Por María Florencia Misino.- La democracia como régimen político está asociada a la participación de la ciudadanía en los asuntos públicos. El momento trascendental es cuando votamos, aunque, la expresión de la población no se ejerce solo en esta instancia, sino también, durante el ejercicio de los gobiernos mediante distintas formas. Hace varios siglos decidimos crear un Estado que dirima los conflictos que ocurren en las sociedades y los acotamos a un territorio, el Estado Nacional. Pero esta dupla no ha tenido una convivencia sencilla y por eso encontramos en el siglo XX rupturas de las reglas de juego democráticas donde los conflictos sociales y políticos terminaron en dictaduras. Sabemos que hay Estado sin democracia, pero: ¿Hay democracia sin Estado?
La democracia no es solo unas reglas de acceso al poder sino un modo de convivir y resolver conflictos, para ello tenemos gobiernos que elegimos cada cierto tiempo. Los gobiernos administran el Estado implementando políticas públicas. Al analizar cómo se gobierna, deberíamos observar si el Estado y sus funciones afectan la democracia; qué ocurre cuando achicamos el Estado y debilitamos los esquemas de intermediación entre el Estado y la sociedad.
Las personas se manifiestan en el espacio público porque sienten que tiene sentido. Los ciudadanos piensan que interactuando con los funcionarios van a lograr que sus demandas sean atendidas y obtendrán mejoras en su vida. Se da una participación en sentido amplio, desde el voto a firmar una petición, a ser parte de una manifestación en la vía pública, a asociarse a una organización social, a afiliarse a un sindicato o a un partido político. Participar es costoso, gran cantidad de la población no lo hace y por eso se estudia la acción colectiva.
La ciudadanía demanda participando a la espera de una respuesta desde el Estado con políticas públicas. El sistema encausa el conflicto a través de elegir las autoridades de un gobierno y las relaciones que los gobiernos impulsan con los actores claves para procesar las demandas: sindicatos, organizaciones sociales, partidos políticos y organizaciones empresariales.
Cuando el Estado se retira cambia su rol en la vida cotidiana, deja de brindar servicios públicos, educación, salud, pensiones por vejez, agua, luz, etc. La ciudadanía se reconvierte en consumidores y expresan sus quejas y demandas a las empresas que los brindan y a los tribunales, ejerciendo solo sus derechos civiles. En este contexto, deja de tener sentido participar del espacio público, el debate, la agenda pública y las acciones de respuesta de los gobiernos se achican. Por lo tanto, pierde relevancia la política como arena de resolución de conflictos y con ello la participación, así como la articulación en organizaciones sociales por parte de la ciudadanía.
La abstención electoral puede ser un indicador de crisis de representación, de la desconexión entre la ciudadanía con la clase política. La indiferencia a las necesidades sociales puede provocar que la gente deje de acudir a las urnas. ¿Y si esta fuera motivada por la falta de sentido de interactuar en el espacio público, cuando esa arena ha sido acotada por la retracción del Estado? Un ejemplo de ello lo expresa la crisis chilena, donde el régimen de Pinochet instauró una Constitución que consagra la desaparición del Estado en los aspectos básicos de la vida de sus ciudadanos. Situación no revertida por los gobiernos democráticos, producto en parte de una transición tutelada por la dictadura.
Chile tiene el récord de ser el país de América Latina donde se registra más abstención electoral desde la recuperación de la democracia. Esa presunta paz social, se rompió en forma de explosión con los movimientos estudiantiles y regionales en 2011 y en octubre de 2019, incubaba una olla a presión de demandas sociales que no tenían cause porque la ciudadanía no sentía que su demanda tuviera receptividad y acción de respuesta por los gobiernos.
En octubre de 2020 se hizo el plebiscito para cambiar la Constitución con una participación de 50.95% de los habilitados para votar, un poco más de los que votaron en las presidenciales de 2017. Entre estos, la mayoría se expresó por el cambio (78%). A este paso, le siguió, un llamado electoral el 15 y 16 de mayo para elegir convencionales constituyentes en medio de un calendario donde se elegían nuevas autoridades locales y nacionales. La participación fue del 43,35 %. Unas elecciones con alta abstención, pero menor de la habitual en comicios locales que ronda el 30% de participación. Al parecer fueron a votar los convencidos quienes exteriorizaron que la nueva Constitución debía ser escrita por “otros” que representen la pluralidad de voces que hay en la sociedad, manifestando el rechazo rotundo a las expresiones que gobernaron desde la restauración de la democracia.
Lo que viene es la conformación de la Convención Constitucional paritaria, su labor será clave para revertir esas carencias. Chile debiera ser una lección para los impulsores del Estado mínimo, que pone en riesgo la democracia al desincentivar la participación ciudadana que la sostiene. La participación se construye con su ejercicio a través del tiempo, siendo parte de la cultura política, pero un país híper desmovilizado por un modo de entender las relaciones entre el Estado y la sociedad no cambia de un día para otro.
En síntesis, la retracción del Estado genera que quienes gobiernan se aten de manos y esto dificulta la posibilidad de dar respuesta a las demandas sociales a la vez que desactiva lazos con las organizaciones sociales y con la ciudadanía en general. Este círculo vicioso genera desconfianza hacia los gobiernos y el Estado, así como insatisfacción con su funcionamiento, desactivando la participación en elecciones y minando desde adentro al sistema democrático. Chile pareciera estar en dirección de modificar este camino.
María Florencia Misino es politóloga de la Universidad de Buenos Aires, Argentina. Profesora de Ciencia Política en la UBA.