Por Antonio Leal.- La vida es un trecho corto entre el nacimiento y la muerte y siempre la filosofía se ha ocupado de su esencia, porque la muerte es también un asunto filosófico por excelencia.
El primer encuentro, del cual históricamente tenemos registro, de una pandemia que impactó el pensamiento filosófico ocurrió en la antigua Atenas hace 2.500 años. Por ello nacieron allí las primeras nominaciones de una enfermedad inesperada, contagiosa, grave, que traducimos como peste. Si hablamos con precisión etimológica, loimós, sería el término que le dieron los griegos a esta enfermedad que fue interpretada como una afección de origen divino, que se transmitiría por el aire al respirar. De estos derivados hemos de destacar por su amplio uso posterior el verbo loimósso, ‘estar apestado’, y los sustantivos endemía, ‘residir en casa’, ‘endemia’, de donde se comprende que se aplique a aquellas enfermedades propias y exclusivas de un lugar, y pandemía, ‘común’, ‘público’, ‘todo el pueblo’, ‘pandemia’, cuando una enfermedad afecta a una población entera.
En el verano de 430 a. C., Atenas había alcanzado su apogeo. Aquella polis había efectuado un laborioso ascenso gracias a las iniciativas políticas de personajes como Solón, Pisístrato y Clístenes, que es el verdadero creador de la Asamblea en el origen de la democracia griega. En el siglo V a. C., la Atenas de Pericles, que gobernó por tres decenios, ya era uno de los estados más pujantes de la antigua Grecia. Democrática, intelectual y mercantil, afianzó su hegemonía en el ámbito heleno gracias a su protagonismo en las guerras médicas contra los persas.
La floreciente Atenas albergaba además una ingente cantidad de esclavos, cerca de medio millón. Vivían en la miseria, en barriadas hacinadas, sin derechos, aunque se los tratara en general con humanidad. Fue en esta población marginal, que multiplicaba por diez el censo electoral, donde prendió con mayor saña una tragedia no escénica, sino espantosamente real.
Atenas luchaba contra Esparta. Arquidamos, rey de esta última, había invadido el Ática. Convirtió la región en un infierno. Masacraba a los habitantes, incendiaba las viviendas, destruía las cosechas. Las multitudes, despavoridas, marcharon a la capital. Necesitaban protegerse tras las murallas, pues la táctica de Pericles consistía en abandonar los campos al enemigo hasta que este, escaso de suministros, tuviera que retirarse.
Atenas, acuartelada, se había superpoblado con los evacuados rurales y con las tropas aliadas de la Liga de Delos. Se alojaba a estos civiles y militares en barracas, templos, tiendas, a la intemperie, sumados a estos contingentes el medio millón de esclavos en condiciones insalubres y los miles de ciudadanos que se amontonaban también en una capital caótica, se adivina la delicada situación social latente a los pies del Partenón. Es decir, ya en aquella época la pandemia era un fenómeno social que se reproducía a una velocidad abismante entre los más desposeídos.
Nada podían hacer los médicos por su desconocimiento de la enfermedad que trataban por primera vez. Al contrario, ellos mismos eran los principales afectados por cuanto que eran los que más se acercaban a los enfermos; tampoco servía de nada ninguna ciencia humana. Elevaron, asimismo, súplicas en los templos, consultaron a los oráculos y recurrieron a otras prácticas semejantes; todo resultó inútil, y acabaron por renunciar a estos recursos.
Los textos del Corpus Hippocraticum dan cuenta que no había cura para la peste. Hipócrates ensayó unas fumigaciones eficaces, pero eran una gota en el mar. Caían hombres y mujeres, fuertes y débiles, ricos y pobres, jóvenes y ancianos.
Debido al hacinamiento, se contagiaban unos a otros, morían por miles, sobre todo en los barracones de los refugiados y los esclavos. Reinaban la confusión y el desánimo. Los cadáveres se apilaban en casas y templos. Los agonizantes se arrastraban por las calles o se desmayaban en las fuentes, ansiosos de agua.
Las víctimas eran abandonadas por los suyos debido al miedo. Los pocos que atendían a los enfermos no tardaban en sucumbir. Muchos médicos fallecieron en la primera oleada. Solo quienes habían sobrevivido a la epidemia eran inmunes a sus efectos letales, pero no a una dolorosa recaída.
