
Por Mario Gutiérrez.- “¡Hicimos llover!”, exclamaba con los brazos al cielo Juan Pablo Sáez en las afueras del recinto de calle Mallinkrodt 76, en una especie de simbiosis entre el aguacero que caía esa noche de jueves en Santiago y la explosión de emociones que se había vivido minutos antes en el Centro Cultural San Ginés en uno de los sectores más emblemáticos de la bohemia capitalina.
Y es que la adaptación criolla de la célebre obra —a esta altura un clásico— del guionista estadounidense Tom Schulman, La Sociedad de los Poetas Muertos, llevada al cine en 1989 por Peter Weir y protagonizada por Robin Williams, había resultado sencillamente soberbia pese a la obvia complejidad para ejecutarla. Impecable. Sorprendente. Emotiva en su máxima expresión.
La reinterpretación de esta obra —que refleja a un grupo de estudiantes impactados y deslumbrados por la forma tan disruptiva como libre de enseñar de un profesor alejado de las férreas reglas conservadoras de la estricta y asfixiante Academia Welton, esta vez en carne y hueso— adquiere un sorpresivo grado de humanidad y cercanía que, a ratos, supera con creces a la “ópera prima”. Logra transmitir de piel a piel las angustias, temores, alegrías e impulsivos brotes desafiantes de los adolescentes, así como los traumas, frustraciones y amarguras de los adultos en escena.
Sobre una escenografía precisa, austera y elocuente —que van modificando los propios actores con destreza claramente aprendida— la trama se desliza con finura, sin dar lugar al vacío. La acción comulga armoniosamente con las pausas dramáticas, los silencios, los desenlaces de cada escena y la música, que se transforma en un eje central. Los diálogos detallistas alcanzan la virtud de aproximarlos y regalárselos al público en un agradecible lenguaje chilenizado actual, con modismos nuestros y gestualidades propias. En un minuto, el detalle de las bandejas ilustradoras de un pasado, en guiño a lo moderno —no adelantaré nada más al respecto— es, simplemente, una impactante demostración de talento e ingenio.
El grito autobiográfico que lanzó al mundo Schulman en relación con vivir en plenitud, sin prejuicios y con la osadía de quererse, conociéndose cada cual con cariño y perdón, se encarna en el equipo actoral a través de una nítida intensidad y suave candidez. Esa mezcla conmueve, desde los instantes más dulces, alegres e ingenuos hasta el segundo más aciago.
El elenco —compuesto por los ya consolidados Claudio Arredondo, Tito Bustamante y Juan Pablo Sáez, más seis figuras jóvenes de las tablas, quienes exhiben una destreza artística impresionante que excede con éxito lo que se suele ver en los marcos rígidos y egoístas de las teleseries en TV— llega a ser un ensamble óptimo para resituar a la perfección esta traslación dramatúrgica de La Sociedad de los Poetas Muertos. La complicidad entre ellos se respira. Sus energías combinadas contagian. El aplauso es de pie.
Quizás el único elemento incómodo en la obra sea su extensión: dura dos horas por asuntos de derechos. Sin embargo, esto se contrasta con el hecho de que antes del comienzo se pueden adquirir productos como sándwiches, snacks, cervezas y otros bebestibles que también pueden ser consumidos al interior de la sala, sobre las cómodas butacas de ese Centro Cultural.
Con todo, esta versión es un refresco de pasión, garganta apretada y determinación a sacarle el jugo a la vida para quienes nos emocionamos hace años frente a la pantalla grande, y —en la misma dirección— un imprevisto golpe de impresión, juventud y gratitud para recordarles que están vivos, muy vivos, a quienes hasta ahora cometían el pecado de desconocer esta gran historia de las artes modernas.
Todos —unos y otros, los antiguos y actuales amantes de lo que imprime y resignifica La Sociedad de los Poetas Muertos— tenemos una insoslayable razón para gritar algún día, ojalá en muchos días, “Oh Captain! My Captain!”, como nos enseña Walt Whitman. Se trata de aquel brutal recordatorio, tímido y feroz al mismo tiempo, que se resume en que nos pasamos los días mirando el reloj y seguimos llegando tarde a la vida. Ese imprescindible “Carpe Diem” nos obliga a exprimir con júbilo, riesgo y amor cada espacio de nuestras existencias.
En definitiva, estamos frente a una prístina victoria del Teatro San Ginés. Un difícil desafío largamente logrado. Una pieza de lujo que nadie debiera dejar de disfrutar, porque sería un desperdicio para los ausentes. Le auguramos a esta adaptación teatral una extensa y triunfante estadía en la cartelera de esta primavera y verano. Imperdible.
Ficha Técnica
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