“No entraremos a la inconducente y fatua discusión de si lo que hace un payador es o no poesía; por lo demás, a quien cultiva la paya poco y nada le importa el asunteque”, dice Fidel Améstica.
Por Fidel Améstica.- Entre las pobrezas que cargamos, cuán ingente es nuestra incapacidad de reconocer a los pájaros por su canto. Más aun en un «país de poetas», donde compartimos con no menos de medio millar de especies. Su canto y su vuelo, su arte de nidificación, su alimentación precisa, sus plumajes maestros de la diversidad… ¡Y qué sensibilidad y sintonía con el campo electromagnético del planeta para navegar los cielos!
Toda poesía es deudora de los pájaros, y todo canto les debe algo. Más de algún trovador habrá hecho su retiro en un bosque para aprender de sus trinos. Y en las artes aédicas, se erige en emblema y divisa de la blasonería verbal. Tanto así, que hasta el despertar de los poetas no puede estar ajeno a su presencia semántica.
Durante mis años de colegio, una conversación con mi amigo y compañero Rodrigo Zúñiga giró en torno a qué clase de poetas había, ¡vaya atrevimiento! Y en nuestra imberbe insolencia, decíamos que había poetas que verseaban sobre las aves y otros que abrían la jaula para que volaran. Rodrigo llegó un día con el tema, quizás influido por sus lecturas huidobrianas y de los poetas surrealistas, y lo desglosamos bastante también con otro condiscípulo y hermano, Luis Pérez Camousseight, que se sumó con entusiasmo. Y afinamos las sentencias: hay quienes cantan sobre el pájaro, quienes abren su jaula y, algunos, que suben a su lomo y vuelan con él. Hoy, empero, agregaría algo más: ¿Cuántos logran ser el canto de ese pájaro?
Ignoro si realmente comprendíamos, más allá de la razón, nuestras aseveraciones. Creo más bien que «discurríamos» armados de instinto y euforia, atentos a la voz del corazón. Ignoro también cuánta verdad hay en ello. Me visitan estas frases con regularidad, me acompañan como luces para alumbrar nuevas experiencias, en especial las referidas al canto a lo poeta.
A inicios de este siglo, Raquel Barros me entrevistó a raíz de un pequeño artículo referido a la paya, la improvisación poética de Chile. Ahí yo escribí que ya hubiese querido un poeta surrealista componer con los recursos de un payador. Y sorprendida, me hizo ahondar en esta temeridad. «Pero ¡cómo! ¿Acaso la décima no es una camisa de fuerza de la métrica, cuando los surrealistas lo que buscaban era desbordar ese tipo de ataduras para navegar en el inconsciente y el lenguaje?», fue lo que más o menos me dijo.
Si el inconsciente es un océano, se me ocurrió responder, así como el lenguaje, la décima no es más que una de tantas redes que los pescadores-poetas echan en sus profundidades para coger al alba el alimento y, también, lo inesperado. ¿Qué sacaría con arrojarme a los mares sin saber nadar sino ahogarme imposibilitado del regreso? Los surrealistas, en este sentido, son innovadores en el diseño de las redes, buscadores de modelos más que de peces. La décima, y toda estructuración poemática y verbal, es una herramienta más de libertad plena, y no es imposible concebir a un tipo de poeta de escritura automática como Robert Desnos valiéndose de la décima como quien echa la red a diestra y siniestra en los oleajes del habla.
La paya, no por improvisada, carece de organicidad y estructura. Hay un oficio que requiere habilidades, conocimientos y aprendizajes, pero dispuestos a darle cauce, cuerpo y profundidad a la voz del corazón, que es el que realmente ve mejor que nosotros mismos.
Leonel Lienlaf tiene un poemario que se llama Se ha despertado el ave de mi corazón (Nepey ñi gvñvn piuke), y nos llevan sus versos a un viaje por el espíritu de la tierra para ver lo que hemos hecho, lo que nos han hecho, pero el despertar es un canto de la memoria y la convivencia.
No entraremos a la inconducente y fatua discusión de si lo que hace un payador es o no poesía; por lo demás, a quien cultiva la paya poco y nada le importa el asunteque, porque su horizonte, donde se une el cielo con la tierra, está en decir bien lo que debe ser dicho, nada más. Que sea o no poesía, es un madero que navega en la más aséptica de las irrelevancias. Y como dato, muchas veces hay más poesía en una canción, un chiste, un eslogan, que en un poema como tal o se precie de sí.
