Por José Miguel Infante.- El atentado grafitero en una cúpula del Museo de Bellas Artes, en Santiago, y ahora la destrucción de un brazo de la escultura de madera del futbolista Benjamín (Ben) Brereton, en Penco, revelan la desafección de unos pocos sobre el patrimonio social; es decir, aquello que heredamos, nos identifica y une en los espacios públicos. El primero, una expresión hedonista vandálica; y el segundo, destrucción sin sentido.
A contrario sensu, cultores del grafiti y del muralismo aportan a la estética de barrios capitalinos como en Franklin, Brasil, Yungay, Bandera, Bellavista, Lastarria o San Miguel. Suman a la estética urbana exposiciones abiertas en Valparaíso, en la escalera Fischer y pasaje Gálvez; la escalera de piano y el arte callejero camino a La Sebastiana. Otros centros urbanos, como la hermosa ciudad de Valdivia, también regalan belleza callejera en los murales del acordeonista de calle Errázuriz, el mural del Cesfam de Las Ánimas, el de la ex Chunga Chacotera en calle O´Higgins y el del terremoto frente al teatro Cervantes.
En esta acotada mirada aparecen decenas de espacios de comunicación, cultura y arte que se replican en todo Chile, donde se habla de “un nosotros”, de una identidad. Un san miguelino me recordó, con orgullo, el museo a cielo abierto, donde los vecinos cuidan los murales que visten los edificios de un conjunto habitacional y han convertido ese espacio en un ícono y un ejemplo a seguir.
El espacio público, en sí mismo, es esencial para la vida cotidiana y el ejercicio democrático de una sociedad. Sin embargo, cuando se vandalizan sitios o representaciones simbólicas de una comunidad, se niega el sentido de pertenencia y de “un nosotros”. Por eso lo ocurrido en el Museo de Bellas Artes y el destrozo de una parte de la estatua de Ben Brereton, constituyen hechos indeseados que violentan el alma de nuestra identidad.
José Miguel Infante es director de la Carrera de Periodismo en la Universidad Central
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