Su naturaleza es no contar con naturaleza, y su acción es desnaturalizar lo que es, lo que tiene naturaleza. Armado con este hallazgo, no es casual que Castelli indague o se le revele esto desde algunos maestros de la pintura flamenca o alemana, por ejemplo, en lo que nos han enseñado es propio del empuje del Renacimiento y la Edad Moderna, pie de apoyo que nos ha llevado a una época que quizás qué nombre tendrá en el futuro, porque lo de «pos» ya quedó atrás y corto para dar cuenta de en qué vamos, y nadie tiene una palabra definitiva al respecto.
Hay que entender que el tema no es exclusivo de las religiones, en especial las monoteístas; excede ese ámbito con creces hoy en día, es parte de la cultura y se aborda desde las ciencias sociales, la psicología, la filosofía y, desde luego, el arte y la literatura. No es la incomprensión ante lo diferente o extraño, hecho que puede derivar en la intolerancia y procesos de «demonización» del otro. Es más bien la perturbación frente a lo trastocado y agresivo. La imaginería demoníaca solo es una de las expresiones que acusan esta irrupción, y reducirla a esta arriesga el sectarismo y el estereotipo, el cual ha sido explotado bastante por el cine que la reduce a una manifestación sobrenatural, cuando en verdad aquí estamos hablando de una no-naturaleza.
En la propuesta de Castelli, por el contrario, es necesario considerar tres hechos relevantes que pueden dar luces. Primero, el relato biográfico del fundador de la vida eremítica, Antonio Abad, que transmitieron Atanasio y Jerónimo, a fines de la Antigüedad, y que popularizó Santiago de la Vorágine en el siglo XIII en La leyenda dorada. Segundo, las obras de maestros renacentistas de la pintura, cuyo lenguaje discurre en una alegoría muy dinámica y desafiante afirmada en un oficio altamente desarrollado en la paleta. Y tercero, la pausa reflexiva a que obligó el fin de la Segunda Guerra Mundial. Tenemos, entonces: un tema, su codificación artística y las consecuencias de un horror global sin precedentes. Entre el primer y segundo hecho, hay mil años; y entre el segundo y el tercero, 500. La evolución en la historia humana de una experiencia mística a una comprobación de una irrupción en el mundo actual en medio de nuestros propios modos de vida nos lleva a cuestionar quiénes somos realmente. La confluencia de estos tres hitos nos llama a poner nuestra atención en cierto flujo subterráneo, no siempre a la vista, como el mito de la Cueva de Salamanca que recorre por debajo todo el país, como una duplicación especular de nuestras estructuras de poder y convivencia.
El siglo XIX, sabemos, consolidó el nombre de Renacimiento —propuesto por Giorgio Vasari en el XVI— para una época histórica, en virtud de los valores y logros que sentó la Antigüedad mediterránea hasta la caída del Imperio Romano de Occidente. Y el período entre uno y otro se solía calificar como una edad oscura, algo que está en medio, y de ahí «Edad Media». La unidad europea, herencia conceptual del universalismo de la Pax Romana, se fragmenta con el proceso de consolidación de los Estados nacionales y su amplia diversidad. El siglo XVIII, en tanto, reemplaza la fe teologal por la fe en la razón, la ciencia y el progreso, su nuevo dios y faro de luz. ¿Y cómo esa luz nos llevó a los monstruos que engendra el sueño de la razón? ¿No será que Pieter Brueghel el Viejo, El Bosco y Matthias Grünewald acusan una decadencia en lo que otros ven un renacer? Aunque, de hecho, identificar una decadencia es también el primer paso de un renacer, y puede que en este ángulo no exista contradicción o falta de congruencia al respecto.
La demografía, por otro lado, es un fenómeno a observar. Pasar de un millón a mil millones de seres humanos tardó casi doce milenios. Y de mil millones a ocho veces esa cifra, un par de siglos: desde la Revolución Francesa a la era de la Web. Como las ratas, sobrepoblamos un mismo espacio y eso comienza a tensionar la convivencia, y la agresión de unos a otros es una respuesta instintiva de la supervivencia. Gustav Le Bon habló de la psicología de las masas a fines del siglo XIX y, unos treinta años después, José Ortega y Gasset, de su rebelión. En Chile, un librito de Eugenio Tironi se titula La irrupción de las masas, la versión Fruna de este temazo. Si vemos cómo prosigue nuestra vida en el planeta, los humanos cada vez tenemos menos hijos, pero nos sobrepoblamos más, incluso a pesar de las guerras. Darwin diría que es a causa de que alteramos el orden natural al eliminar a nuestros predadores. La ausencia de predadores transforma un ciclo en una línea recta, y lo que habría al final de esta no puede ser sino el abismo o el infinito; y no sé cuál de los dos puede ser más aterrador.
