Por Samuel Fernández Illanes.- Una profesión ampliamente mencionada, aunque poco conocida. Se ejerce dentro de una larga práctica y normas legales, expresamente acordadas pues, representar un país ante otro, o la comunidad de Estados, siempre es difícil. Requiere amplia capacitación, selección rigurosa y habilidades, al servicio del Estado que acredita. Busca optimizar el acercamiento, conocimiento acabado, y respeto para beneficio recíproco, sorteando cualquier diferencia. Para ello, los embajadores y personal acreditado, gozan de privilegios e inmunidades que le permiten hacerlo, protegiendo la persona, familia, residencia, sede y oficina, bienes, archivos y demás elementos necesarios; de toda intrusión o daño por el país receptor, en todo momento, aún en situaciones privadas. Nunca las Embajadas son territorio extranjero, sería absurdo, y cambiable a voluntad. Se protegen funciones.
En contrapartida, los Embajadores representan a su Jefe de Estado, gobierno y país, ante quien le otorgue su aceptación. Por ello, sus opiniones no son personales, aunque tengan derecho a tenerlas. Mucho menos pueden expresarlas, a favor o en contra, de lo que ocurre en el país receptor. No sólo vulnera normas precisas del derecho y práctica generalizada, sino que fracasa en su tarea, haciendo todo lo contrario que tiene por misión. Creará divisiones y un ambiente hostil, reñido con todo ejercicio profesional. Ni las personas, ni menos los Estados, aceptan intromisiones inaceptables de extraños. Hacerlo está prohibido, y demuestra un total desconocimiento de sus funciones, o bien, un propósito deliberado de confrontación.
Tampoco corresponde, como a veces sucede, que los Embajadores confundan la prioridad que deben a su propio país, con las del lugar en que trabajan o han servido y creado lazos afectivos o intereses, por legítimos que sean. La diplomacia es impersonal, si bien se desarrolla entre personas, que trabajan para el Estado.
Si los límites del profesionalismo, buen criterio y la prudencia son sobrepasados, siempre está la diplomacia profesional para buscarles solución, o bien la pérdida de sus privilegios, y hacerlo abandonar el país. Un caso extremo innecesario. Para qué sancionar al irresponsable, si su propia impericia ya lo habrá castigado, y desprestigiado su labor, tornándola inaceptable. Por estas y muchas otras razones, la verdadera diplomacia requiere de larga preparación y conocimientos adecuados. Si se violan estas reglas, o se improvisa, no sirve.
Samuel Fernández Illanes es abogado y académico Facultad de Derecho, UCEN
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