Por Alexis González G.- Durante décadas, la región de Valparaíso ha sido testigo de una larga lista de promesas rotas, anuncios rimbombantes y proyectos que jamás se concretan. El más reciente capítulo de esta historia lo protagoniza el fallido proyecto del tren rápido Santiago–Valparaíso, una iniciativa que parecía al fin conectar, de manera digna y eficiente, a la capital política del país con su capital cultural y portuaria. Sin embargo, una vez más, nos quedamos esperando en el andén.
El anhelado tren, que en teoría debía reducir a menos de una hora el viaje entre ambas ciudades, prometía ser una solución concreta a los problemas de conectividad, descentralización y desarrollo económico. Para Valparaíso —ciudad golpeada por la desindustrialización, la pérdida de protagonismo portuario y el abandono estatal— significaba una oportunidad histórica de reconexión y revitalización. Pero el silencio de las autoridades y la ausencia de voluntad política han enterrado, una vez más, ese sueño.
Este nuevo revés no es solo una cuestión técnica o presupuestaria; es un símbolo. Es la demostración de que Valparaíso sigue siendo percibido por el poder central como una ciudad decorativa, útil para el turismo de postal y las visitas protocolares, pero no como un territorio prioritario. Es la continuidad de un patrón centralista que ignora las urgencias de las regiones y posterga una y otra vez el desarrollo de infraestructuras clave fuera del Gran Santiago.
Mientras tanto, los porteños seguimos enfrentando una movilidad fragmentada, una economía informal creciente y un deterioro urbano que amenaza con convertir a Valparaíso en un parque temático de la decadencia. La promesa del tren no era solo una cuestión de transporte: era una promesa de dignidad, justicia territorial y futuro.
Resulta inaceptable que, en pleno siglo XXI, las decisiones de inversión en infraestructura de este calibre sigan supeditadas a intereses privados o a visiones miopes del desarrollo. El tren a Valparaíso no debe ser considerado un lujo ni un negocio: debe ser una política de Estado.
La bofetada es doble: a la ciudadanía esperanzada que confió, y a la historia de un puerto que alguna vez fue la puerta de entrada de Chile al mundo, y hoy es ignorado por una clase política indolente y oportunista. Valparaíso no merece más promesas populistas incumplidas. Merece inversión, voluntad política real para salir del abandono crónico en que se encuentra sumergido desde hace décadas. Pero, por sobre todo, merece respeto.
Quizás ha llegado el momento de dejar de esperar que el tren llegue desde Santiago o desde cualquier parte, y empezar a imaginar, pensar y construir colectivamente, desde el Valparaíso profundo, desde la más pura esencia de todos y cada uno de los porteños y porteñas, las vías que nos permitan recorrer juntos —y en dignidad— el duro y pedregoso camino hacia el futuro y el progreso que nos han negado por tanto tiempo.
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