Los sistemas monárquicos e imperiales terminaron de colapsar tras la Primera Guerra Mundial, y las democracias, repúblicas y constitucionalismos se rediseñan para el gobierno y administración de un mundo que comienza a sobrepoblarse. El sistema político entró en crisis y hubo que dejarlo atrás, y los sistemas que vienen a ocupar su lugar se ven enfrentados a las masas —no a los pueblos—, una energía producto de la aglomeración, y deben controlarlas y dirigirlas: así las cosas, entran en escena el fascismo y el nacionalsocialismo, el comunismo, y hoy, el neomercantilismo planetario —mal llamado neoliberalismo—. Estos se han erigido como desnaturalización de la humanidad, y se ven impelidos a ejercer una eficiencia retórica por medio de los códigos de la propaganda, la publicidad y el marketing, según sea el caso. El humanismo, en consecuencia, como movimiento, doctrina y sistema de creencias, es un lugar donde, «en los nidos de antaño, no hay pájaros hogaño», reza el último refrán en El Quijote.
«Los demonios andan sueltos» es una frase de la que se valió Víctor Claudín en 2015 para titular su novela, y la tomó de un discurso del mexicano Mario Ruiz Massieu en 1994 por la muerte de su hermano José Francisco: «El pasado 28 de septiembre una bala mató a dos Ruiz Massieu. A uno le quitó la vida, al otro le quitó la fe y la esperanza de que en un gobierno priísta se llegue a la justicia. Los demonios andan sueltos, y han triunfado». La vida de Mario Ruiz Massieu acabó en 1999, oficialmente, por suicidio, a los 48 años.
En Chile, para su análisis del posfascismo, la filósofa Lucy Oporto acude al testimonio que el periodista Sergio Marras registró en un texto de 2013, Memorias de un testigo involuntario. 1973-1990, para titular su estudio: Los perros andan sueltos. Imágenes del postfascismo (2015). Tras el atentado a Pinochet en 1986, un comando secuestró y asesinó con crueldad a cuatro dirigentes opositores como respuesta, y al día siguiente la revista APSI recibió una llamada avisando que había un decreto de detención contra su director. Marras llamó a Francisco Javier Cuadra, y este le dijo que no era cierto: «Desgraciadamente, en momentos como estos el Gobierno pierde el control y los perros andan sueltos» (p. 131), fue lo que dijo. A partir de esa imagen, Lucy Oporto emprende un riguroso y valiente camino de indagación reflexiva, no muy apreciado en ciertos círculos, por lo incómodo, pues acusa un proceso de envilecimiento en nuestra sociedad, a la que acuña una nueva categoría de análisis: el lumpenfascismo. Esto le ha valido injustas apreciaciones, como la de Germán Carrasco, quien la moteja en un intento de menoscabo como «la jungiana», en un poema de grosera mediocridad y oportunismo. Oporto, como rasgo de vigorosa honestidad intelectual, filosofa mientras sus pasos leen y conversan con la ciudad.
Ian McEwan publicó en 1992 Los perros negros, una metáfora del mal que puede anidar en cualquier parte, en la inocencia, la ingenuidad, el amor de pareja, en los sueños y las esperanzas. Una novela breve, ambientada en la Francia de posguerra, donde un joven matrimonio termina distanciado por la experiencia de June, suegra del narrador, al encontrarse con unos canes que viven en jauría: …eran la creación de imaginaciones envilecidas, de espíritus pervertidos que ninguna teoría social podría explicar. El mal del que te estoy hablando vive en nosotros. Aunque en Chile esto no fue una metáfora con la triste y vil memoria que dejó Ingrid Olderöck, exagente de la Dina conocida también como «la mujer de los perros», porque entrenó a unos doberman para la vejación y violación, que fueran un instrumento de humillación sexual para los detenidos en el centro de tortura La Venda Sexy, según relata Nancy Guzmán Jasmen en su libro sobre esta mujer.
Demonios, perros, bestias… ¡desatados! Es la experiencia que vive San Antonio Abad en numerosas recreaciones. El centro textual del que emerge esta imaginería se halla en el libro del Apocalipsis (9:14-15), cuando tras el toque de la sexta trompeta una voz se pronuncia desde los cuatro cuernos del altar de oro delante de Dios: Dijo la voz al sexto ángel que tenía la trompeta: «Suelta a los cuatro ángeles atados junto al gran río Éufrates». Los cuatro ángeles, que estaban preparados para aquella hora, día, mes y año, fueron soltados para matar a la tercera parte de los hombres.
