Filosofía

Violencia política banalizada: el caso de Charlie Kirk

La muerte de Charlie Kirk no solo interpela nuestra sensibilidad política, sino que revela cómo la violencia se ha normalizado en el discurso público, afirma el filósofo Lisandro Prieto. A través de Benjamin, Butler, Arendt y otros pensadores, este análisis propone una lectura crítica de las estructuras que legitiman el crimen, banalizan el duelo y erosionan la dignidad humana en tiempos de polarización.

Por  Lisandro Prieto Femenía.- “La violencia es el miedo a los ideales de los demás” . Mahatma Gandhi. La reciente noticia del asesinato de Charlie Kirk nos golpea como un hecho que es íntimo y público al mismo tiempo: íntimo, porque su vida —con su historia, proyectos, familia y afectos— se apaga para siempre; y público, porque su muerte se inscribe en un espacio político saturado de tensión, retórica agresiva y prácticas que han ido normalizando la violencia sistémica.

Si aceptamos que la política no es sólo un discurso, sino también disposición de fuerzas y permeación moral, entonces conviene preguntarnos cómo hemos llegado a este punto decadente y qué significan, filosóficamente, estos actos deplorables. En pocas palabras, hoy nos proponemos leer un crimen en clave de violencia sistematizada y naturalizada, atendiendo a ciertas reflexiones que nos ayuden a iluminar sus raíces culturales, mediáticas y éticas.

Para comprender la normalización de la violencia, es preciso asumir el proceso de lentificación del asombro: vivimos en la tendencia a que lo sorprendente se haga cotidiano. Al respecto, Hannah Arendt, en su obra Sobre la violencia (1970), distingue cuidadosamente entre poder y violencia, y declara que “el poder y la violencia no son la misma cosa, y cuando se agota el poder, la violencia emerge como sustituto”. Arendt nos alerta sobre la degradación del espacio político, sobre todo cuando la violencia aparece como un medio para sostener fines que el poder legítimo ya no puede garantizar.

Aplicado a nuestro presente, esto significa que la violencia deja de ser una excepción para convertirse en una regla o un recurso instrumental, legitimado por narrativas que presentan a “el otro” como una amenaza digna de aniquilar. Así, el asesinato de una figura pública se vuelve parte de un continuum donde silenciar al rival —por la fuerza, por el insulto o por la cancelación— se asume cada vez más como “otra forma de hacer política”.

Por su parte, Zygmunt Bauman aporta una clave sociológica que complementa la lectura arendtiana. En su obra Modernidad y Holocausto (1989), muestra cómo las prácticas modernas pueden burocratizar la violencia y hacerla técnicamente eficiente, pero también invisibilizar su carácter estrictamente moral. Bauman escribe que la modernidad “organiza la indiferencia”, y que las tecnologías sociales y administrativas transforman la violencia en algo impersonal y normalizado.

Cuando los medios masivos de comunicación y las redes sociales, junto con ciertas estrategias políticas, alimentan una atmósfera de miedo y enemistad, los asesinos políticos dejan de ser aberraciones incomprensibles y pasan a encajar dentro de una narrativa más amplia: la de la enemistad sistemática, que facilita su repetición.

Para comprender con mayor claridad este fenómeno, también es preciso entender el vínculo entre violencia, poder y disciplina. El abanderado de los filósofos posmo-progres, Michel Foucault, especialmente en Vigilar y castigar (1975), desplaza el foco desde el agente aislado hacia las técnicas y dispositivos que hacen que la violencia sea eficaz y cotidiana. Foucault afirma que las sociedades modernas producen “sujetos” disciplinados mediante una red de instituciones y prácticas que normalizan la observación, la sanción y la exclusión.

Desde este punto de vista, la violencia sistematizada no es sólo la acción de individuos violentos, sino el resultado de dispositivos que configuran la sensibilidad social: lenguaje, procedimientos policiales, arquitectura mediática y protocolos de deshumanización. En este entramado teórico, la muerte de Kirk puede entenderse como un instante en que esas tecnologías de exclusión alcanzan su efecto más radical.

Seguidamente, es crucial entender cómo se ha instrumentalizado la tensión mediante la propaganda y la polarización. En este sentido, Noam Chomsky, en La fabricación del consentimiento (1988, junto a Edward S. Herman), explica cómo los medios y los intereses económicos y políticos moldean la opinión pública mediante marcos, silencios y amplificaciones selectivas, porque “la propaganda es a la democracia lo que la violencia es a una dictadura”.

Esta síntesis nos recuerda que no sólo existen actos de violencia física, sino estructuras que los preparan culturalmente. Si ciertas agendas políticas explotan el resentimiento, la indignación y la deshumanización, están creando condiciones propicias para que la violencia deje de ser una anomalía y se convierta en consecuencia posible de un tejido retórico homicida que goce de cierta legitimidad.

Por lo tanto, la responsabilidad no recae únicamente en quienes empuñan el arma, sino también en quienes cultivan a diario la hostilidad desde púlpitos mediáticos y discursivos muy influyentes.