El tercer y fatal brote ocurrió en el 427 a. C y arrasó con Atenas. Por la pluma de Diógenes Laercio sabemos que Sócrates mismo vivió la peste pero ello no le impidió desarrollarse ni fundar una familia. Tenía 40 años, era general de Pericles y había combatido en la guerra del Peloponeso, y recién comenzaba su ministerio filosófico, pero con su acto de vida claramente nos enseñó que la misma continúa en medio de la tragedia: Sócrates no se paralizó frente al miedo. Pudo haber sido su formación militar o su sentido tan particular sobre aceptar la vida a pesar de sus limitaciones.
Sócrates guiado por la célebre inscripción oracular “conócete a ti mismo”, sostiene que una vida sin reflexión no merece la pena ser vivida, y con ello coloca fuertemente uno de los temas de fondo de la filosofía: el sentido de la vida, de lo que hacemos, y de que ello redunde en una vida más plena, más humana. Y en tiempos de pandemia, quién sabe, también más esperanzadora. “Llenar de sentido significa algo que nos realice a nosotros mismos”, que no suele ser ni el trabajo ni los productos que acumulamos. Y resume: “Lo contrario a vivir no es morir, sino malvivir”. Y aprender a morir, un tema filosófico clásico, es en realidad “aprender a vivir”.
Sócrates dijo, unas pocas horas antes de morir, que la filosofía es una “preparación para la muerte”. El filósofo que dialogó serenamente antes de beber la cicuta, nos retaría a contemplar sin miedo la posibilidad de morir. Es decir, ser capaces de reflexionar sobre si hemos vivido de forma congruente a nuestros valores y si nuestros valores han sido estéticos, excelsos, nobles o, si hemos vivido simplemente para satisfacer los más animales placeres. La forma de afrontar la muerte es, para el filósofo, un síntoma de profunda madurez.
Gracias a Tucídides, uno de los primeros historiadores de la civilización occidental y que tuvo el raro privilegio de contagiarse, pero sobrevivir, podemos hoy conocer el efecto de esta pandemia, que se supone era un tifus: “Los que estaban sanos, veíanse súbitamente heridos sin causa alguna precedente que se pudiese conocer. Primero sentían un fuerte y excesivo calor en la cabeza; los ojos se les ponían colorados e hinchados; la lengua y la garganta sanguinolentas, y el aliento hediondo y difícil de salir, produciendo continuo estornudar —escribió en su ‘Historia de la guerra del Peloponeso’—; la voz se enronquecía, y descendiendo el mal al pecho, producía gran tos, que causaba un dolor muy agudo”.
Tucídides nos dice que la aglomeración en la que vivían los refugiados agravó la miseria ya que fueron ellos los que más sufrieron, junto a los médicos y quienes cuidaban a los enfermos, pues adquirían la enfermedad con mayor frecuencia. Menciona que atacó a todos sin distinción y que quienes sobrevivían no volvían a tener la enfermedad o, por lo menos, no con resultado fatal; que las aves y animales que se alimentan de carne humana, a pesar de la cantidad de cadáveres disponibles, no se aproximaban a estos o bien morían luego de comer de ellos. Por último, describe con detalle la desesperanza que descendió sobre la población, y la disolución del orden social y moral como consecuencia de la gran mortandad y de la inefectividad de las plegarias, de los médicos y de las autoridades.
El acuñador de la palabra epidemia, Hipócrates, la utiliza para referirse a enfermedades de distintos pueblos, a los que el médico asiste como un viajero que está de paso, intentando ayudar en lo posible. Si la filosofía y la pandemia enseñan algo es que todos estamos de paso, pero también que la crisis (otro concepto hipocrático) muestra que no hay tanta distancia entre aprender a morir y aprender a vivir.
Tuvieron que pasar miles de años para que la inmunidad se comprendiera cabalmente, pero lo escrito por el historiador ateniense nos muestra que la historia, en retrospectiva, puede ser una especie de vacuna.
Como dice el erudito clásico Armand D’Angour, “la historia no debe ser un simple recordatorio de los horrores del pasado. Puede guiarnos para que adoptemos precauciones, y nos recuerda que la observación acertada es vital para garantizar una mejor respuesta en el futuro, y asegurarnos de que, un día, regresará la vida normal»,
Pero, añade, también debemos recordar que la historia nunca se repite de manera exacta, incluso aunque puede ofrecernos lecciones valiosas para la posteridad. Lo que no cambia, según lo que dice Tucídides, es la naturaleza humana: puedes esperar que la gente reaccione de forma similar cuando se ve enfrentada con eventos como los ocurridos en el pasado.