Si consideramos la capacidad de improvisar, entonces, ¿qué tipo de payadores existen? ¡Ha de ser un asunto de pájaros! (Yo no lo sé de cierto. Lo supongo). ¿Pero qué dicen los pájaros en concreto? ¿Cantan sobre los pájaros?, ¿abren las jaulas de los pájaros?, ¿vuelan sobre otros pájaros?, ¿o no más son el canto que cantan los pájaros? Juan Luis Martínez nos legó esta belleza punzante:
A través de su canto los pájaros
comunican una comunicación
en la que dicen que no dicen nada.
El lenguaje de los pájaros
es un lenguaje de signos transparentes
en busca de la transparencia dispersa de algún significado.
Los pájaros encierran el significado de su propio canto
en la malla de un lenguaje vacío;
malla que es a un tiempo transparente e irrompible.
Incluso el silencio que se produce entre cada canto
es también un eslabón de esa malla, un signo, un momento
del mensaje que la naturaleza se dice a sí misma.
Para la naturaleza no es el canto de los pájaros
ni su equivalente, la palabra humana, sino el silencio,
el que convertido en mensaje tiene por objeto
establecer, prolongar o interrumpir la comunicación
para verificar si el circuito funciona
y si realmente los pájaros se comunican entre ellos
a través de los oídos de los hombres
y sin que estos se den cuenta.
NOTA:
Los pájaros cantan en pajarístico, pero los escuchamos en español. (El español es una lengua opaca, con un gran número de palabras fantasmas; el pajarístico es una lengua transparente y sin palabras).
Este disciplinado delirio lo podemos ver como un ángulo distinto y simultáneo de un discurrir poético anterior que propuso Pablo de Rokha en su poema «Ecuación»: ¿Qué canta el canto? Nada. El canto canta, el canto canta, no como el pájaro, sino como el canto del pájaro. Abusamos tanto de los tropos literarios que de cuando en vez no hace daño limpiar la lengua con un enjuague tautológico, iterativo, para despejar la imagen y su realidad. Tanto hablamos de y usamos a las aves que ya dejamos de verlas y de reconocer su canto gracias a la vista nublada por la retórica de los tropos.
Y tanto adjetivamos, que dejamos de nombrar. Hernán Miranda, poeta quillotano, ya en 1970, en Arte de vaticinar, nos advertía: Estamos en la ciudad. Nadie se equivoque. / Las mesas y las sillas ya no recuerdan aquí a los bosques. Las piedras del río se las pelean los coleccionistas. / (…) / Los gorriones anidan felices en los transformadores de alta tensión. Y en otro texto, de 1987: En la gran sala de la Biblioteca / no es tan fácil distinguir a los lectores / de esos pájaros que se instalan a meditar / en los cables telefónicos.
Otro singular poeta, el uruguayo Elder Silva, nos dio el aviso para el siglo XXI: La poesía es un gorrión / bailando en un cable de 220 / y eso es todo / ¡No insistan! / La poesía es un pájaro que tiembla.
En la paya, y en general en el canto a lo poeta, siempre está a la mano el «relleno», frases hechas, lugares comunes, consignas, panfletos, cuyo aporte en la totalidad de una estrofa es justamente ese: rellenar, válganos decir, anclarse en significados estereotipados, que de tan repetidos ya no dicen nada, o que se ajustan a una «conveniente» condescendencia con el público. Algo similar ocurre con los freestylers o «fristaleros». Y menciono el relleno solo como referencia para poder distinguir a quienes se elevan por encima de esos recursos, que son obstáculos para sumergirse en la riqueza oceánica del lenguaje y, por ende, del corazón.
Un contrapunto de payadores no sólo se puede entender como un duelo de versos improvisados en diálogo y canto, también como dos perspectivas sobre un mismo tema o asunto, rieles paralelos que permiten el tránsito ferroviario de la memoria, la imaginación, el ingenio y la sabiduría. Si el tema es la cordillera, el arranque pudiera ser: Al repecho de mil cumbres / donde el mar dejó sus huellas…; y poco a poco, al tranco de componer cantando, reconocer la variedad de climas, texturas minerales, sucesos históricos, flora y fauna… Construir, crear la cordillera en el lenguaje trovado, que las palabras se vuelvan cordillera, en fin. Son muchísimas las posibilidades de asociación; todo depende no solo del talento individual, sino también de la sintonía de ambos trovadores criollos.