En este contexto, Walter Benjamin nos ofrece un prisma esencial y complejo para pensar la violencia política. En Sobre el concepto de historia (Tesis IX, 1942) y en Crítica de la violencia (1921), distingue entre “violencia mítica” y “violencia divina/crítica”. En esta última obra sostiene que “la violencia que crea derecho ‘constituyente’ y la que persevera el derecho ‘constituto’ son de una especie diferente”. Tengamos en cuenta que para Benjamin muchas formas de violencia se naturalizan bajo la noción de que sostienen un orden jurídico: es la violencia que “preserva” lo existente; frente a ella existe una violencia crítica, que pretende fundar un nuevo orden, aunque ésta también es problemática desde el punto de vista ético.

Aplicado al caso presente, el marco benjaminiano obliga a interrogarnos sobre quiénes definen qué violencia es “legítima” y cómo los discursos políticos justifican —explícita o implícitamente— ciertas prácticas violentas en nombre de la seguridad, la identidad o la “salvaguarda” del orden. Además, Benjamin advierte sobre la idolatría del progreso y sobre cómo la historia oficial tiende a invisibilizar rupturas y catástrofes, en tanto que la naturalización de la violencia política puede ser vista como una forma de historicidad falseada que normaliza la agresión y olvida a las víctimas. Su distinción resulta útil porque no basta declarar la violencia como “necesaria” para el mantenimiento del orden: hay que preguntarse por los fines, los procedimientos y quién paga el precio.

Para enfocar este problema desde el prisma de la vulnerabilidad, la deshumanización y la ética de la respuesta, es conveniente recurrir a la lectura posmo-progre de Judith Butler, quien en Marcos de guerra (2009) enfatiza que la política se funda en la forma en que las sociedades reconocen (o niegan) la vida de ciertos cuerpos. “Lo que cuenta como vida humana y lo que cuenta como figura de pérdida se organiza políticamente”, sostiene la filósofa. Desde aquí, burlarse de la muerte —mediante asesinato público— de alguien no es un gesto menor, sino un acto de deshumanización simbólica: convierte la pérdida en entretenimiento y borra la responsabilidad ética. El humor que celebra la eliminación del otro participa de la misma lógica que desactiva la empatía y facilita la repetición de la violencia en un bucle interminable.

En términos prácticos, pensar la respuesta ética exige romper con la complicidad —activa o pasiva— que legitima la deshumanización. Esto implica exigir responsabilidades mediáticas, demandar mecanismos claros de sanción ante discursos incitantes, y promover pedagogías públicas que recuperen la capacidad de indignación moral frente a la pérdida humana, cualquiera que sea la filiación del fallecido.

Estamos, desde hace tiempo, inmersos en un mundo que ha banalizado el mal, y parece no molestarle mucho. Hannah Arendt, al estudiar este fenómeno, nos mostró cómo el mal puede institucionalizarse y volverse corriente cuando sistémicamente se fragmenta la responsabilidad moral. Si la sociedad riñe y se burla públicamente de un asesinato cobarde, hemos dado un paso más: hemos neutralizado la capacidad colectiva de ver al otro como portador de derechos morales inalienables. Cualquier meme o declaración en redes sociales que celebra la muerte no es un acto íntimo, sino que forma parte de una práctica pública que relativiza el crimen y reduce la posibilidad de justicia restaurativa o crítica.

En conclusión, condenamos con la máxima firmeza el asesinato de Charlie Kirk y condenamos, asimismo, con igual rotundidad, las burlas, la instrumentalización y la celebración pública de su muerte por un considerable séquito de desquiciados con acceso a internet. Todas esas manifestaciones detestables son formas de banalización de la violencia y del mal. Cuando el espectáculo sustituye al duelo y la mofa suprime la reflexión, la comunidad política demuestra que ha perdido el sentido mínimo de lo que supone la vida compartida. No hay equilibrio moral en relativizar una vida porque se disiente de sus ideas. La justicia exige investigación, sanción y, sobre todo, un examen crítico de las prácticas discursivas que hacen posible que alguien crea que un homicidio de esta índole es justificable.

Finalizo, como siempre, con algunas preguntas: ¿Qué fuerzas —mediáticas, políticas y económicas— han cultivado la atmósfera que hace posible la violencia política? ¿De qué manera nuestras propias prácticas de consumo informativo y de redes sociales contribuyen a la deshumanización del otro? ¿Cómo distinguir entre violencia “constituyente” y “violencia preservadora” sin caer en justificaciones peligrosas? ¿Qué medidas institucionales y culturales serían necesarias para restituir la capacidad colectiva de indignación moral frente a un asesinato, cualquiera sea el sujeto?

Cerrar con estas preguntas no es renunciar a las posibles respuestas, sino insistir en que la respuesta ética exige trabajo público, memoria crítica, y reformas que desactiven la lógica de la tensión como instrumento político. Encarando estas preguntas con seriedad —algo que jamás harán los degenerados que nos gobiernan en Occidente— podremos empezar a revertir la tendencia a naturalizar la violencia y proteger la dignidad humana en tiempos de polarización exacerbada.

 

Alvaro Medina

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