Los evangelios de Marcos (5:1-20) y Lucas (8:26-39), por su parte, nos transmiten la historia del endemoniado de Gerasa, un —podríamos decir— enajenado y alienado que vivía entre tumbas y muertos, quien se arrodilla ante el nazareno y lo interpela a gritos para que no lo atormente, pues Jesús había ordenado al espíritu impuro salir de esa persona, que solía romper las cadenas y amarras con que trataban de contenerlo. «¿Cómo te llamas?», inquiere. «Mi nombre es Legión», fue la respuesta. Y a esos demonios, a petición de ellos mismos, Jesús los deja entrar en una piara de cerdos que corren pendiente abajo y terminan ahogados en el lago. El hecho produce temor entre los locales y piden al rabí que se marche del lugar.
Los sentidos que proyectan estos pasajes trascienden todo dogma o mera teología. Es más, circunscribirlos a los cercos de los discursos que maneja la teología y la dogmática juega a favor de lo demoníaco, porque lo demoníaco aparece y desaparece, se deja ver y se oculta, y basta con el descrédito de la religión para que campee por la tierra como lo más normal del mundo. No se deja expresar del todo. No se deja atrapar del todo. Porque no tiene forma ni ser. La crueldad y su agresión se han parapetado tras la banalidad que postuló Hannah Arendt a propósito del caso Eichmann. De ahí lo siniestro. El mal pudiera tener rostro de fascismo, comunismo, libremercadismo, sin ser del todo cada uno de ellos; solo toma prestadas sus máscaras por un tiempo.
Si nos retrotraemos a los eventos del 18-O en Chile, con todos sus desbordes, se podría decir que los demonios fueron desatados, no solo en las turbas que saquearon y destruyeron a mansalva, sino que también en las fuerzas de orden, pues estas sobrepasaron los límites reglamentarios de su poder de coacción, actuaron como «masa», con pulsiones despertadas por el miedo y lo irracional, por más que el ex general director de Carabineros Mario Rozas quiera esgrimir que fueron víctimas en el cumplimiento del deber. Es sorprendente la danza y carrusel de versiones de cómo fueron los hechos de entonces, de cómo compiten los relatos que se quiere instaurar. La discordia, en este sentido, es galopante. La discordia, en este temple, es demoníaca.
Mucho antes del 18-O ya había señales de una agresión contenida. Desde lo cotidiano. En las familias. En los barrios y en la calle. Y hasta hoy persisten. Los miedos y desconfianzas inundan la convivencia. Las respuestas y reacciones están a la defensiva. Y se trata de comprender el fenómeno desde la política en torno a la seguridad, que sí es pertinente, pero solo es el estribillo de la canción. La agresión pura, simple y llana, manifestación de poder por y para sí mismo, permea la existencia a todo nivel.
En 2022, por ejemplo, Tomás Aguirre Martínez, entonces de 29 años, apuñaló a Hebert Sánchez, un joven repartidor de 19, inmigrante venezolano con su situación regularizada. La razón del hecho fue por haberse retrasado quince minutos en llegar con el pedido. El cliente, tras la agresión homicida, coge su hamburguesa y retorna a su departamento tranquilamente, con total indiferencia… ¡Indiferencia!… el mal de nuestra era. No diferenciar. No distinguir las diferencias fuera de uno mismo. Algo propio del idiota, alguien incapaz de salir de sí mismo. ¿Otra señal de lo demoníaco e indiferenciado?
Por más de dos décadas, si solo ponemos ejemplos de Chile, abundan las noticias sobre situaciones violentas y de agresiones gratuitas: piedras que caen a los vehículos en las autopistas desde las pasarelas, generalmente por menores de edad; encerronas, portonazos y turbazos; grescas motivadas por ánimos sin control, falta de manejo de la frustración y las emociones. Y creo que cada uno habrá escuchado o vivido más de una experiencia en que un vecino empuja o golpea a otro por algo nimio, o un pasajero en el transporte público pierde el control y agrede a otro física o verbalmente; o un hijo o hija levanta la mano contra uno de sus progenitores.