Y siempre es una competencia, aunque por olvido y deformación solemos asumirla en todo orden de cosas como el impulso de anular al otro por medio de lo propio, cuando «competir» en principio es tener habilidades, «competencias», formación, capacidad, para el arrojo en la lucha y el combate, y curiosamente tiene una raíz, pet-, que significa «arrojarse y volar». No puede haber guerrero armado solo de coraje, eso es temeridad; debe pasar por una educación que le permita desarrollar lo que se requiere para entrar en batalla.
Ignacio Reyes, desde Los Lagos, lo explica y comparte con esta décima dedicada al Día del Payador del pasado 30 de julio:
Payador, ser payador
es transformarse en viajero,
recorrer el mundo entero
para entregar una flor.
Es juntar risa y honor
en diez frases al crear,
es ponerse a navegar
entre veinticinco cuerdas
para que nunca se pierda
la chispa de improvisar.
Y esa chispa no solo se refiere al ingenio y humor, sino también a algo bello y sagrado que se enciende en el corazón, y que día a día se hace más fuerte, cálido y luminoso, o eso al menos despierta en cada uno. Javiera Buzeta así lo transmite, también por la efeméride del oficio:
Vengo llena en gratitud,
traigo «gracias» en caudales
a la vida que en cristales
dio payas a mi salud.
Doy gracias a la virtud
de tanto poeta y cantor
que en generoso favor
me abrió secretos y puertas;
gracias por sembrar mi huerta,
payadora y payador.
Sintonizo con estas dos miradas, porque su oferta de lenguaje apunta a algo que está más allá y por encima de ellos mismos; en las poéticas de sus décimas no se yerguen ellos como adalides y dueños-propietarios de la tradición que cultivan, simplemente: son lo que hacen. El don poético-musical no se define solo por la habilidad, donde las acciones hablan y las palabras disimulan, sino en la multiplicación del talento, cuando la libertad creativa hace libre a los demás.
Aunque por más libertad que haya, y quizás por esto mismo, vivimos en el mundo; y de este mundo es que también viene el alimento con que se nutre la libertad creativa. Y así lo sufrió Aldo Velásquez, de Puerto Montt, este 30 de julio por estar mal estacionado:
Mi alegría no se pierde,
pero les debo contar
que, al terminar de payar,
se acercó un señor de verde.
Me dijo: «Amigo, recuerde,
aquí está bien señalado».
Y por más que le he explicado
que era un día de festejo,
me dijo, sin ni un complejo:
«¡El parte ya está cursado!».
Todo puede ser materia para un payador. Y estos, en tal entendimiento, ¿cantan sobre el ave del corazón? Sí. ¿Abren la jaula del ave del corazón? También. ¿Vuelan montados sobre el ave del corazón? Se han dado casos. ¿Son el canto del ave del corazón?… Esta respuesta cada cual la debe encontrar, porque en el barco de la vida, sujetos a las normas sociales y a la bestialidad de nuestra moral, a veces podemos ver a los pájaros errantes que cantó Pedro Prado, y
en la balandra, como pájaros extraviados, los corazones de los pescadores aleteaban de inquietud y de deseo.
Inconsciente, tembloroso, llevado por la fiebre y seguro de mi deber para con mis taciturnos compañeros, de pie sobre la borda, uní mi voz al coro de los pájaros errantes.
Y así terminan los encuentros de payadores, con la audiencia sumando sus voces a los vocablos rituales de esta tradición: Se ordena la despedía, / la despedía se ordena…, porque los payadores cantan en payarístico, pero los escuchamos en lenguaje electroquímico en las raíces de los arbóles donde anidan los pajáros, con un saludo, como este de Juan Domingo Pérez Ibarra, de Pirque:
Brindo por el payador
como simple contertulio
en este 30 de julio
con un mosto trovador.
De la raíz portador
con su ramaje florido,
brindo por el verso ungido
de un repente en sentimientos
cantando a los cuatro vientos
de todo lo acontecido.
A pleno temblor, la paya es un corazón con alas, y anida en los transformadores de alta tensión con los fonemas de la transparencia y el silencio. Y eso es todo. Después se larga en bandadas, y de repente alguien la ve y se une al canto. ¿Y qué dice el canto? Bueno, yo no digo mi canción sino a quien conmigo va. ¿A qué insistir?