Categorías: Opinión

Un país entre la risa y la rabia

Por Fernando Martínez.- Si no fuera desastroso para quienes sufren las consecuencias, la ineptitud de gran alcance de algunos que tienen muchas responsabilidades, es para reírse.

Nos habíamos acostumbrado a la chapucería de circo grande, de quienes se autoclasifican en el top-ten en administración de pandemias, pero que los expertos mundiales consideran entre los diez peores gestionadores de pandemia del planeta. Está claro que, si no existieran los despiadados informes elaborados en el extranjero, es hasta posible que Chile entero creyera lo que repiten incansablemente las fastidiosas cadenas obligadas a las que nos someten -de manera cómplice al igual que expertos torturadores- casi todos los medios de comunicación, incluso aquellos que son propiedad de todos los chilenos, de los que se podría esperar un mínimo de prudencia.

Hace unos días se sumaron nuevos desastres que tienen que ver con el agua, que casi siempre es escasa, pero que esta vez se abatió con violencia en voluminosa aspersión sobre cabezas, casas y quebradas, como si se tratara de un fenómeno natural que no pide permiso ni avisa.

Se verificó una grave pérdida de la energía en los hogares (muchísimos puntos de “falla” en Santiago, la mayoría situados en la zona poniente de la ciudad), explicada pintorescamente por quienes deben asegurar el abastecimiento. Según ellos, el problema está en la concomitancia competitiva entre la vegetación de la ciudad y los emplazamientos de las vías de transmisión eléctrica. ¿Es esa realmente una explicación? Lo que pasa, nos dirán los administradores del servicio, es que eliminar esos riesgos es muy costoso y el negocio no da para tanto. ¿Tanto? ¿O sea que pedir que el abastecimiento por el cual se paga no sea interrumpido es mucho?

Esas explicaciones por supuesto son inadmisibles. Las pérdidas que debe asumir la población son el resultado del incumplimiento de contratos, por causas que en todas partes y también en Chile ya pasaron, pasan y seguirán pasando. De más está decir que estas cosas no suceden en aquellos países donde tienen sus matrices las empresas controladoras. ¿Tenemos un contrato de abastecimiento para país “rasca”?

Como si fuera poco, el primer lunes de febrero se amenazó con cortes de agua, en medio de una pandemia en la cual el uso del agua es una de las medidas más recomendadas. Esto más bien sólo produjo sólo rabia. ¿Qué hubiesen podido hacer los que toman a diario el transporte público para ir al trabajo? Sabemos que este tipo de problema de turbiedad de agua puede ser más difícil de asegurar. Por eso se realizan anticipadamente obras que todos pagamos, cuya función es asegurar una importante reserva de agua en stock. No obstante, esta autonomía visiblemente no es suficiente y se requiere ampliarla a través de inversiones importantes.

En el fondo del problema, si el negocio apetecido en su calidad de “sandia calada” no permite asegurar un servicio indispensable de manera razonable, entonces el diseño del negocio es improcedente y se le debe cambiar por otro que permita el resultado comprometido. Si los actuales proveedores no son capaces de otorgarlo de manera segura, entonces que vengan otros que sí puedan. Si no hay nadie que pueda, entonces la administración de estos monopolios “naturales” debe ser asumida del único modo que es posible, a través del Estado de Chile, que es la única entidad global que tiene entre sus finalidades integrar el bienestar de toda la población.

Hoy, en la lógica “subsidiaria” de la doctrina que subyace en las definiciones de las políticas económicas dominantes, se conjugan dos principios básicos:

  • El Estado chileno no debe comprometerse en emprender iniciativas que puedan ser realizadas por las entidades intermedias de la sociedad;
  • El Estado es, por definición, mal emprendedor, pues no está inspirado por el lucro que es el único y verdadero motor del emprendimiento. Cualquier privado lo puede hacer mejor, más bonito y más barato.

En este caso, el primer principio está fallando claramente, pues las organizaciones intermedias parecen no poder otorgar el servicio que los ciudadanos necesitan. En cuanto al segundo principio, que para algunos es un dogma, es imposible de verificar. En el mundo real hay, en el área privada, organizaciones que cumplen muy bien sus cometidos y otras, no. Lo mismo pasa con las organizaciones del Estado, pues la diferencia está en las políticas y en la calidad de las administraciones y no en la propiedad de las entidades.

¡Lo anterior se parece al socialismo fracasado! -argumentará algún partidario de los mecanismos ultra clásicos, propios de la “buena economía”-.  ¡Pero a mí eso no me importa! -responderá el curtido ciudadano sobreviviente de todas las catástrofes. Y agregará que estas situaciones, que se repiten y se repiten, con riesgos conocidos, y predicciones “sobre anunciadas”, deben ser excluidas definitivamente de las preocupaciones del chileno corriente, para así poder enfrentar los verdaderos y graves problemas que aún no conocemos y que están por venir. Por eso bajo tales imperativos, no importan las convicciones personales y filosóficas de los ortodoxos de las doctrinas económicas neoclásicas, pues las creencias casi religiosas no cuentan a la hora de las catástrofes.

Aun así, ¿quién se atreve a poner la lógica de los argumentos por delante? ¿Será la política actual, capaz de atravesar la férrea resistencia ideológica de quienes no quieren ver al Estado en un rol activo? Sólo una nueva definición constitucional puede ayudar.

Alvaro Medina

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