Ni hablar de la vergüenza y miseria de este país con los eventos en Iquique el 25 de septiembre de 2021, cuando una marcha contra la inmigración irregular de cinco mil personas terminó con la quema de carpas, colchones, ropa, documentos y juguetes de venezolanos sin techo, y donde un indigente chileno mostraba su carnet con miedo y desesperación para que no le hicieran daño. Quienes participaron de esa turba mostraron un nacionalismo criminal, alineados como matones justicieros. Hombres, mujeres y niños venezolanos vivieron el odio atávico que no siempre se deja ver en este país modélico.
Un patrón común en los agresores es que estos postulan que su acción es una respuesta a la vulneración de sus derechos: «¡Tú no tienes derecho a discriminarme!», vale decir, «no tienes derecho a impedir mi fatuidad». Planteado de este modo, creo que es correcto. No tenemos el derecho; por el contrario, tenemos el deber de ponerle atajo, y así, hacer prevalecer el derecho. Aunque no siempre estamos en condiciones de cumplir ese deber. Los nazis legitimaron la violencia al verse a sí mismos como víctimas de quienes veían como privilegiados y diferentes, y así instauran la dicotomía «nosotros y ellos». El Estado y sus instituciones, y el sistema económico, pudieran ser injustos, y muy injustos, pero la violencia y la injusticia son realidades diferentes, no idénticas. Igualarlas, indiferenciarlas, es llevarlas al terreno de lo demoníaco, donde las formas no se distinguen y su ser, tampoco.
Visto de esta manera, vivimos en un mundo donde los demonios están desatados. ¿Cómo se aprende a vivir entre ellos?, ¿respondiendo como un demonio también? ¿Qué se puede hacer si, de acuerdo al Apocalipsis, estos demonios están autorizados a destruir a un tercio de la humanidad guiando a sus millones a caballo, a sus hordas infernales? ¿Vivimos acaso entre una piara de cerdos cuesta abajo camino a ahogarnos?
No tengo las respuestas a esas preguntas. Solo pienso en esa pintura de Matthias Grünewald, donde el eremita es tironeado, pisoteado, escupido y apaleado, al centro de la inmundicia. Castelli nos enseñó a observar ese arte. Pese a todo, los demonios no pueden llevarse a su víctima, cuya luz en su rostro y pecho es interna. Antonio Abad no los mira, porque no-son; si llegase a mirarlos, está perdido, se lo llevan al no-ser del infierno. Pero eso requiere de mucha fortaleza que proviene de una gran fe.
Y es lo que sucede, se necesita de personas con mucha fe. Y no se me malentienda: no hablo de una adscripción religiosa o de algún credo en particular. No se crea que la fe está en el beso al Santísimo, porque el demonio también está ahí, y no teme bañarse en la pila del agua bendita ni abrir la boca para engullir la hostia; o en andar lamiendo sotanas, para participar de un supuesto poder en la mediación entre lo sagrado y la grey; o vociferando con voz destemplada por las calles, o golpeando puertas para ofrecer al «Dios verdadero», lo demoníaco también es maestro de retórica.
Fortaleza, pero ¡dónde! Los viejos antiguos acostumbraban a decir que las fuerzas se crían. Por ahí, creo, va la fe de Antonio Abad, cría su fuerza y su fe entre demonios, y por eso fue llamado Magno, y se lo representa con un cerdo a sus pies, cuya carne alimentará a los enfermos, de los cuales es patrono. Un santo. Y la santidad, en nuestro tiempo, no se cotiza: se banaliza, infatúa…
¿Quién eres detrás de la puerta? ¿Quién es el que está tras la pantalla? ¿Cómo te llamas? No quiero saber la respuesta, cuando en el pentagrama demonológico de nuestro propio país hemos visto que la agresión demoníaca ha engendrado más violencia con sus disonancias; y cuando se ha ejercido violencia sobre esta sociedad con total impunidad, sus víctimas, cual imbunches costureados, enarbolan sus causas como instrumento de otros brujos, se erigen como guardianes de las puertas de un averno criollo, y ocupan puestos de poder, y ejercen ese poder para desnaturalizar la naturaleza humana. Y como la impudicia que exhiben los demonios de Grünewald, así tal la exponen nuestros demonios-imbunches, a quienes hay que besar sus partes pudendas para que nos puedan abrir paso: en la calle, las familias, el barrio, el trabajo, las instituciones y la política. Nos faltó fortaleza para no mirar a esos demonios y dejarnos arrastrar a la no-naturaleza de sus tormentos. Nos han roto por dentro; y de víctima, no cuesta nada pasar a victimario en uno de los paneles del retablo de nuestra historia.
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