
Por Nassib Segovia.- El teletrabajo fue un puente improvisado durante la pandemia: mantuvo empresas operando, clases en marcha y servicios activos. Todos lo adoptamos. Superada la emergencia, surgieron voces que proponen desecharlo y volver al modelo rígido de oficina y control presencial. Sería un error.
Antes del COVID-19, en Chile apenas el 0,5 % de la población trabajaba a distancia. La crisis lo masificó y llevó a regularlo: la Ley 21.220/2020 estableció derechos básicos como la desconexión digital y la provisión de equipos, mientras que la Ley 21.645/2024 lo garantizó a cuidadores, reconociendo que la flexibilidad laboral no es un privilegio, sino una necesidad social. En el papel avanzamos, pero en la práctica retrocedemos.
El teletrabajo total disminuye y se impone el esquema híbrido (2 a 4 días presenciales). Sin embargo, la conciliación laboral sigue frágil: un 61 % de trabajadores cambiaría de empleo si aumenta la presencialidad, mientras que más del 40 % de empleadores cree que la verdadera productividad solo ocurre en oficina. Para unos, la flexibilidad simboliza confianza; para otros, la presencialidad equivale a control.
No es un fenómeno local. En grandes compañías se han endurecido las políticas, confundiendo presencia con compromiso y horas en la oficina con productividad.
El futuro no es optar entre teletrabajo o presencialidad, sino combinarlos con criterio:
Chile avanzó en normas, pero hace falta una cultura de confianza que potencie lo aprendido: productividad medible, reducción de traslados y mayor participación de mujeres y cuidadores. El trabajo del siglo XXI exige menos control y más confianza.
Nassib Segovia es vicedecano de la Facultad de Economía, U. Central
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