Ya en la antigua Atenas del siglo V antes de Cristo, y hoy, en pleno siglo XXI, en la primera pandemia global, nos interrogamos sobre el por qué una pandemia nos genera más miedo que nuestra idea cotidiana de la muerte. ¿Porque hoy como ayer, todos somos protagonistas de la misma novela terrible: el ser humano arrojado con crudeza a la muerte, al temor de morir, al pánico de ver a los otros morir en soledad?
La filosofía se ocupa de reflexionar sobre los efectos de estas tragedias, porque ella misma se parece a las pandemias dado que nos impele a priorizar y a hacernos conscientes de nuestra finitud –memento mori – lo que debería recordarnos que preguntarnos de vez en cuando para qué vivimos no es una frivolidad teórica.
Esto porque el filósofo es por definición un epidemos, alguien que está en el demos circulando entre los hombres y cuestionando sus vidas, como Sócrates. Reflexionando con el método socrático podemos decir que morir es inevitable, pero la forma de afrontarlo y el balance personal de vida, no es un dilema que deba ser evitado.
Platón, el más cercano discípulo de Sócrates, subrayaba en su Menéxeno el peligro de la retórica funeraria para despertar el odio contra los extranjeros y enaltecer la idea de pureza de la propia nación, convirtiendo a las víctimas en héroes y a los verdugos en salvadores. Incluso la palabra Europa aparece en este diálogo como el escenario de oposición entre Grecia y Persia.
¿Qué diría Sócrates ante la actual la pandemia del Covid 19 que el mundo sufre?
En comparación a su mundo, la tecnología de hoy será capaz de producir una vacuna y así eliminar la enfermedad. Pero queda la pregunta: ¿Todas las naciones tendrán acceso a ella? Y entonces resuena la pregunta de Trasímaco a Sócrates; “¿Es la justicia solamente aquello que conviene al más fuerte?”. Mucho antes que Marx naciera, Sócrates argumentó que Poder y Justicia no siempre son buenos compañeros. ¿Tendrán acceso a esta vacuna primero los ricos y poderosos antes que las hordas de desempleados y abandonados?
Pero conociendo el método socrático, las preguntas no quedarían allí Sócrates abordaría el miedo, el miedo al contagio, el miedo al rechazo y el miedo a morir. Como todos los hombres de su época Sócrates no deja de ser un creyente en la vida posterior a la muerte. Pero ese detalle no es lo que sustenta su posición ante la muerte.
La pandemia de coronavirus ha llevado las discusiones filosóficas a todos los rincones del planeta en busca de respuestas. Los temas clásicos de la filosofía, como la muerte, la libertad, el miedo, el cuidado, el amor, la educación, el ocio, el trabajo, las formas de control político, el problema de la verdad, de la esencia y del sentido.
No hay que olvidar que la filosofía se define por su pretensión crítica de abordar las cuestiones más importantes y acercarnos a lo mejor, reconociendo que partimos de un estado de ignorancia que nos obliga a cuestionar continuamente nuestras ideas.
La primera pandemia global de la historia ha servido para hacernos algunas preguntas con especial crudeza, mostrando todo tipo de contradicciones entre la economía y la medicina, entre la libertad y el control estatal, entre contar la verdad y evitar el alarmismo.
La pandemia ha servido para subrayar la fragilidad y la fortaleza del hombre respecto al planeta, a medio camino entre la contaminación y el contagio. La perspectiva de estar encerrado en una habitación adquiere así una fisionomía distópica que recuerda un lamento de Pascal: “No habiendo podido curar la muerte, la miseria y la ignorancia, los hombres han convenido, para ser felices, no pensar en ello”.
El COVID-19 nos ha demostrado que lo azaroso, lo inesperado y lo insospechado juegan un papel en la historia. Las crisis operan como aceleradores, son una ventana en la historia a través de la cual parece que la realidad se precipitara a más velocidad de la debida y, en este sentido, parece evidente que esta emergencia sanitaria está poniendo al descubierto las fallas estructurales del modo en que hemos vivido hasta ahora, porque lo que está en juego a la salida de la pandemia es nuestra forma de vivir, la sociedad que nos gustaría tener en el futuro.
Antonio Leal es sociólogo, Doctor en Filosofía, Post Doctor en Filosofía del Pensamiento Complejo, Académico de la Universidad Mayor.
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